Don Carías Lavandier, Foto suministrada por Saladino Figuereo a Identidad sanjuanera |
Don Plito ocupó su lugar con aire marcial. Frente a él estaba la banda completa, perfectamente formada en el medio de la calle en tres filas de seis en fondo, y tan perfectamente uniformada como lo permitían sus gastados atuendos caquis.
Mientras sacaba su batuta, los miró con detenimiento y autoridad, tratando de transmitirles el orgullo que sentía de ser su director y el sentimiento que debían imprimir a su interpretación.Alzó los brazos – la batuta en la mano derecha – y miró a sus músicos directamente a los ojos – uno por uno – una vez más. Don Plito hizo un ademán enérgico y la banda atacó con decisión la Marcha Triunfal de Aida. Don Plito permitió que tocaran unos cuantos compases de la pieza sin moverse de aquel lugar de la calle para que entraran en calor.
Cuando lo consideró oportuno, dio media vuelta y – sin dejar de marcar el compás – comenzó también a marcar el paso. Como un solo músico, la banda lo siguió.
Voilá. Ahí estaban. Bajo la firme dirección de Don Francisco Carías y Lavandier – Plito, para los amigos – la Banda Municipal de Música de San Juan de la Maguana acudía marchando a paso lento y solemne a la cita que cada jueves de verano tenía con la comunidad a la cual servía. Lugar de la cita: glorieta del Parque San Juan. Hora de la cita: ocho en punto de la noche. Motivo de la cita: ambientación de las fiestas patronales del pueblo correspondientes al año del Señor de 1948.
Un corrillo de muchachos persiguió a la banda hasta su lugar en el centro del parque, moviéndose al ritmo de la música e imitando a los músicos en sus gestos. Camuflajeados dentro de la muchachada, iban Monchín y su grupete, marchando con estudiada inocencia, observando y callando.
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Si la Banda Municipal de Música significaba algo especial para los habitantes de San Juan, para Monchín y sus primos – un puñado de chavales entre los ocho y los doce años – la banda era algo especialmente especial.
La razón para ello era que los jovenzuelos presenciaban regularmente los ensayos de la banda, circunstancia ésta que era cortesía de Doña Atala, tía categórica e inapelable de todos y cada uno de los integrantes de aquella pandilla. Como la buena maestra que era, la Tía Atala hacía valer su condición de propietaria de la vieja casa de madera y zinc que servía de sala de ensayos a la banda, para que el director permitiera a sus sobrinos complementar su educación con una dosis obligatoria – y en vivo y en directo – de apreciación musical.
Así, tres noches a la semana los primos peregrinaban hasta la desvencijada casa verde ubicada en el centro del pueblo, donde hacían de testigos silentes de cómo aquellos humildes trabajadores de la música – dirigidos con mano férrea por Don Plito, músico de fuste quien además dirigía la orquesta del Hotel Maguana – construían gradualmente el repertorio de actos oficiales, procesiones, desfiles y retretas. Y así aprendieron los primos a distinguir los diversos instrumentos y a valorar su utilidad dependiendo de la pieza musical en la que interviniesen.
Entre atriles y papel pautado, además de cumplir el objetivo educativo trazado por la Tía Atala, los mozalbetes acumularon una buena cantidad de vivencias memorables. Incluso, hicieron costumbre de ir a la casa verde en momentos en los que no había ensayo. La casa era tan vieja y estaba tan decrépita, que no resultaba difícil desmontar las aldabas desde afuera y entrar al único espacio de la casa en el que podían caber los dieciocho músicos de la banda.
Ahí adentro, los primos se daban el lujo de jugar a ser ellos la banda de música, aprovechando que muchos de los instrumentos permanecían en la casa. En efecto, sólo los intérpretes de los instrumentos más pequeños – como la corneta, la trompeta, la flauta o el euphonium – cargaban con ellos en estuches de vinil negro. El resto quedaba en la casa, si bien los músicos solían llevarse las boquillas enroscables de los instrumentos de viento.
