Muchas personas que me creen bien enterado de las cosas de mi tierra, me han cuestionado sobre el nombre que lleva una de las secciones de San Juan: me refiero a Las Charcas de María Nova.
Mi tío Rosendo Prevost, que murió nonagenario y que hasta el fin de sus días mantuvo incólume la memoria, me refirió muchas veces el origen de ese nombre. Mi tío era buen conocedor de todas las tradiciones de la familia, debido a su cultura, bastante buena para su época.
La familia De los Santos guardó, hasta muy entrado el siglo pasado, el empaque de su señorío español. Blancos sonrosados, pelo castaño tirando a rubio, buen tamaño, constitución fuerte, eran muy apegados a su raza y para conservarla tenían muy estrictas reglas: todo miembro de la familia que se uniera a una persona de color perdía el apellido.
Todavía en Punta Caña, a pesar del tiempo terco, como diría el divino Rubén, se encuentran ejemplares puros.
María de los Santos, que era una gallarda moza, rompiendo la tradición, quiso casarse con un joven de apellido Nova, de sangre no muy limpia. Los padres la llamaron a la razón; pero como mantuviera obstinadamente su propósito, se le dio el consentimiento a base de perder el apellido.
La familia De los Santos fue siempre de costumbres patriarcales y muy apegada a los suyos. De ahí que los viejos resolvieran donar a la rebelde enamorada el Hato de las Charcas. Efectuado el matrimonio, María adoptó el apellido de su esposo y en lo adelante se la conoció como María de Nova. Como el matrimonio se trasladó a su Hato, donde fijó residencia, la repetición de la gente diciendo que iban para el Hato de las Charcas de María de Nova, confirmó la nominación y ésta se mantuvo cuando el antiguo hato se convirtió en el actual caserío.
Ya que estoy hablando de la familia De los Santos, voy a referirme a otra de sus tradiciones.
Cuando la invasión de Dessalines, acosados por la ola bárbara, muchas familias pudientes de San Juan buscaron refugio en el Este. El viejo De los Santos, antes de la partida, enterró en uno de sus hatos principales, el del Batey, dos cargas de onzas, conservando el más riguroso secreto del lugar donde hizo el depósito. Ya en El Seibo, donde fijó provisionalmente su residencia, enfermó de gravedad. Su único hijo, Francisco de los Santos, Capitán de Milicias, estaba ausente cumpliendo sus obligaciones militares por la frontera. Un esclavo fue remitido en su busca, a pie, como convenía a su condición. Los caminos coloniales eran las antiguas trillas indígenas y el medio de moverse el caballo o la mula. De ahí que entre la llamada y la llegada del Capitán De los Santos transcurriera tanto tiempo que no le fue posible al amoroso hijo recibir las bendiciones del padre moribundo. El secreto que guardaba el viejo para e hijo ausente fue confiado a la nodriza.
Y como las calamidades se reúnen para abatir los espíritus fuertes, también la nodriza, mortalmente enferma, estaba en las últimas y sin habla al regreso del Capitán De los Santos.
Murió sin poder revelar el secreto que guardaba para el mito.
Las dos tumbas, la del amo y la de la nodriza esclava, guardan el secreto de las dos cargas de onzas enterradas en el Batey. Nadie dio ni ha dado con ellas. La tierra las esconde, avara y amorosamente.
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