Escrito por Paulo Herrera |
Ahí estaba de nuevo el sonido. Un murmullo. Ahora estaba seguro. Alguien resabiaba no muy lejos de allí. Monchín levantó la mirada y la dirigió hacia la habitación elevada que estaba en el fondo del patio. Algo le pasaba a Viriato. Esperó unos instantes para ver si el sonido volvía a producirse. No tuvo que esperar mucho. Ahí volvía. Una imprecación ahogada. Comprobó una vez más que no eran los usuales resoplidos que escuchaba cada vez que al Tío Viriato le daba por hacer sus ejercicios de tensión dinámica. Picado en la curiosidad, y dándole la bienvenida a la pausa, Monchín cerró el libro de anatomía, movió el panel de madera prensada sobre el que se apoyaba para estudiar y se levantó de la mecedora. Abandonó el círculo de sombra que producía el viejo árbol de papelillo que alguien había tenido el tino de sembrar justo en el medio del patio interior y caminó hasta el fondo de la casa. Mientras subía las escaleras, escuchó a Viriato con más claridad. – ¡Qué barbaridad! – se quejaba con energía el tío. – ¡Caráj! ¡Esto no tiene remedio! – se lamentaba. Monchín llegó al umbral de la puerta, que estaba entreabierta, y tocó dos veces con sus nudillos. – Viriato, soy yo, Monchín – avisó mientras asomaba con prudencia la cabeza. Nunca se sabía qué extraño experimento podía estar haciendo el tío en su habitación, aislada del resto de la casa. – ¿Todo bien? – preguntó, sin atreverse a entrar. Viriato lanzó un último San Antonio antes de invitar a pasar a su sobrino. – Pasa, Moncho. Estoy aquí atrás, en el cuarto oscuro – indicó, sin cambiar el tono de tragedia. Monchín entró a la habitación y se dirigió al rincón que – con un tubo de calamina y cortinas negras – había preparado el tío como guarida para su aventura de turno. Allí lo encontró Monchín, con cara de condenado a muerte, mirando una serie de fotografías húmedas, colgadas con ganchos de ropa en un cordel. – ¿Qué pasa, Viriato? ¿Cuál es el problema? – inquirió Monchín. Viriato respondió con las dos manos en la cabeza. – ¿Cómo que cuál es el problema? ¡Mira cuál es el problema! – casi gritó, señalando las imágenes que goteaban desde el cordel. Monchín inclinó la cabeza y se fijó en las fotos. Estaban bien enfocadas, lo cual le permitió concluir rápidamente que eran de una boda. Le tomó otro segundo comprender el drama de Viriato: en todas las fotos, los novios, los padrinos y los invitados estaban sin cabeza. Involuntariamente, Monchín hizo el gesto de sonreír hacia abajo, ese que hace uno ante una metedura de pata propia o ajena. No se atrevió a reírse, pues el pobre Viriato estaba realmente atribulado. – ¿Qué hago ahora, Moncho? – preguntó Viriato, cerca de las lágrimas. – ¡Esta gente me va a matar! – dijo, señalando una fotografía que si hubiera estado bien encuadrada hubiera mostrado a los novios y a los nuevos consuegros. El tío se dejó caer pesadamente en una silla, tapándose la cara. – ¡Maldita la hora en que me metí a fotógrafo! – dijo amargamente. Monchín se acercó en silencio y le puso una mano en el hombro. Sabía lo que tenía que decir. – No te apures, Viriato, que alguna solución habrá – dijo el sobrino veinteañero al tío cuarentón. – Cálmate, que de seguro Mamatala sabrá que hacer – lo consoló Monchín, sabiendo que la sola mención del nombre de la Tía Atala deshacía entuertos y aligeraba conjuros. *** Viriato nació dos años después que la abuela Graciosa y dos años antes que los americanos llegaran, como para quedarse, a mandar en casa ajena. Terminó siendo el único varón de la casa de los bisabuelos, pues su hermano José María no alcanzó a criarse. Viriato tendría apenas mejor suerte, pues siendo muy niño logró sobrevivir – nadie sabe cómo – a una meningitis que debió matarlo. La enfermedad no tuvo secuelas en su cuerpo, el cual creció como el de un muchacho normal, pero sí le