viernes, 15 de julio de 2011

Olivorio Ensayo Histórico


E. O. Garrido Puello


Capítulo III

Los antecedentes de Olivorio no podían hacer sospechar que en su figura inatractiva y estrafalaria se gestaba un futuro predestinado. Olivorio era bajetón, mulato oscuro, pelo crespo, frente amplia, barba y bigotes largos y descuidados y un peso aproximado de 175 libras. No sabía leer ni escribir. Era miembro de una familia muy numerosa, cuya cabeza visible era su hermano Carlitos. Trabajaba como jornalero y usaba soleta . Como jornalero su especialidad era construir empalizadas. Le placía empinar el codo y proferir palabras groseras y subidas de calor. Luego fue peón de Juan Samuel, un habilidoso cocolo que ejercía los oficios de brujo y curandero y que había aparecido por los campos de San Juan de la Maguana desde el año del 1907, seguido de un harén y amparado por la indiferencia de la época, propicia a las vulneraciones de la ley y la moral.

Juan Samuel llevaba una vida nómada. Era nativo de la isla de Guadalupe, posesión francesa de las Antillas Menores. Sobre este sujeto las noticias son muy contradictorias. Parece que llegó a Azua procediendo de San Cristóbal como buhonero y brujo, corriéndose de allí a los prometedores campos de San Juan de la Maguana y continuando con el mismo oficio. Vendía bisuterías como telón para el ejercicio ilegal de sus habilidades de prestidigitador y brujo.

Juan Samuel asistió, quizás como padres espiritual, al nacimiento del olivorismo. Le dio aliento y ayudó en la organización de sus prácticas; pero cuando Olivorio se vio enredado en las mallas de la justicia, se esfumó como sombra pasajera, dejando un vago rumor como recuerdo. En Olivorio fructificaron sus enseñanzas, se incubó una herejía y brotó, surgido de las tenebrosas sombras de la ignorancia, un Dios espurio y barrigón. Juan Samuel, a escondidas de Olivorio, cobraba por las curas que éste hacía.

Olivorio no era casado, pero gozaba de los placeres de tres concubinas oficiales, las cuales respondían a los nombres de Felipa Encarnación, Eusebia Brineta y Matilde Contreras, de Bánica ésta última. Con la primera y la tercera procreó tres hijos con cada una; con la segunda, siete. En Bánica también dejó tres hijos engendrados con diferentes mujeres. Consecuentemente con sus teorías, el hombre era fecundo y gustaba de la diferenciación, quizás en busca de nuevas y fuertes emociones. Los hijos de Felipa se llamaron Juanica, Cecelio y Pomito; los de Eusebia, Compay, Carmito, Eleuterio, Angustias, Antonina, Mina y Carmita y los de Matilde Contreras, Jesús, Juanita y María . Algunos de los nombrados viven todavía.

La historia que relató Olivorio, a pesar de lo burda y torpe, atrajo prosélitos. Contó que un ángel montado en un soberbio caballo le había ungido con su sello divino ordenándole regresar a la tierra para predicar su palabra y curar a los que sufrían.

Olivorio siempre había sido calificado de alucinado por sus familiares, concepto surgido de su forma disparatada de hablar; pero ahora, asumiendo su nuevo papel, se presentaba a sus oyentes con actitud misteriosa y lejana, como si se tratara de algo incorpóreo que el contacto evaporara. La nueva el Ungido corrió por el país como por arte mágico. Creó acólitos a montones y con una prisa insustancial, trastornó la mente a multitud de personas aquejadas por males reales o imaginarios.

Nadie podría explicar el fundamento ni la razón de la rápida propagación de este trivial suceso; pero así fue. En poco tiempo La Maguana, como si fuera un santuario, se transformó en lugar de peregrinaje y asentamiento de gran cantidad de personas atraídas por la buena nueva. Había nacido la Meca dominicana.

Algunos criminales y fugitivos de la justicia que merodeaban por la región se unieron al grupo y contribuyeron a la formación de la nueva religión. Se crearon santos y se formó una corte celestial. Para alejarse de la ciudad, temeroso de las reacciones de las autoridades, Olivorio trasladó sus reales al paraje de El Palmar, sección de La Jagua, avecinándose de esta manera a la Cordillera Central, quizás presintiendo su futuro destino y adonde buscó refugio cuantas veces se sintió perseguido. La majestad de la imponente Cordillera ejerció atracción irresistible sobre sus alucinaciones de Dios y en sus azules y brumosos panoramas, encontró el final de su breve, trágica y sorprendente pretensión a la divinidad. Su jactancioso proceder no fue más que una infantilidad de su alma simple y sugestionable.

