Gastón Fernando Deligne
[1] A Federico García Godoy
A occidente las palomas en bandadas pasan ya, como heraldos veraniegos de la aurora tropical.
Remontadas, en la calma de la etérea soledad, sus menudas manchas negras tonifican la vivaz explosión de azul de leche que decora cielo y mar.
[1] A Federico García Godoy
A occidente las palomas en bandadas pasan ya, como heraldos veraniegos de la aurora tropical.
Remontadas, en la calma de la etérea soledad, sus menudas manchas negras tonifican la vivaz explosión de azul de leche que decora cielo y mar.
Y en la urbe consagrada a Domingo de Guzmán, las cofrades del Bautista -bellas magas de hora tal- a cumplir tradicionales ceremonias, leves van.
Sol oblicuo, del naciente se complace en alfombrar con tapices de oro mate su sendero matinal.
Y dejando atrás los muros de la histórica ciudad, y atrechando buen espacio de un camino vecinal;
aunque consta que en su día muy dormido está San Juan, evocarle es necesario con la copla de ritual:
-Desde el higüerito hasta el naranjal, buscando venimos al señor San Juan.
Ni él parece, ni responde; y sin él, se traen de allá varas húmedas de higüero y puchitas de azahar.
Y ora empieza la femínea, inocente bacanal; las maracas, como tirsos, como foro, la amistad;
un instante volandero como puente del cantar, y una danza, como aéreo don a la hospitalidad.
Son las mozas más garridas; el encanto y calidad de la urbe melancólica y del sueño colonial.
De refajo todas ellas, sirve en grande a denunciar la pureza de unas curvas tentadoras por demás.
Que descienden ondulando, pero que solivia audaz de la breve zapatilla el muy corto valladar.
Entre el seno erecto y combo y el ambiente, sólo hay el encaje y la blancura perfumada del holán.
Y anudado a la garganta el finísimo foulard; con tal garbo, que del nudo forma un pétalo floral.
En el par de trenzas luengas, una rosa a cada par, rosas blancas, rosas rojas, vivas, más que en el rosal.
Hechas a las asperezas del librillo de rezar, o a la cuenta de las cuentas del rosario vesperal;
son sus manos -afiladas y carnosas además- como flores de molicie, de afelpada suavidad.
Cuando no en la luz serena y silente del hogar, a la lumbre tamizada de la amplia catedral,
son los rayos de sus ojos la reversibilidad de los lampos que se sorbe el policromo vitral.
No turbada por pasiones de rabioso tumultuar, es su risa la sonrisa de la Inefabilidad.
Y aunque junte lo devoto, su tibieza a lo sexual; tiene formas opulentas su virgínea castidad.
De ellas no hablará la Historia; pues no son ni lo serán, ambulante articulado de algún código penal.
Son perfume: ¡y ya se sabe! después de aromatizar, el perfume se disuelve como un bólido fugaz.
Y las dulces sanjuaneras, peregrinas de un ritual, bravamente peregrinan con su danza y su cantar;
y tan sólo tocan treguas cuando sube el astro a la coruscante apoteosis de la pompa cenital.
(1907)
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