Un día de verano que entraron a la casa a corretear entre xilófonos, bombardinos y trombones, Monchín reparó en que la tuba estaba completa, incluyendo la boquilla. Los muchachos tomaron turnos para intentar, sin éxito, hacer sonar el enorme instrumento. El aburrido cansancio que consiguieron con esos intentos los hizo apreciar más el talento de Yipe, el tubista de la banda, un mulato espigado y de labios generosos que le sacaba al instrumento un sonido dulzón y lastimero.
Y fue ese mismo aburrido cansancio el que permitió que la picardía se mezclara con la creatividad, y que decidieran untarle ají caribe a la boquilla de Yipe la víspera de aquel jueves de junio, día de retreta por patronales.
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Don Plito guió la banda hasta el parque, donde ya estaba medio pueblo sentado en los bancos y el otro medio paseando perezosamente alrededor de la glorieta. Cuando la banda llegó al borde de la glorieta, Don Plito se detuvo y se volteó para dirigir los últimos compases de la marcha. Hizo una seña con la mano derecha, uniendo el índice y el pulgar formando un círculo, indicando que llegaba el gran finale. La banda terminó con gran acoplamiento y de inmediato, antes de que el públicodisperso por el parque tuviera oportunidad de aplaudir, Don Plito marcó el inicio del himno nacional, el cual la banda atacó como si fuera la mismísima Banda Presidencial.
Desde media distancia, Monchín y sus secuaces observaban con detenimiento al tubista. Cuando, al acabar el himno, Don Plito le indicó a la banda que ocuparan las sillas metálicas dentro de la glorieta, los muchachos se comieron a Yipe con los ojos, tratando de adivinar alguna reacción a la untadura de la boquilla.
No pudieron detectar ninguna. La retreta comenzó oficialmente con la interpretación de un aria de “Cavalleria Rusticana”. Monchín y su grupo no le despegaban los ojos a Yipe. El tubista tocaba ensimismado: Pompom- pom; popopopom-pom-pom. En cada pausa, Yipe humedecía sus labios con la lengua y recogía sin querer el picante. Los tigueritos, amontonados en un banco de granito sin respaldo, estiraban sus cocotes para detectar el mínimo efecto. A mitad de la pieza, Yipe comenzó a hacer pucheros cada vez que separaba sus labios de la boquilla. A partir de ese momento, la hinchazón no se hizo esperar más.
Los muchachos empezaron a darse codazos en su banco. Y mientras Yipe se tocaba la boca tratando de entender lo que pasaba, Monchín se tapaba la suya para acallar su risa. Yipe logró terminar el aria con trabajo, y Monchín logró, también con trabajo, llegar al final sin estallar en carcajadas.
La segunda pieza, la danza dominicana Onaney, era todo un reto para Yipe en condiciones normales, pues a su instrumento le tocaba guiar al bombardino en un complicado contrapunto. Con el ardor y la inflamación que tenía en ambos labios, la interpretación sería una proeza. A duras penas – no sin sudar copiosamente – Yipe consiguió un resultado aceptable que Don Plito aprobó tibiamente.
El programa continuó con el vals “Dulce Recuerdo” de Julio Alberto Hernández, pero ya Yipe estaba que no aguantaba la boca. Sólo Don Plito y los primos sentados en el banco de granito – quienes, a fuerza de asistir a los ensayos, conocían muy bien el verdadero sonido de la banda – notaron que la tuba no estaba sonando como debía.
Para la siguiente pieza, un vals de Strauss – “Cuentos de los Bosques de Viena”, que era uno de los favoritos de las damas de San Juan – la boca de Yipe ya tenía el tamaño y el color de un cajuil maduro y la tuba de Yipe casi no sonaba; y cuando sonaba – las pocas veces que lograba pegar los labios en la boquilla – lo hacía como la bocina destemplada de un camión. Desde el podio, Don Plito, tratando de mantener la compostura, fulminaba a Yipe con la mirada.
