César Namnúm
Ni siquiera la holgura, el estrépito de la lluvia que empezaba a caer, logró distraerlo del punzante dolor de cabeza, la inaguantable pulla que le taladraba el cerebro. Se llevó las manos a la base del cráneo, ya sin mayores esperanzas, y de pronto ¡puf!, algo que estalló por dentro y la calma total. Supo que su cuerpo perdió gobierno y se derrumbó sobre el piso de la cocina donde terminaba su cena, quedando en una posición bastante incómoda, si me preguntan. Lola – la podía ver, detrás de la puerta enrejada, en su espacio- inició un raro ritual de ladridos y forcejeos contra la reja. Nunca ladraba esa perra, a menos que él se lo ordenara. Entonces hizo conciencia de que no la había sacado a dar su vuelta cotidiana. Eso debía ser. Tomó el jacquet de cuero, el sombrero, le dijo “sube” y esperó que terminara toda su parafernalia de alegría hasta que depositara sus grandes patas sobre el resquicio de la galería, permitiéndole colocarle la correa.
La vecina de arriba subió los últimos peldaños a toda carrera “qué vaina esta lluvia” y fue cuando escucho el golpe. Terminó de abrir la puerta, tomó la sombrilla y volvió a bajar. Más que el fuerte golpe, lo que la terminó de asustar fueron los incesantes ladridos de ese perro que nunca ladra…
Tiene su gracia esta vieja ciudad mojada, con los faroles de la calle reflejados en los adoquines de piedra antigua y esa sabía y milenaria manera, de viejo aprendida, que tienen estas vetustas paredes de captar cualquier mendrugo de luz, cualquier extraviado rayo de sol mortecino. El truco está en mirarla con ojos nuevos cada vez, de viajante recién llegado; gozarla con inocencia de niño, para fijarla por siempre. La observaba, mientras Lola me obligaba a detenerme cada de vez en vez, olisqueando, con evidente placer, los nuevos retoños de grama húmeda que iba encontrando en la vereda, comiendo los más crecidos. Ella también amaba esta vieja ciudad recién lavada.
…no se atrevía a acercarse mucho pero podía ver algo raro, como un cuerpo caído, pensó que sería mejor llamar a alguien más. No hizo falta.
¿Qué pasa, vecina?, era el viejo de al frente.
No sé, oí un golpe y este perro que no se calla-
Es hembra- dijo él, que la conocía bien, acercándose a la puerta enrejada…
Volvimos casi corriendo porque la lluvia arreciaba y Lola se había tardado más de la cuenta en el parquecito acostumbrado. Buscando hasta encontrar, el mejor lugar donde depositar sus heces y orines. Para luego iniciar el otro ritual, que consistía en tratar de esconderlos, sabe dios con cuál propósito. No sabemos todo sobre los animales, nadie tiene que contármelo. Así que tuve que recorrer la mitad del pequeño prado, haciéndome el que no mira, el que no la va a buscar, para lograr engancharle de nuevo la correa, sin que empezara su juego de “a que no me agarras” que tanta rabieta me hacía coger.
…hay que romper ese candado, acotó, esto no se ve nada bien.
Entonces abrí el candado de la puerta enrejada, ya un poco preocupado, puesto que no cerré la de madera, previendo nuestra pronta vuelta. Nada extraño. Fui al baño, me lavé las manos y la cara; alisé el cabello mirándome al espejo; acomodé los pliegues de la camisa y del pantalón, pasé por alto la mancha de café en el ruedo. Casi saliendo, retorné, porque no cepillé mis dientes. De vuelta en la cocina –había marcado muy bien el lugar mentalmente - me tumbé en el piso, corrigiendo un poco la posición original. No era la de llegar mal puesto a la eternidad.
cn 28 febrero, 2009
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