domingo, 19 de julio de 2009

La Expulsión de las Monjas del Hospital Santomé de San Juan

/José Enrique Méndez Díaz

-
Onelio Sánchez lloraba de tristeza, no podía soportar ver como los mismos empleados del Hospital vociferaban e insultaban a las monjas

· Yo las quería mucho, ya que junto a Domingo Cubilete y Angel María, éramos cantores de la Capilla del Hospital, y juntos cada domingo ayudábamos en las misas.
· La madre superiora se llamaba Sor María Micaela, las otras eran Madre Juliana, la cual estaba para entonces muy enferma, Madre Felicia, Madre Sor Pilar, Madre Javiela. Esta ultima se casó luego..eso creo con un cubano.


· Yo bajé a Madre Juliana en la camilla hasta la ambulancia, cuando bajábamos Bienvenido Encarnación, quien era al igual que yo limpiador la insultaba, a la vez que me amenazaba, diciéndome que dejara de llorar, que esta no eran más que unas TERRORISTAS.

- - Me decía: ojalá que vengan los guardias y te encuentren llorando.
Los únicos que estábamos tristes y nos atrevíamos a llorar en el hospital éramos:
Virginia, la esposa de Bienvenido, Domingo Cubilete (limpiador) y Angel Maria Cuello (practicante), quien no soportó ver aquel doloroso momento en que penetraba a la ambulancia...estalló en llanto, se reacotó del vehiculo dando gritos.
Fue cuando escuché esa voz solitaria de Manuel que exclamaba «fuera terroristas del diablo», «buenas vagabundas»
· y la madre superiora tan solo le decía adiós con las manos.
· Esa ambulancia no era del hospital, la enviaron de la capital y vino con dos policías especialmente para conducir a las monjas.

- Era grande y cerrada.
· Todos los médicos del Hospital y las enfermeras estaban tristes e impotentes.
· Ninguno estuvo de acuerdo con este acto, pero setian grima o miedo y prefirieron mantenerse de lejos y callados.

-
Para entonces laboraban en el Hospital:
El Dr, Gatón como director, el Dr. Vidal, el Dr. Felipe Herrera, santos Cruz, Juan Mesa, Livio Peña, Cucurulito, el Dr. Cornelio, el Dr. Ferrera, el Dr. Gálvez, la Dra. Carmen Rijo, el Dr. Carcaño y la Dra. Hilda Paniagua (ella era farmacéutica), además Rolando Puello, que entones era practicante.
Además laboraban en el Hospital Daniel Decena, quien trabajaba en la farmacia, y el policía Grullón.
Grullón estaba muy triste, prefirió trancarse en su cuartito, que estaba al lado de la sala de Cirugía.
· Lo que nunca he podido olvidar fue cuando la madre superiora me extendió la mano desde dentro de la ambulancia y me entregó una cadenita de oro con un crucifijo al momento de decirme.
«ruega por nosotras»
Onelio trabajó en labores de Limpieza del Hospital Santomé, luego denominado Dr. Cabral.

II

Memoria del Asalto, Sobieski de León

-

-
Cuando las turbas llegaron a “La Garita” en el kilómetro “Uno”, alguien regó en el Pueblo: -¡ Están asaltando la casa de Monseñor!.
Todos nos asustamos. El temor a Trujillo imperaba y los calieses eran un solo terror.

-
Tenía tan sólo trece años. En la Capilla “Santísimo Redentor”, iglesia de pobres de la calle “12 de julio”, éramos monaguillos: Máximo, Bienvenido, Rosendo, Justiniano y yo. Dulce María “la cojita” era quien abría la capilla y preparaba todo para el cura oficiante; además, la encargada de repicar la campana. Nosotros con placer le ayudábamos.

-
El Padre Pascual, español cascarrabias fue el primer cura de la Capilla. Tiempo después, Justiniano, que viviría en España, me diría que era hijo de familia rica y era un ALCOHOLICO.
A pesar de todo, Padre Pascual era bueno (ahora me explico por qué en las misas me exigía más y más vino en el copón de oro, en la parte del acto litúrgico que le tocaba beber “la sangre de Cristo”).

-
Después vino Apolinar Pérez Noboa, aquel curita azuano que ordenamos en la Catedral de San Juan y que se quedaría a vivir en el casa de Monseñor Reilly y a trabajar en la “Santísimo Redentor”.
Pobre Apolinar.

- Las mujeres no lo dejaban tranquilo ni un momento. Ni “Coqui”, Ni Tamara ni Vívian. Las mujeres nunca no nos dejarán tranquilos a los hombres. ¡Que bueno que así sea! Eso hace menos aburrida la existencia. Al Padre Apolinar, lo hicieron ahogar los “Hábitos”, y a mí, desviarme de esa planteada aberración de ser cura.
Recuerdo a “Las Altagracianas”, unas “monjas” de mentiritas”. Vivían en casa de Tía Lourdes, al principio de la Capotillo, al lado de Tenguerengue; allí solíamos escuchar a Tito Rodríguez en uno de los mejores aparatos de música de San Juan. Yo me explayaba en mis ensoñaciones románticas inducido por el “quejadito romántico” de Tito.
Un día, mirándome en éxtasis María Teresa la Altagraciana, clavó en mí corazón la daga de su envidia:

- -¡ Que comparón es esta porquería!.
La porquería era yo. Yo era un Quijote a los 13 años, siempre lo fui. En eterno romántico que sería.
Porque fue eso mismo lo que me movió a la casa de Monseñor; exactamente ese mismo romanticismo de Quijote.
De pronto estuve entre las turbas; uno más entre las turbas (pero con otros pensamientos). Me fijaba en la cara de todos los que allí concurrían con palos y piedras en las manos e indecisas en las palabras; tiraron dos tres pedradas a la ventana de la Casa de Monseñor.
La sorpresa; del fondo de el casa y emergiendo por la marquesina, salió Monseñor Reilly, acompañado de dos otros curas. La turba se inhibió. Monseñor tenía el rostro descompuesto de ira, y unos cojones más grande que su catedral San Juan Bautista.
La turba no esperaba algo así y no supo cómo reaccionar; Monseñor había decidido ir a pié hacia la catedral marchando por toda la avenida “Presidente Trujillo” (Avenida Independencia), parecía un nuevo vía crucis con un nuevo Cristo pero dispuesto a no dejarse crucificar. Lo favorecía una cosa: Era ciudadano norteamericano y estos plebeyos entre los cuales habían cueros del “Nuevo Amanecer” de “Pobre” y de “Los Perros”, intuían que su Imperio lo protegía.
Cuando Monseñor avanzó unos cincuenta pasos, alguien ordenó asaltar la Casa. ¡Que horda de bárbaros! Hombres y mujeres entraron y salían con lo primero que se pegaba en las manos: Utensilios de cocina, ropa, instrumentos diversos, piezas mecánicas, rueda de vehículo, aparato de recortar césped.
Un muchacho salió con un Copón de Oro; aquel cáliz me era familiar pues lo veía y echaba vino todos los domingos y días de guardar en las misas.
No se de donde saqué coraje y valentía. Lo cierto es que me abalancé sobre aquel ladronzuelo y le arrebaté el “copón de oro”. Pasmado de espanto ni se atrevió a ripostarme. Tal vez pensó que yo era otro ladrón.
Mi madre se asombró al verme con aquella cosa sagrada y de oro en la mano. ¡lo recuperé para la iglesia! Le dije. Cuando la marea pasó, unos días después, con mucha discreción, entregué la reliquia a Las Altagracianas. Entonces era, un soldado de Cristo y de la Iglesia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario