Sobieski De
León
Cuando
los Beatles revolucionaron el mundo los muchachos del barrio éramos
monaguillos. Nuestras madres y la “otra”, la Santa Madre Iglesia Católica
Apostólica y Romana, nos enseñaron que la Semana Santa era algo sagrado que
había que respetar y
guardar. Bulla, no se podía hacer porque el Señor había muerto luego de haber
sido hecho prisionero por el Imperio Romano, juzgado, torturado y crucificado.
Tampoco se podía martillar ni clavar, aunque a los doce años de edad teníamos
una vocación de carpintero hasta en Semana Santa que nuestra madre criticaba,
reflejo de la imagen que nos enseñaron del humilde José, el padre de Jesús
(después me daría cuenta que en realidad Jesús tenía otro padre, que José no
era su verdadero padre y esto me traía mucha confusión en mi cabeza de niño).
No
se podía pelear con los amigos ni mucho menos ir al río con ellos a espalda de
nuestros padres y no sólo porque podíamos ahogarnos (a esa edad no sabíamos
nadar) sino porque era un sitio habitual no sólo de pescado sino de pecado. En
el río, siempre había muchos “cueros” (*) que se bañaban como Dios las había traído al mundo y a nosotros,
adolescentes en crecimiento, nos podía perturbar el cuerpo desnudo de los
cueros e inducirnos a pecar. Pero nos fascinaba lo prohibido sobre todo la
desnudez del cuerpo de una mujer y nos extasiábamos en la contemplación de los
vellos que poseían en su Monte de Venus; ah, pero los pechos de las mujeres,
eso sí que nos atraía y siempre nos
deleitaba.
En Semana Santa, tampoco podíamos masturbarnos, cosa que nos era
sugerida en un lenguaje que siempre entendíamos, además, ya lo habíamos
descubierto en nuestros cuerpos. Lo que era un pecado venial, en esta fecha se
transformaba en pecado mortal y nos iríamos derechitos para el infierno. Todo
era represión, prohibiciones religiosas, tor-mentos irresistibles en los
infernales días de nuestra adolescencia si transgredíamos lo que dictaba el
catecismo de la Iglesia y las inefables
leyes de los curas; desobedecer era peligroso bajo forma de castigos
inimaginables.
Ayuntar, es decir, cohabitar, yacer, cogerse a una mujer, no se podía;
quien osara tener sexo quedaría irremisiblemente convertido en pez, o se
quedaría pegado para siempre como ocurría ocasionalmente en los perros, o
moriríamos en el acto. Crecimos con esto en nuestra mente, en nuestra alma. Desde
entonces, yo hice un pacto conmigo mismo, con los curas, mi Iglesia, sus
enseñanzas y sus creencias.
Cuando llegué a la casa, ya Eugenia me esperaba. “Desnúdate, me dijo, quiero
hacer el amor contigo hoy Viernes Santo”. Eugenia, era una muchacha medio loca
(al menos, eso solían decir sus amigas), pero no era verdad, eso sí, era una
muchacha extraordinariamente inteligente hija de un militar que se encargaba
de la seguridad de la ruta que seguiría el Presidente todos los días hasta
llegar al Palacio. Esto a mí me impresionaba mucho. Estaba por encima de su
medio cultural, leía mucho y asimilaba lo que leía y no tenía trabas mentales;
los prejuicios se hacían añicos en su epidermis como burbujas de jabón; ella era
diferente, no tenía miedo de nada ni de nadie y militaba en las filas del
incipiente “Feminismo” del país, sobre todo en la universidad, siendo activista
de la Revista “Pezones” que ella misma distribuía. Era blanca, muy blanca, tan
blanca que a veces rayaba en una palidez
que contrastaba con su pelo de una negrura intensa y hermosa que le
infundía vida y que mantenía recortado a lo macho. Sus senos eran dignos del
Cantar de los Cantares. Oh, que sensual y frutal visión era la contemplación de
sus senos, tan electrizante como el rayo que fulmina.
Cuando Eugenia me abrazó sentí que no llevaba “brasier”; en realidad a
ella no le gustaba usar brasier (ni tampoco los necesitaba). Sus pechos era la
memoria más esplendorosa del mundo que había podido grabarse en mi alma. ¡Que
hermosos eran sus pechos veinteañeros! Tan pronto llegué me los ofreció como se
ofrecen dos racimos de uva, bebiendo con ansiedad de su ambrosía pero sin
maltratar aquellas delicadas frutas.
“Quiero hacerlo en el sofá”, me rogó. Y lo hicimos en el sofá. Ella
adoptó una postura tan voluptuosa que con sólo mirarla llegué al clímax.
Después nos tiramos al piso de la sala en una segunda vez; queríamos sentirnos
como dos animales rastreros y libres.
Una de sus fantasías había sido probar “en una esquina de la cama de
la habitación de su amiga” contigua a la suya.
Ella describió el procedimiento y funcionó. Fue el tercer logro del día.
Agotada su fantasía fuimos a la cocina a prepararnos algo de comer
obsequiándome con sándwiches y jugo. Eugenia era exquisitamente atenta y
solícita conmigo; andábamos por la casa como recién clonados del paraíso
terrenal y ninguno de los dos sentía ningún tipo de vergüenza con el otro;
parecía realmente como si ambos hubiéramos sido concebidos sin mancha de pecado
original.
Nuestro cuarto ayuntamiento fue en el baño a sugerencia mía en un
intento de no quedarme atrás ante la inventiva y creatividad de ella. La
fantasía del agua me envolvía. Una vez lo había experimentado en Playa
Guayacanes y fue riquísimo. Pero bajo una ducha, aún permanecía como sueño de
adolescencia, como una fantasía virgen inexplorada. Chorreándome las gotas de
agua y deslizándose las manos de Eugenia por mi cuerpo (que todo lo podían),
aquello era el sumun de la delicia terrenal. Yo era un Adán clonado y Eva
estaba conmigo; el original había estado en la Mesopotamia, allí estaba su
paraíso entre los ríos Tigres y Éufrates, entre Iraq e Irán, entre las dulces
piernas de Eva, resumen de la dicha del Hombre; allí todo placer era posible y
permitido, todo, excepto el placer de probar del fruto prohibido, del fruto del
árbol del bien y del mal que pendía irresistible como si se tratara del Árbol
de la Sabiduría. Eva misma era ese árbol y su fruto pendía en el mismo trayecto
que iba desde su redondo ombligo justo hasta donde nace la vida. Eugenia era mi
Eva.
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