Antes de la mitad de la pieza, sucedió lo impensable. Yipe, con el uniforme empapado de un sudor pegajoso, se rindió y dejó de tocar. Coja, sin la base que proveía la tuba, la banda terminó precariamente el vals. En el banco, los muchachos observaban y, con suma dificultad, se comían la risa.
Entre pieza y pieza, Yipe le explicó rápidamente a Don Plito la situación. El director comprendió y de inmediato hizo algunos ajustes para continuar la retreta, haciendo que uno de los redoblantes supliera los acentos rítmicos que le tocaban a la tuba. El pobre Yipe no esperó el final de la retreta y desapareció discretamente, de seguro para buscar algún remedio casero que contuviera el ardor y la hinchazón.
Mientras los muchachos seguían acechando y riéndose por lo bajo, alguien – en silencio y desde un banco no muy lejano – acechaba a los acechadores. Era, ni más ni menos, la Tía Atala vigilando a sus pichones. Hacia el final de la retreta – que finalizó con un Compadre Pedro Juan bastante ajustadito a pesar de la ausencia de la tuba – la tía se levantó de su banco y se fue para su casa sin dar señales de haber entendido los pormenores del pequeño drama que se vivió en la glorieta del parque aquella noche.
***
Al día siguiente, como cada viernes de verano, la recua de primos llegó a la casa de la Tía Atala para desayunar. La Tía Atala – a quien le encantaba dar de comer a sus sobrinos – los recibió como siempre, con besos y abrazos. Los sentó a la mesa, donde ya estaban servidas generosas porciones de mangú sazonado con sebo de chivo, cebollín y naranja agria. La tía se sentó a la cabecera de la mesa, dirigió una corta oración y comenzó a comer.
Monchín, sentado a la derecha de la tía, le marchó al mangú con sobradas ganas. Tan pronto lo probó, sintió un latigazo en los labios que le sacó lágrimas. Tuvo el reflejo de quejarse. – ¡Tía Atala, este mangú está picaaann…! – empezó a decir, dejando la frase en el aire, incompleta como una banda de música sin tuba, cortado en seco por una mirada admonitoria de su tía. Monchín comprendió que, de alguna manera, la Tía Atala lo sabía todo.
– Platos limpios, jovencitos – ordenó cariñosamente la Tía Atala. Todos en la mesa entendieron, sin dejarse confundir por la suavidad de la tía, que no tenían escapatoria. Un doloroso silencio arropó a los muchachos. Sin importar el costo, limpios quedarían los platos.
No me caben dudas de que Yipe, el humilde tubista de la Banda Municipal de Música de San Juan, recordaría hasta el fin de sus días la inmerecida broma pesaba que le jugaron esa noche de junio.Ciudad Corazón http://www.ciudadcorazon.com.do/index.php?option=com_magazine&Itemid=1 | |
Jose Abigail Cruz Infante Aunque no se señalas el autor, este relato es de mucho impacto pueblerino, pues destaca una actividad que gozaba de gran aceptación en la población. Un recuerdo memorable de una estampa imborrable. Huayna Jim Don Carías Lavandier, su esposa, y su hija Doña Irma Carías, excelente entertainer dominicana, hermana de Guillo Carías, uno de los mejores trompetistas que ha dado este país, y madre de Erick Ramos, para mí el mejor ingeniero de sonido de la RD. Qué dinastía! Huayna Jim Miren el hermoso trabajo en madera típico de las casas sanjuaneras. Me remontó a la casa de mi abuelo, Dante Ronzino, a las temporadas de verano y navidad que pasaba en ella. Es una bella foto. Gracias por compartirla! Saidyn Matos hay santisimo cuantos años SALADINO FIGUEREO, ja ja ja eso me recuerda mi bella niñez en S.J.M Luis De los Santos Sin querer pecar de mas sabichoso de la cuenta, el apodo de don carias era CLITO, al menos asi lo llababa doña Beba. |
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