miércoles, 12 de enero de 2011

Lolo el Músico

Archivo:Sobieski.jpg

Por. Sobieski de León


Ahora que lo vi en la pantalla, de saco y corbata en primer plano, pensé tantas cosas de las que viven sedimentadas en los estratos de mi alma, como esperando hacer erupción hasta cubrir con su ardiente lava todo el mundo.

A mí me quemaban desde entonces. Veloces e indetenibles, aquellas imágenes borraban las que tenía ahora frente a mí, irrumpiendo sin pedir permiso en este presente frágil, desde el fondo de mi atormentada materia donde nunca habrá de morir nada sino con la muerte.

Lolo, en saco azul y corbata roja, en el “Show de la Noche”, mientras Ivania introducía el programa distrayéndose momentáneamente mi atención, sobre todo por aquella moda tan elegante que lucía y que resaltaba su figura llena de juventud y gracia haciéndome placentera su contemplación sobre todo de las nalgas en competencia con la redondez del mundo.

La noche, sin embargo, era de Lolo

La orquesta era sin duda la mejor, como adecuada a la exigente calidad que el productor había ideado para el público; allí estaba Beltré, el mejor trompetista del país. Lolo era, en el saxo, su igual. Cada quien era maestro de su instrumento, probado maestro en ese difícil ambiente de farándula tan fantasioso como real, donde Fred Vila Goy, se había erigido a sangre y fuego en el zar de la T.V. dominicana.

Lolo, grande entre los grandes, estaba allí.

Cuando sonaba la sirena de las doce, los “velones” nunca se marchaban, se quedaban plagosiando en la casa de los otros. Lolo, era un cuentista exactamente al filo de las doce.

Un día Chachilo robó un fardo de billetes y quinielas a un pobre hombre que vendía la suerte camuflada en pedazos de papel. Chachilo, el hijo de Bubú. Pobre Bubú, siempre al frente de su saco de habichuelas en el mercado público. Las mejores habichuelas eran las de Bubú, pero eso nunca dio para la educación de Chachilo, el chico malo del barrio.

Cuando llegó la policía, los muchachos nos arremolinamos en el barrio con un poco de temor, aunque con la confianza que daba el no saberse ligado a nada indebido; estábamos asustados, eso sí, porque cuando ocurría algo a uno de los nuestros, era como si nos pasara a todos.

A Lolo lo sacaron de debajo de la cama. Todavía estamos viendo. Y a la vieja, Deliá, gritando como animal herido en ese tono afrancesado de los “arrayanos” que nunca aprendieron a hablar correctamente el español: - “Mi muchacho no’ e ladrón”. La vieja Deliá tenía razón. Su nieto no era ningún delincuente, ni siquiera Chachilo lo era. Nuestro barrio era un barrio decente.

Yo entonces era un tahúr con las bolitas de vidrio. Mi madre a veces me amenazaba y como para ofenderme o insinuarme otro camino menos peligroso que el juego, me decía: -Serás como tu abuelo. No había dudas, tenía las orejas grandes como él y como mis tías que para congraciarse conmigo afirmaban que eso era una característica de las gentes “de raza”. -Nosotros decía mi madre –somos como los gallos, de raza-. Las orejas chiquitas era cosa de negros, de descendientes de haitianos.

Ni Lolo, ni Chachilo podían conmigo en las bolitas; es que yo era un tahúr, como mi abuelo en los gallos, pero después supe que eso era ser apasionado cualidad que decían debía cultivarse para poder llega a ser alguien en la vida; alguien que sobresaliera de entre los demás.

Cuando se llevaron a Lolo, fue una tragedia para el barrio; sobraron los comentarios, y uno desde el candor de aquellos días no sabía qué había ocurrido en realidad, si era justo o no que habían hecho con Lolo.

La vieja Delía se quedó inconsolable y el tío Celso, con esa indiferencia y parsimonia que mantuvo siempre frente al trabajo (el barrio decía que “no daba un golpe”), se quedó como sino fuera con él. Mi madre me llamó a capítulo advirtiéndome que debía aprender a no juntarme con malas compañías. Hubo hasta quien dejó escapar la terrorífica frase: ¡Pa’l Reformatorio...!.