Algunos de sus parciales le atribuyeron predicciones. Entre los disparates que con ese motivo se cuentan hay éstos, que se dan a conocer como curiosidad de museo. Estando en una reunión oyó cantar un gallo. Inmediatamente expresó: “ese gallo que cantó es de Patricio León, es negro y tiene las espuelas amarillas”; que en otra ocasión dijo: “en Sabana Cruz de Bánica ha nacido una niña con tres pies”; que aun hombre que le robaron su mula le indicó el rumbo y como la conseguiría; que pronosticó el derrumbe de la Iglesia de San Juan de la Maguana y la ocupación yankee.

Otros de los infundios propalados, quizás maliciosamente, por sus adeptos más íntimos, atribuía la visita al Palmar de un alemán, colorado como candela, expresión pintoresca del informante, el cual le ofreció a Olivorio todos los recursos que necesitara allí o en cualquiera otra parte con destino al afianzamiento de su culto. Según el mismo decir, Olivorio rehusó el ofrecimiento, agradeciéndolo terminando sus palabras expresando: “Yo estoy en una misión hasta llegar al palo de la Cruz”.

Para los cuentistas mistificadores interesados en hacer aparecer a Olivorio como clarividente, estos pronósticos habían sido auténticos y su acierto indiscutible. Naturalmente todos estos decires no eran más que añagazas para convencer a ingenuos o ignorantes.

La Corte estableció leyes sociales y morales y trató de fundar una religión basada en el amor libre. El amor libre, que siempre ha sido una atracción de reformadores sin escrúpulos, era declarado cuantas veces llegaban a visitarlo personas de calidad. En el primer momento la ciudad de San Juan de la Maguana tomó el asunto con calma, de manera humorística y burlesca. No obstante, no faltaron romerías de jóvenes y aprovechados que, tras el placer ofrecido, viajaran a los reales de Olivorio en busca de fáciles conquistas. Había un señuelo: placeres baratos.

Las distintas versiones que recogemos sobre el origen del olivorismo provienen de familiares y personas afines y como es natural pueden estar influidas o viciadas por sentimientos de proselitismo.



Capítulo IV

Pero vamos a particularizar hechos. Detrás de Olivorio había, como hemos dicho, una pandilla de criminales y fugitivos de la justicia, de los cuales recordamos uno nombrado Benjamín García. También del lugar y de sus alrededores se le unieron Martín Moreta, Blas Reyes, Colén Cuevas, José Margot, Abraham Alcántara, Lalín Romero, Juan Agustina, sus hijos Cecilio y Eleutorio Mateo, Toñito Valenzuela, Domingo Montes de Ocoa, Enerio Romero, Magdaleno Arias, Valentín Boni, Rafael Perdomo, Máquina, Pañero, León Tolé, Santos Díaz, Maximiliano Tolé, León Moreta, Liborio el Prieto, Rafael Romero, Tobay Romero, Pancho Contreras y otros cuyos nombres no recordamos ni hemos podido recoger con los informantes . Todos estos sujetos, que formaban su estado mayor y que en el argot olivoriano tenían jerarquías definidas, lo ayudaban en la dirección y organización de lo que ellos llamaban La Hermandad. Muchos de los nombrados eran cibaeños.

Como curandero tenía una extraña manera de ejercer la medicina. Armado de un palo de piñón, golpeaba al paciente pronunciando las que él suponía mágicas palabras de salga el mal y entre el bien. Algunos de los sometidos a esas diabólicas curaciones morían de la tunda; pero cuando esta fatalidad ocurría decía sentenciosamente: este ya está curado.

Con las manos extendidas en estudiada actitud de mago trataba de sugestionar los pacientes con miradas penetrantes y gestos de histrión. Les hablaba reposadamente o e forma atropellada, revistiendo sus palabras de signos cabalísticos, haciendo del acto un rito. Caminaba, daba vueltas, revolvía cordones y escapularios, hacía rayas en el suelo con el palo que le servía de báculo, terminando siempre estas prácticas supersticiosas con la consabida expresión de salga el mal y entre el bien que utilizaba en todas sus poses de médico inspirado por poderes divinos. Naturalmente estos absurdos métodos no tenían ningún valor curativo, pero infundían confianza en los que corrían tras sus huellas, ilusionados y creídos en que estaban en presencia de un ser sobrenatural con virtudes para poner en pie a los caídos y levantar los muertos.

