El Bocado era muy poco para los nueves miembros de la familia.
Los murciélagos se habían escondido, detrás del estallido del último relámpago.
El dolor cólico, la afiliación. El más pequeño.
Ya solo quedaban ocho para saciar la ansiedad del hambre.
El también había quedado muy firme, en el último recurso de su existencia.
El monte seco, pelado y acosado por la insolación; sin embargo, queda un vago recuerdo de la última lluvia desde hace siete años, cuando hubo flores en el huerto.
Ella, la abuela, se fue junto al sol de los muertos, cuando estaba tendido sobre los ranchos de esas lejanía, quedo tendida sobre aquellas tanta cruces de un gran antaño.
El perro, estaba allí, justo al lado, en la cocina.
Era las tres de la tarde, cuando empezó el baquinì del más tierno de la familia.
El pesar, la pena. Ella la madre quedó vencida en su convicción de ternura de una madre afligida.
Sobre el alero, el güiro, la pócima, la raíces de albahaca y el cristal de zábila.
La inclinación del rancho, el declive del tejado, el derrotero de las yaguas, precipitaban las horas del reloj del sol, con una gravedad de 45º y 17``.
El mayor, única esperanza de la familia, dejó una nota por escrito en el traspatio del bohío, quedo colgado y visible en un pequeño nudo del lazo.
En avance iba la tarde, el sol se irrito por completo, azotados quedaron vilmente los indefensos ranchos.
El silencio, el olvido, la tristeza, el desierto, el vendaval del viento.
Ella, la embarazada, quedo muda, tendida en los brazos de su padre ya sin vida.
La tarde muerta, el sol no vive, justamente la seis.
El pánico, la nostalgia, la incertidumbre, la muerte colectiva.
La cocina. El caldero. El perro. El bocado.
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