jueves, 24 de marzo de 2011

Historia de un Dios Montaraz



José Enrique Méndez Díaz

Fue saboreando un rico asado de cerdo, que escuchó por vez primera la palabra cimarrón.

Descubrir el protagonismo de esclavos negros alzados e indios, en procura de una etnia de hombres libres, le llevó a asociar a este negro servidor de misterios con posibles movimientos de liberación.

La soberbia nubló su visión, la sangre golpeó con fuerzas, endurecían sus nervios, sus ideas, sus juicios.

Reunidos en la casa del poder, el gobernador militar del ejercito de ocupación, reclamaba a la iglesia y a los caudillos locales, mayor cooperación para poner fin a los cientos de fanáticos religiosos que buscaban consuelo a sus desventuras en los brazos de su guía espiritual, el Dios Oliborio Mateo.

Eran días tormentosos, de grises sombras, días en que en el pueblo algunos se atrevían a hablar de derecho de vivir y comer.

Los menesterosos, no conformes con sus herencias llenaban de soberbias sus esperanzas y atreviéndose a dudar, dejaban de ser humildes y bondadosos, querían ser tomados en consideración.

Los sermones religiosos en latín, los cánticos religiosos con poesías y fantasías literarias, alejadas de la realidad de sus vidas, las misas dominicales ofrecidas de espaldas, sin ver el sufrimiento de cada rostro, alejaban a los pobres creyentes del sacerdote y las iglesias y los acercaban a otro altar de hombres sencillos, con misterios, toques de palos, bebidas, salves y grandes poderes de sanación.

El maestro de multitudes, el hombre de la magia, de las predicciones y curaciones, recibía el endoso de estas frustraciones colectivas, haciendo suyos sus sueños y esperanzas. El entusiasmo por un mejor mañana, la necesidad permanente como ensoñación, de cambiar la precaria condición de vida del hombre sencillo, pobre y sufrido, los volcaba a la actitud emocional de búsqueda de milagros, de fantasías escapistas de sanación, fortuna o amor.
Aquel mulato campesino, de ojos grandes y labios gruesos de origen africano, era el catalizador de la energía psíquica de aquellos milagros irracionales.


Oliborio desarrollaba una imagen de padre espiritual lleno de solidaridad y bondad hacia los pobres y con lenguaje llano, explicaba que los Dioses no controlaban YA por completo el mundo, razón por la cual habían delegado en él, la misión de conducirlos por un nuevo camino de salvación.

Los jugadores de gallos, los campesinos, los fabricantes de serones, los vendedores de velas, bombones, tortillas, bobotes y pan, los pregoneros de comidas, los zapateros, los vendedores de santos, borrachos, limpiabotas, carretilleros y toda la masa humana humilde, enferma, amargada, ignorada, accedió al concierto de esperanzas.

El empeño del ejército de ocupación y de la iglesia en desarmar el hechizo de la imagen creciente de modelo de hombre profético de Oliborio, apuntaban a una crisis publica.

Fueron verdaderos días de contiendas por el poder de la localidad.

Los lirios azules silvestres, recientes, las florecillas blancas y moradas anunciaban la llegada de una nueva estación.

Su cuerpo pegajoso y salado, iniciaba una nueva ligera humedad que no alcanzaba aun a deslizar como gota de sudor.

En plena Cordillera Central, aquella noche, al final de una ruta sagrada se escuchaba la lírica de una melodía breve, cantada sobre una misma clave:

“Yo soy el poder viejo e’ la montaña, si vienes al bebedero baja y bebe….”

Parecían invocar los encantos y poderes de las fuerzas secretas de la naturaleza.

En su Maniel, entorno al pozo de curación de su agüita bendita, el Maestro, celebraba aquella noche sus acostumbradas ceremonias de iniciación, bautizos, matrimonios e invocaciones.

Reunidos, con devoción, la hermandad recordaba como el nuevo Mesías adquirió sus poderes de sanación.

-Durante la tormenta le vi atravesar la parcela de Yuca, se internó por el trillo que conduce al arroyo, lo vi sumergirse y desaparecer.
-Durante trece días, los pescadores de Jaiba, buscaron su cadáver sin encontrarlo.

-Durante estos días, no dejó de llover, jamás salió el sol, los puercos cimarrones bajaron desde la cordillera, un brote de disentería enfermó a la población que bebió de los ríos.

-Solo el agua de Liborio permaneció sana y cristalina. Entonces apareció y nos dijo:

-“Me ausenté por un tiempo, pero nunca más los abandonaré”.

De momento, el maestro enmudeció, palideció, experimentó por vez primera temor y su garganta inició un proceso involuntario de tragar, las partes laterales de su cuello se endurecieron, sintió que las cavidades del pecho se les desprendían desde su medula espinal, su cerebro accesó alguna información trágica.

Respiró profundo, reteniendo por segundos el aire en sus pulmones y con fortalezas de espíritu alcanzó a expresar:

-“Esta vez las palomas no escaparán de las manos del cazador”.

A la hora de mayor conticinio las fuerzas concitadas violaron las montañas paridas de chicharras.
El ruido desgarrador de las balas, rompieron el silencio.
Le volaron el cerebro, justo en frente de mí.
17 impactos de balas en su cuerpo.
El maestro y sus discípulos no pudieron escapar de las manos de las tropas. Tropas de un nuevo ejército, con nuevos trajes amarillo, asistieron al asalto devorador en contra de los necesitados del alma , de las ganas, y las hambres.
Sangre, muerte, desvanecimiento.
Fue el fin del Dios de pobres.


El gobernador del ejército, los desgastados caudillos locales, el purpurado de la iglesia, con Cirios, Atril y nuevo Conopeo, reinauguraron su suntuosa nueva catedral.

Nunca más las iglesias ofrecieron misas en latín.

Desde entonces, en cada templo religioso, al final de cada predica, se escuchan oraciones expresar:

“Os envío como ovejas en medio de lobos, sed pues prudente como serpientes y sencillos como palomas”.


En la región, años más tarde, un nuevo obispo no descansa construyendo en todas las secciones, municipios y parajes, pozos, letrinas, acueductos y caminos vecinales. De manera incansable recorre cada espacio de su geografía regional.
Pero cuentan que aún el gran ministro se deleita con voces celestiales, de Tiple, contralto y bajo, con su coro de mil matices que regocijan su alma atormentada.
En plena cordillera Central, cada noche una lluvia de Luciérnagas iluminan con su vuelo un camino que conduce hacia Liborio.
A manera de Trueno a veces rugen las montañas y algunos dicen escuchar una voz grave, imponente que les dice:

¡Levántate pendejo!

¡ Que El Maestro no a muerto na’¡

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