A la nueva de haber surgido en San Juan de la Maguana un Dios que curaba todas las enfermedades, acudieron pacientes de Haití, del Cibao, del Este y de distintas regiones del país. No fueron exclusivamente personas ignorantes las contagiadas por las falsas novedades circulares; también se apresuraron a unirse a la impaciente religión algunas que tenían preparación intelectual, no sabemos si atraídas por el vicio o porque su credulidad simplona era propicia a contaminarse con el ambiente creyendo en brujos y aparecidos.

Hubo una circunstancia favorable a los designios de Olivorio y que impresionó grandemente a su comunidad: predijo una oscuridad. Sin lugar a dudas, alguien armado de un almanaque de Bristol le habló del eclipse que debía tener lugar en un día determinado y le indujo a aprovecharse de ese suceso para afirmar en el ánimo de sus seguidores sus poderes divinos. Entre sus adeptos los había capaces de hacer estas aparatosas sugerencias.

Ciegos, paralíticos, cojos, mancos, dementes, cancerosos, tuberculosos; todos los que padecían de algún mal y que la ciencia no había podido ofrecerles consuelo para sus penas, hicieron de El Palmar su residencia. A la voz de salga el mal y entre el bien o del furtivo bebedizo, compuesto algunas veces de orines y otras de hierbajos, uno que otro se curó y esta ilusoria coincidencia se abonó a la fama de Olivorio. La grotesca ceremonia no tenía otro fin que impresionar a los espectadores y sugestionar a los enfermos. En realidad no sucedían tales curas. Personas nerviosas que podían caminar y que no lo hacían por miedo, o porque su sistema nervioso los engañaba, sugestionados por la voz de Olivorio y la paliza, recuperaron esa facultad dormida por la inacción de años o porque solo eran enfermos imaginativos. Otros mejoraron sus quebrantos con bebedizos, lo cual no tenía nada de sobrenatural. Las medicinas provienen de los reinos animal y vegetal y no hay entre los humanos quien no sepa administrar una infusión curativa. De ahí proviene la expresión de médicos y locos todos tenemos un poco. Una verdad de a fondo en cuanto a los dominicanos. Todos sabemos dar una receta curativa, indicar una infusión maravillosa de cuyos resultados aseguramos se obtiene un éxito absoluto . Pero para la ignorancia estas curaciones esporádicas eran milagrosas y ayudaron a formar alrededor de Olivorio un inconsútil manto de divinidad.

Los sábados y los domingos eran días de fiesta para la Hermandad. La reunión se celebraba con bailes y cantos. Se formaban en rueda conservando la línea y entonces el Maestro (así llamaban a Olivorio sus cofrados) desde un ángulo decía: manto arriba y cayuco en mano. Con estas libidinosas palabras, señaladas como preámbulo para entregarse los concurrentes al amor libre, se iniciaba la ceremonia. Las mujeres caían en una especie de paroxismo, los hombres elegían su compañera ocasional y la bacanal duraba hasta bien entrada la noche.

Como es de suponer estas fiestas para que revistieran la brillantez que exigían las circunstancias, se amenizaban con música, se exaltaban con abundante alcohol y para reforzar la resistencia física se comía opíparamente. Era una vida de placeres fáciles, baratos, que propiciaban a olvidar el rudo trabajo de cada día. El comerás el pan con el sudor de tu frente, de la Biblia, estaba excluido de los principios religiosos de Olivorio. El trabajo honesto, que ennoblece, y la lucha por la vida, que la embellece, eran sólo palabras vacías de sentido para esa gente enfrascada en la perversión moral.

odos los días, en la madrugada, había que ponerse de pie y comenzar los ejercicios matinales diciendo: “Viva Santo Olivorio con toda su jerarquía. Ave María que ya amaneció”. El coro contestaba: “que viva”, repitiendo esta expresión varias veces. Después decían: “Olivorio fue al cielo en compañía de Dios para buscar remedios para nosotros todos”. El coro contestaba: “Amén”. “Justo y bendito dijo Dios para el hombre fiel”. “Justo”, contestaban. Cuando despuntaba el alba se formaba lo que ellos denominaban una conrueda, una especie de círculo en el cual se practicaba cierto rito dirigido por el Maestro. Puestos todos de rodillas, besaban la tierra. Eso lo calificaban descender el arenal. Cantaban:

Reunid mi conrueda En esta comarca. En esta comarca. Y en este arenal.

