domingo, 9 de enero de 2011

Ñango es un macuto viejo




Autor: E. O. Garrido Puello

Mi amigo Luis, espíritu curioso y calmo, mordaz y zorruno, figuraba entre los jóvenes adscritos a la revolución de 1912 y años subsiguientes. También otro joven de nombre Carlos era del grupo, compuesto casi en su totalidad de muchachos de las mejores familias de las regiones del Sur. Carlos, por lo contrario, era de carácter vivo, jactancioso y medio petulante.

Siempre hablaba de su valía en su pueblo natal. Su prestigio allí era tal, según expresaba continua y orgullosamente, que bastaba verlo para que todo se resolviera con la mayor facilidad. Esa era su cantinela diaria, en un intermitente revolver de tradición y prosapia.

Luis oía y callaba con afectada indiferencia.

Pasaron semanas y meses. Un buen día el Comisionado Especial del Sur es invitado a la Capital y le envían el Crucero Independencia para su traslado. Entre los jóvenes del grupo que debían acompañarlo incluyó a Luis y Carlos. El itinerario del viaje incluía el pueblo natal de éste, donde el Comisionado iba a celebrar algunas conferencias políticas de carácter urgente y de importancia máxima para la organización del Partido.

Los más íntimos de Carlos, llenos de vitalidad juvenil, rebosaron de contento con la noticia y se agarraron de su amistad como de un áncora de salvación, prometiéndose momentos deliciosos en la tierra natal del amigo. La ilusión los inflamó y la edad y los peligros acabaron de formarles conciencia de fiesta: bebida, baile, muchachas… Carlos sería para ellos como el ábrete sésamo de los cuentos árabes. Pero para amargo infortunio de los amigos de Carlos, sus palabras y promesas, su tradición y su prosapia, no pasaron de simple y vana palabrería de engreída mocedad. Él fue, como sus acompañantes, uno del montón, desapercibido e ignorado.

Los amigos tragaron la cruel desilusión con irónica y estoica indiferencia. Llegados a la Capital, Carlos se olvidó del desairado papel que desempeñó en su pueblo y volvió a alardear de su prestigio y de su valer. Luis oía, callaba y una que otra vez lo miraba con malicia. Pero tanto alborotó y pregonó Carlos su importancia, que una mañana, mientras estaban sentados a la mesa, Luis se levantó repentinamente y dirigiéndose al jactancioso, le dijo:

—Carlos, no hables tanta basura. Tú en tu pueblo no eres nadie. Si tanto prestigio tienes allí, ¿en qué lo usaste para beneficio tuyo y de tus compañeros cuando estuvimos en tu pueblo?

Además, a una persona que en su pueblo le dicen Ñango tiene que ser un insignificante, pues ñango es un macuto viejo y un macuto viejo es desperdicio de basurero.

Carlos se enfurece, se arma y quiere pelear; pero Luis se sonríe despreciativamente, le da la espalda y haciendo un movimiento con los hombros, repite:

—Ñango es un macuto viejo y un macuto viejo es desperdicio de basurero.

Los amigos ignoraban el mote con que era conocido Carlos en su pueblo.

La repentina salida de Luis los hizo reír y bromear, aflojándose de esa manera la tensión del momento.

Y como siempre, Carlos continuó ofreciendo a sus íntimos su alardeada importancia, fantaseando sobre sus pretendidos prestigios en su pueblo natal.


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