puso un límite a la edad de su cerebro. Así, Viriato llegaría a ser un hombretón de seis macizos pies de estatura, congelado en una eterna adolescencia. Y así, después de todo no tendría tan mala suerte Viriato, pues – ante lo irremediable – sus padres y sus cinco hermanas tendieron a su alrededor un cerco de afecto a prueba de lástima, que lo convirtió en un ser bonachón y cariñoso. Tampoco le faltaría a Viriato con quién compartir la alegría de su juventud perpetua, pues lo haría con la larga sucesión de sobrinos y sobrinas que fueron llegando para ensanchar el clan familiar. En efecto, el caudal de ocurrencias juveniles de Viriato trascendería las décadas y las generaciones de primos, se extendería casi hasta el fin del siglo y se repartiría entre su natal San Juan de la Maguana y La Capital. Desde la época en que sus piernas tuvieron fugazmente los pantalones cortos que siempre vistió en su mente, Viriato encontró la manera de hacerse sentir, si bien con una inocencia que desarmaba a cualquiera. Los habitantes del Santo Domingo de los años veinte probablemente recordaron por muchos años aquel niño que solía marchar por delante de la banda de música que acompañaba entonces los entierros de primera. En medio de la solemnidad del desfile, justo detrás de la carreta funeraria tirada por caballos coronados con penachos negros, el rapaz batía sus brazos como si dirigiera la banda – que casi siempre tocaba la Marcha Fúnebre de Chopin – cantando a voz en cuello un sincopado se-jo-dió que se acoplaba perfectamente con la música. Ese era Viriato. Y también era de Viriato aquella voz que advertía al sheriff en las vaqueradas seriales que proyectaban en el Cine Independencia en los cuarenta y en los cincuenta. – ¡Mira, tú, cuidado! ¡Te van a matar! – voceaba Viriato al héroe de la pantalla. – ¡Atrás de ti, zoquete! – gritaba Viriato, genuinamente preocupado por la suerte del protagonista. – ¡Te lo dije, carajo! ¡Por pendejo es que te pasan las cosas! – rabiaba decepcionado Viriato cuando lo veía caer. El caso es que Viriato nunca tuvo problemas para llenar sus días y sus horas. Tan pronto pudo cuidarse solo, fue incitado a llevar una vida independiente. Su primer espacio propio lo encontró en San Juan, en una pieza adosada a la clínica del bisabuelo Alejandro. Allí vivió Viriato hasta que el bisabuelo perdió su guerra contra el cáncer, el mismo año que los mismos americanos ganaban la suya en Europa y en el Pacífico. A partir de la muerte de su padre, Viriato se repartió por temporadas en las casas de sus hermanas. Bajo la coordinación de Atala, la hermana mayor, todas procuraron disponer de un traspatio o de una habitación donde acogerlo de buena gana y sin imponerle demasiadas reglas. Esta circunstancia permitió que a la vida del siempre joven Viriato no le faltara variedad ni una buena dosis de aventuras. Vivía a su aire, Viriato. Descubrió temprano una obsesión por la salud y la buena alimentación. Fue de los primeros discípulos que tuvo el también eterno Charles Atlas, y se consagró a su régimen con disciplina espartana. A fuerza de pechadas, sentadillas e intentos por tumbarse el pulso a sí mismo, se esculpió un físico de boxeador. Por un buen tiempo fue vegetariano. Él mismo compraba viandas, frutas y verduras en el Mercado Modelo. Era un espectáculo ver a Viriato rallando los vegetales, mezclándolos en un medio higüero y regándolos con miel de abejas. Dos veces al día, con puntualidad monacal, se zampaba aquel menjurje como si fuera un manjar celestial. Periódicamente se obcecaba con propósitos improbables y más de una vez desapareció de La Capital para reaparecer un par de días después en San Juan – o viceversa – habiendo hecho la travesía pedaleando sobre su bicicleta Rudge de cambios. Esa bicicleta era la niña de sus ojos, su posesión más preciada. Ensayó oficios diversos, con los que costeaba algunos caprichos inofensivos que servían para satisfacer a medias su inacabable curiosidad. No en vano era un niño grande. Si alguna vez estuvo atormentado por algo, nunca lo demostró. Y si sus momentos malos eran pocos y cortos, los buenos eran muchos y largos. Ese, también, era Viriato. *** La pasión más reciente de Viriato era la fotografía. A Monchín, quien se había convertido en residente permanente de la casa de la tía Atala hacía dos años, cuando ingresó a la carrera de medicina en la Universidad de Santo Domingo, le constaban los afanes de Viriato. Incluso lo había ayudado a instalar el tubo y las cortinas para su cuarto oscuro. Mientras se pasaban herramientas, el tío se confesó con el sobrino como los enllaves que eran, sin omitir detalles. Viriato le comentó cómo había trabado amistad con el dueño y los empleados de la Fotografía Mercedes, una tienda de la Meriño, y cómo le habían enseñado a tomar fotos en una vieja cámara de fuelle vertical. Hasta le habían enseñado a revelar. Viriato le declaró a Monchín que se sentía listo para ejercer como fotógrafo profesional, después de meses de servir de asistente a uno de sus nuevos amigos en varios bautizos y una boda. Incluso, estaba a punto de completar el dinero para comprarse una cámara propia – ni más ni menos una Kodak Duaflex – contó ilusionado el fotógrafo en ciernes. Monchín recordó todo eso mientras terminaba de calmar a Viriato y le daba una voz a Nana para que ubicara a la tía Atala y le dijera que subiera donde su hermano. En lo que subía la tía, Monchín le sacó más datos a Viriato. Después de semanas de espera, finalmente lo habían contratado para retratar una boda en la iglesia de San Lázaro. Estaba estrenando su cámara – la cual al parecer tenía un mecanismo de encuadre diferente al de aquella en la que había aprendido – y no había recibido, por suerte, ningún pago anticipado. Un par de minutos le tomó a Tía Atala subir al cuarto. Cuando entró, con una mirada comprendió todo. Cuando abrió la boca no fue para recriminar a nadie. – Ya sé cuál es el problema, Viriato – dijo con suave firmeza. Viriato respondió al instante. – Yo también, Atala. Ni las fotos ni el fotógrafo sirven – suspiró el tío, derrotado. Su hermana meneó la cabeza. – No, Viriato, no es eso – dijo con aire conocedor. – El problema es que estas fotos te salieron al estilo moderno francés – siguió, sin disimular su entusiasmo. – Las fotografías están magistrales. ¿Quién te enseñó a tomar fotos tan artísticas? – preguntó curiosa Atala. Viriato frunció el ceño, extrañado. – ¿Artísticas? ¿Cómo así? – respondió. – Claro, Viriato – explicó la tía. – Eso de presentar los cuerpos decapitados es la última moda en París – dijo Atala sonriente. El rostro de Viriato se iluminó. – ¿De verdad? No lo sabía – comenzó a decir, en tono animado. Ya volvía a ser el mismo Viriato de siempre. – Si son tan artísticas, tal vez debiera cobrar más dinero por ellas – calculó el recién descubierto artista. Atala volvió a menear la cabeza. – No, querido – dijo. – Me temo que Santo Domingo no está listo para apreciar tu arte. Tendrás que conformarte con ser un maestro incomprendido – sentenció. – ¿Verdad, Monchín? – preguntó la tía. El sobrino corroboró de inmediato. Cuando Atala dio media vuelta para salir de la habitación, ya Viriato se había olvidado de las fotos guillotinadas y hacía muecas al espejo, decidiendo si se dejaba bigotes o el pelo largo para hacer honor a su nueva condición de artista del lente. Desde el umbral, Atala llamó a Monchín con una mirada sonriente. Les tocaba ahora la tarea de explicarles a los novios que no tenían fotos de su boda. Misión, en verdad, nada fácil. Pero, para quienes quisieron a Viriato, menos importante que conservar intacta su alma de niño.
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