El ceremonial terminaba con un viva la Providencia y una invitación del Maestro al amor libre, diciendo: manto arriba y cayuco en mano.

Se llamaba comarca cualquier sitio aledaño adonde ocasionalmente residía Olivorio. La conrueda se formaba con los vividores de la comarca.

Olivorio cambiaba de residencia con frecuencia. Se mantenía en frecuente movimiento entre lugares previamente elegidos. En todos estos lugares se tenían casitas preparadas para ser ocupadas por sus parciales. Probablemente pasaban de 60. Entre estas casitas había dos reservadas para Santa Clara y la No. 1 , cuyas caricias se ofrecían entre ron y vino a los visitantes de calidad.

Olivorio se movía en un escenario lleno de encantos y bellezas. Todo el Norte del Municipio de San Juan de la Maguana lo privilegió la mano sabia de la naturaleza. Abundantes ríos, fascinantes declives de las montañas, circundantes, pequeños valles de vegetación lujuriosa, bosques de madera preciosa, agricultura pródiga y pujante, ganadería y otros dones que hacen de esta parte del municipio un emporio.

El lugarejo de El Palmar, a la sombra de la infantil credulidad de la gente, se convirtió en foco de corrupción y en peligro inminente para la paz de la región. El pacífico vecindario fue sacudido y metamorfoseado por la nueva religión. Criminales, vagos, delincuentes y fugitivos de la justicia, llegados de distintas partes de la República, se movieron bajo la protección de Olivorio. Era un refugio seguro y sin costo tras el cual acudían todos los que tenían cuentas pendientes con la justicia. Estos sujetos formaron, conjuntamente con otros creyentes o aprovechados, un pequeño ejército bien armado de revólveres y carabinas que, al tratar de salvaguardar los intereses de Olivorio, pecaba, de espaldas a la ley, contra las instituciones nacionales y se constituía en permanente amenaza para la tranquilidad de la región y quizás de la República.

La lenidad de las autoridades de la Provincia, no atribuyendo importancia a lo que ocurría, contribuyó al incremento del olivorismo y a que algunos desalmados trataran de convertirlo en centro de bandidaje y de perturbaciones políticas; pero Olivorio, en honor a la verdad, trató en la iniciación de su movimiento religioso, de vivir en pacífica convivencia con el gobierno. Cuando un grupo de su gente asaltó y pilló al señor Nicolás Bautista, ganadero ubicado en una de las secciones vecinas, repudió el acto y castigó a los ejecutantes. Los alguaciles que en virtud de las funciones de su cargo visitaban la región no encontraban oposición de su parte para que fueran cumplimentadas sus obligaciones judiciales.

Era regla general que tanto los visitantes como los adeptos debían portar un cordón y llegar a la presencia de Olivorio adornados con piedras en la cabeza. Estas piedras, santificadas por la mano de Olivorio, debían ser depositadas en el calvario que existió cerca del lugar donde se celebraban los ritos, como un acto de fe y como la espontánea contribución de los creyentes a la conservación de dicho calvario, el cual está ubicado en el Cerro de San Juan. Al despedirse los visitantes, Olivorio les hacía la señal de la cruz en la frente.


Capítulo VII

Varios meses después de iniciada la ocupación del país por las fuerzas norteamericanas, el Gobierno Militar surgido de este hecho desventurado y cruel para el orgullo dominicano, trató de solucionar el problema que planteaba la montonera olivoriana por medios pacíficos y normales, intimándola a entregar las armas y avenirse a desenvolver sus actividades dentro del orden y la ley. A estos enérgicos requerimientos, Olivorio, mal aconsejado por sus parciales, contestó con arrogancia, asumiendo de inmediato pose de franca rebeldía y de engreído caudillo militar. Tal actitud no podía ser tolerada por el Gobierno Militar, que respondió a ella enviando tropas para liquidar la insurrección.