La vieja Josefa, que entonces no era la vieja Josefa sino simplemente Josefa, estuvo de acuerdo también en que eso había ocurrido “por la coyuntura con ese otro”.

Josefa era especial. En ocasiones solía vestirse de hombre con camisa a cuadros y pantalón de kaki, se arremangaba las mangas de la camisa hasta la mitad del antebrazo y se terciaba un cuchillo de veinte pulgadas en la verija. Si alguien quería degollar un animal, Josefa era la indicada en todo el pueblo; se había especializado en chivos, y ella misma excelente cocinera, los preparaba sobre todo en las fiestas de Odfelos y Masones; ella era una especie de caudillo hembra en el barrio. ¡Cuanta energía tenía esa mujer!

Un día, en su ropa de matar, asustó a Millo, un loco manso de la ciudad que había llegado desde Barahona; deambulaba por las calles al amparo de las almas caritativas. Josefa le daba siempre de comer, y en las tarde le ofrecía una silla y juntos se ponían a escuchar “El Suceso de Hoy”, en la voz de Manuel Antonio Rodríguez (Rodriguito).

Cuando la muchachada empezaba a joder, Millo entraba en crisis, se descomponía y dejaba de ser dócil.

¡Millo, ojú...! ¡Millo, ojo de vaca! ¡ Miiillo, ojué’ bombillo...!

No quedaba en el barrio ni persona ni casa que no estuviera expuesta a la puntería de Millo; pero cuando Josefa le hablaba con esa autoridad de caudillo que tenía, Millo la oía.

“Siéntese ahí, coño...”, decía autoritaria, y como un corderito obedecía. Un día mostró al barrio su poder sobre Millo. “!Siéntese ahí...!, le había dicho luego de sus andanadas de piedra a la muchachada, y sacando el cuchillo que llevaba cuando estaba vestida de hombre matarife, le ordenó: “Siéntese ahí, coño y ábrase la bragueta que le voy a cortar el gϋevo” . Millo, asustado, obedecía. Josefa, era además la payasa del barrio; entonces tomando una silla de guano, la miraba con sus desorbitados y desconfiados ojos vacunos, siempre en actitud de acecho, y con la poca ternura que podía expresar, recibía un tabaco pachuché, y los dos se ponían a fumar como los mejores amigos del mundo.

Después de la hora en que cenábamos, nos íbamos a la esquina a contar cuentos e historias debajo del palo de luz. Uno contó con tristeza que habían llevado a Lolo


El barrio era el más vivo ejemplo de un constante abandono; cada vez más, todos se estaban yendo buscando otros horizontes en lejanos confines del mundo; los hubo que se fueron a París, a Londres, a Bucarest, a Madrid a Barcelona a Valencia, a la antigua Unión Soviética; algunos fueron a dar a Méjico, a Nicaragua o a Venezuela a Colombia, pero la mayoría terminaba refugiándose como ratas en las sordideces que le tenían reservadas en su propio país los americanos.

La mayoría aspiraba en el fondo a progresar y regresar a respirar con los pulmones amplios los aires de su patria, convencidos de que lo único que deseaban con todas las fuerzas de su corazón era tener con qué disponer de los medios con los que pudieran comprarse las cosas que consideraban imprescindibles en sus vidas, trastornado el mecanismo de lograrlo por la política de los gobiernos de turno y su alianza con los poderes extranjeros.

Sara resolvió casándose con un japonés y yéndose a vivir a Tokio. Guillo se fue a París. Había decidido dejar los estudios de derecho, confesando a su padre, abogado de profesión, que se dedicaría a la literatura. Cuando los muchachos del barrio se dieron cuenta de esto, no hicieron más que tildarlo de “vago” mofándose de él; no podían entender para qué podía servir la literatura, y mucho menos que con eso pudiera comerse. Pero guillo sabía lo que tenía entre manos. Se le veía a todas horas del día y de la noche hablando de literatura y con una disciplina de estudio tan sostenida, que sólo unos pocos sabíamos que venía de la formación que le dio el “partido”. Porque Guillo había sido activista y encargado de una célula clandestina, una de cuyas responsabilidades era estudiar y mantenerse ligado a lo que pasaba en su entorno social.