La persecución de Olivorio y sus secuaces no tenía nada que ver con la doctrina religiosa por ellos sustentada. A los yankees les importaba un comino que Olivorio ejerciera de médico inspirado por poderes divinos, fungiera de Dios y se hiciera adorar por sus prosélitos fanatizados. Lo que no admitían era el grupo armado, quizás suponiendo que podía convertirse en un peligro para las miras ulteriores del Gobierno Militar. Olivorio como doctrina religiosa dejaba frío e insensible a los militares yankees, acostumbrados a considerar con tolerancia humorística las inquietudes confesionales de su inmenso país. La actitud del Gobierno Militar, que no tenía otra mira que destruir la rebelión armada, reflejaba la resolución de dejar liquidada la postura obstinada y perturbadora del orden asumida por Olivorio.

En el mes de marzo de 1917 el Gobierno Militar movilizó fuerzas para controlar la insurrección y triturar el movimiento olivorista comandadas por el Mayor Bears, del ejército norteamericano y el coronel Buenaventura Cabral, Jefe de la Guardia Republicana. Estas tropas estaban integradas por compañías del Ejército de Ocupación y de la Guardia Republicana, teniendo como centro de operaciones la ciudad de San Juan de la Maguana. El mayor Bears se hizo acompañar de los Generales Wenceslao y José del Carmen Ramírez, los cuales más bien figuraban en la partida como rehenes que como combatientes, ya que los jefes norteamericanos se mantuvieron siempre recelosos y precavidos creídos en que la sumisión e indiferencia del pueblo dominicano frente a los infortunados pretextos de la intervención podían ser aparentes o fingidos y que en cualquier momento la tea revolucionaria encendida por manos patriotas tendrían la potestad de inflamar el país y el pueblo empuñar las armas en defensa de sus conculcados derechos y libertades.

Esta vez también Olivorio tomó precauciones. Sabedor de que había el propósito de atacarlo, nuevamente se movió hacia la Cordillera, tomando posiciones defensivas en lugares estratégicos.

El sábado santo del mismo año, por la mañana, las fuerzas destacadas en su persecución hicieron alto en Cercadillo, al pie de los cerros, donde acampaban las tropas de Olivorio, que se suponían pasaban de mil hombres, aunque no todos armados.

El Teniente José Pimentel, de la Guardia Republicana, inició el asalto poco después, trabando reñidos combates de cerro en cerro con el enemigo hasta desalojarlo de sus posiciones. El pleito duró hasta el crepúsculo. Las tropas atacantes perdieron al cabo Cuevas, muerto, y muchos norteamericanos heridos. Las fuerzas del choque del Gobierno fueron las dominicanas, compuestas en su mayoría de sanjuaneros y azuanos, entre los cuales figuraban el cabo Felipe Ciprián, de la P.N.D. . Los olivoristas pelearon con coraje, pero no pudieron resistir el empuje de los atacantes, tropas disciplinadas y bien armadas. Tuvieron muertos, heridos y prisioneros, contándose entre estos últimos Benjamín García y Martín Moreta.

Olivorio, desbandado y perseguido se refugió en el corazón de la Cordillera Central, seguido de gran número de partidarios y contando nuevamente con la ayuda de los simpatizantes tibios que podían darle noticias y municiones de boca, aunque no asistencia militar. Los campamentos fueron una vez más quemados y arrasados; pero a la postre, como en la otra ocasión, solo se logró destruir el asiento material. Olivorio, en el corazón de la Cordillera, seguía dando vida a su religión, siempre visitado por prosélitos fanáticos que no querían rendirse a la evidencia: que el olivorismo era ya una cosa caduca.

Todas las ideas y doctrinas tienen su zénit y su ocaso. El vulgar materialismo que representaba el olivorismo tuvo su zénit cuando la inercia de los gobiernos le permitió libremente el ejercicio de su persecución activa del Gobierno Militar.

Los repetidos Jefes Militares que sirvieron en la plaza de San Juan de la Maguana no le dieron respiro a Olivorio. Tenía que mantenerse en errante peregrinaje buscando seguridad y protección para su persona y sus seguidores en las escarpadas serranías de la Cordillera Central. Continuamente salían destacamentos de la Policía Nacional Dominicana en su persecución, lo que le obligaba a frecuentes abandonos de sus refugios.

El 19 de Mayo del 1922 fuerzas al mando del Capitán Morse, P. N. D., hicieron contacto con las de Olivorio en la Loma de la Cotorra, las cuales, acorraladas, pelearon con vigor, pereciendo Benjamín García, uno de los cabecillas principales y otros entre los que se pudieron identificar a Marcelino Arias, José Adames, Ángel María y Feliciano Valenzuela. En este pleito murieron 23 mujeres, la mayoría beatas rezadores.

Olivorio se escapó una vez más con un grupito de fanáticos. Los menos comprometidos o conservadores se desbandaron entre riscos y hondonadas en busca de seguridad personal.

El 27 de Junio siguiente un destacamento de la Policía Nacional Dominicana al mando del capitán Williams y el Teniente Luna, lo asaltó nuevamente en su Campamento de La Hoya del Infierno, Cordillera adentro por los lados de Bánica. El asalto tuvo lugar en el momento en que se hacían los oficios del culto y se disponían a abandonar en las montañas de Haití o en las de Manabao, del otro lado de la Cordillera. En el cambio de disparos resultaron muertos Olivorio, su hijo Eleuterio Mateo, los veganos Máquina y Pañero, así como otros más de la misma cofradía. Matilde Contreras, una de las barraganas de Olivorio, había muerto en el pleito de la Cotorra. Muy pocos lograron salvarse. Tanto en éste como en el otro asalto, las fuerzas del Gobierno ocuparon dinero, carabinas, revólveres, sables y el espadín que usaba Olivorio.

La deserción de Lalín y Enerio Romero llenó de aprensión a Olivorio. Estos sujetos, bajo pretexto de buscar tabaco, le abandonaron en momentos conflictivos y cuando más necesitaba defensores.

Olivorio al verlos partir dijo a uno de sus hijos: “somos perdidos”. El vaticinio se cumplió.

Su hijo Cecilio, con quien departimos en su residencia de San Juan de la Maguana, nos informó que pocas horas antes de su muerte Olivorio le expresó: “ya llegó la hora”. Midió siete pies diciendo: “eso es lo que se necesita para un muerto”. Luego le agregó: “no dejes camino real por vereda; no preguntes lo que no te importa que cuando la noticia sea vieja la sabrás; no compres espejo que en el espejo de otro te mirarás”.

El cuerpo de Olivorio fue envuelto en yaguas, amarrado con sogas y colocado en parihuelas. En macabra procesión fue trasladado a la ciudad de San Juan de la Maguana y depositado en el parque de recreo, donde se convirtió en ruin espectáculo para muchedumbre de curiosos. La diversión, tonta y zafia, fue vulgar y barata. El cadáver se hizo identificar por personas calificadas y se retrató para conservar las pruebas documentales del deceso. La identificación destruyó la leyenda de su inmortalidad. Los periódicos de la época, entre ellos El Cable de San Juan de la Maguana, publicaron amplias informaciones sobre este importante acontecimiento. La muerte de Olivorio erradicó de una manera definitiva las perturbaciones morales y la intranquilidad pública que por varios años minaron la paz y el orden de una rica porción del Municipio de San Juan de la Maguana. Fue enterrado en el cementerio de esta ciudad.

Por mucho tiempo la fanatizada hermandad olivorista aguardó resignadamente la resurrección de su Dios. “El Señor lo resucitará como Jesús a Lázaro”, decían. Por mucho tiempo no sólo creyó con fe y esperanza en ese improbable hecho, sino que de tiempo en tiempo, sugestionando crédulos, fijaban la fecha para la esperanzada resurrección. Los años amortiguaron la fe y las esperanzas, las cuales, como nieblas de otoño, se esfumaron ante la realidad: el ansiado despertar de Liborio no se efectuó. La carroña se lo comió y lo convirtió en un montón de huesos.

Aunque no lo podemos afirmar de manera definitiva, siempre se dijo que los sujetos Enero y Lalín Romero, del personal íntimo de Olivorio, fueron los judas que actuaron y ayudaron a victimarlo, sirviendo de guía al Teniente Luna, atraídos por una jugosa recompensa. Lalín Romero, que se había presentado voluntariamente al Capitán Williams, para el momento en que ocurre la muerte de Olivorio, servía como Alcalde Pedáneo de la sección de La Maguana. Siempre la venalidad ha sido un pecado de la fragilidad humana.

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