Fue allí donde él se había formado verdaderamente para el futuro que le esperaba. Mi madre llegó a sorprenderlo temprano en al mañana, pegando afiches y pintas ‘contra el gobierno y el sistema explotador”. Cómo no iba a dar frutos aquellas permanentes lecturas, ese constante pegarse a todo lo que oliera a literatura. París fue su destino y lo conquistó estableciendo residencia allí. Lo hicieron corresponsal de un nuevo periódico que habían sacado en Santo Domingo “progresistas empresarios” salidos del régimen que su adolescencia había combatido; los nuevos historiadores y escritores de renombre, de moda en su país, usaban sus servicios de traductor confiable para llevar sus últimas producciones al francés y le pagaban en dólares; las ferias de libros que abrían libreros y dueños de editoras, lo invitaban a sus aperturas habiendo expuesto en una de ellas tres voluminosos tomos recopilados por él sobre “Historia de las Indias Occidentales del Padre las Casas” (tuvo que rogar a los curas, dueños de la mayoría de los documentos de la época para poder concluir su trabajo); en fin, no había actividades en que no lo mencionaran, como en el “Primer Congreso Crítico de Literatura Dominicana”, donde lo anunciaron con bombos y platillos como un escritor dominicano que triunfaba en París y que vendría especialmente al congreso.

Hacía poco los periódicos habían reseñado su nombre junto al de un embajador cultural enviado a Francia, para presentar el último libro de poemas del Presidente de la Republica; allí entre los presentes aparecía el nombre de Guillo, al lado de los exóticos nombres de “ike” y “Rosichi”, dos figuras legendarias petromacorisanas, que se habían tomado a París por asalto hacía años. La última vez que Guillo volvió al barrio, fue a raíz del segundo aniversario de la muerte de su padre, esta vez vino acompañado de “Fransuá”, su mujer. “Fransuá”, le dijo con verdadera nostalgia en la galería de mi casa “yo me crié entre esta casa y aquella”, y le señalaba con su índice derecho la casa de mi madrina que le quedaba al frente.

Algunos quisimos cambiar todo aquello que habíamos vivido en el barrio y que en cierto modo era el sueño irrealizado de los viejos; nos sentíamos con derecho de ser relevo, añorando desde nuestra niñez el cambio; eso nos había amargado para siempre la existencia; eso, y el haber conocido otros mundos, otras realidades posibles, fue el peor castigo para nuestro espíritu; todos nos habíamos convertidos sin darnos cuenta en emigrantes de nuestra tierra, y si había algún consuelo, era el haber aprendido desde afuera a amarla; aprendimos cosas en un tiempo relativamente corto que soñábamos con aplicar a nuestro regreso para beneficio de las gentes que queríamos, esos mismos que en el fondo no eran más que unos desamparados de la fortuna. ¡Qué lejos estábamos de la realidad! No era de la transformación en nosotros por sí sola, de lo que iba a depender cambiar aquellas cosas tan tristes que rodeaban la existencia de los demás desde nuestros años de infancia, y que ahora nos dábamos cuenta habían soportado con verdadero estoicismo nuestros padres. Ahora había que callarse y empezar a amar doblemente a todas aquellas mamás y todos aquellos papás heroicos. Ahora todo estaba claro ¿Había tiempo aún para asumir aquello que los demás, sobre todo los más desamparados, habían esperado de nosotros? ¿Porqué diablos teníamos que ser precisamente nosotros si no éramos unos Mesías?. Si habíamos logrado triunfar en cierto modo con nuestros propios recursos y nuestra inteligencia, que hicieran los demás lo mismo que habíamos hecho nosotros; al fin y al cabo, fue mucho lo que nos jodimos para lograrlo .

Lolo era una imagen más de la tecnología moderna. Un saco azul y una corbata roja. Un puro símbolo de la decadencia de ese tiempo. Era tan sólo un saxo que entretenía cada noche en el mejor programa de variedades de la Republica. Un músico visto por millones de existencias robotizadas que la televisión se había encargado de idiotizar. Un sueño no realizado aún.

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