Por Rafael Pineda
El 14 de setiembre se conmemora cada año el
aniversario del nacimiento del narrador, poeta y dramaturgo uruguayo Mario
Benedetti (1920- 2009), considerado uno de los autores más punzantes del siglo
veinte.
Autor de una obra fuerte, voluminosa e influyente. Poemas
de la Oficina,
la novela en verso El Cumpleaños de Juan Ángel,
la obra de teatro Pedro y El Capitán, los ensayos Letras de Emergencia (sobre el compromiso de los intelectuales en
la sociedad), y los cuentos y poemas divulgados en la revista Casa de las Américas,
fueron las primeras publicaciones que leí, de las emanadas desde su laureada
fuente creadora.
Recuerdo que una de sus ficciones la releì incontables
veces en compañía de amigos con quienes compartía en mi pueblo natal el gusto
por la lectura: el cuento Relevo de pruebas.
Luego de una prolongada enfermedad el 17 de mayo de 2009
aconteció el infausto suceso de su muerte. Estuve en el velatorio en el Palacio
Legislativo y al día siguiente acompañé el funeral, muy cerca de Eduardo Galeano, el autor de Relatos
de amor y de Guerra (premio «Casa de
las Américas») y de Las Venas Abiertas de
América Latina. Estuve allí entrelazando las manos con miles de
uruguayos, caminando hacia el cementerio central donde escucharía la oración
fúnebre pronunciada por Daniel Viglietti.
Compartiendo el dolor que se siente cuando se despide a uno de los
grandes hombres del siglo XX. En el trayecto al cementerio, vi a las
mujeres uruguayas acercarse al cortejo fúnebre y depositar claveles rojos, blancos y
amarillos sobre el ataúd.
Entrevistando a Eduardo Galeano, un periodista le dijo:
«Parece mentira que usted que es un maestro de la palabra, no tenga la palabra
para despedir al poeta». Y él respondió con una frase que será inmortal: «Mi
amigo era de inflación palabraria, no monetaria, y yo creo que el dolor se dice
callando», luego agregó: «Benditos sean los hombres y mujeres generosos y
honestos como él»
En verdad, todo parece mentira. Cuando escuché la
despedida que le hacía la entonces Ministra de Educación y Cultura, María Simon,
trazando con palabras plañideras el dolor de tener que decirle adiós a un ser entrañable que no se va, que persiste
en quedarse, que va a estar para siempre en el corazón del pueblo, enseñando, a
través de sus libros, a los latinoamericanos (no sólo a los uruguayos, porque
Benedetti le pertenece a todos nuestros
países) a defender la alegría.
Cuando escuché
las palabras de aquella ministra delicada, describiendo lo que Mario Benedetti había hecho por la vida, pensé que todo aquello no era
realidad, sino una mentira piadosa o una jugada de un inventor de
ficciones. Pero era verdad que estábamos
allí despidiendo a un gran hombre. Y una vez más me concentré en el discurso. Ella,
con sus palabras, estaba dibujando la figura de un gigante: «Fiel,
consecuente, coherente, en la época dura del exilio y en el desexilio. El amor
de su pueblo es el honor más grande que se le puede dar a una persona pública».
Después leí en
el diario lo que Eduardo Galeano dijo cuando al fin le salieron las palabras
porque en el entierro no dijo nada, se mantuvo sereno, con la vista fija en ese punto infinito donde moraría para siempre
el amigo.
En los países
de la América
hispana lloramos la desaparición física de Mario Benedetti, y en la Republica Dominicana,
uno de sus admiradores más conspicuos, el poeta Miguel Collado, lo despidió con
estos versos:
Te
agradecemos el fuego de tu palabra justiciera,
Incluso
el cumpleaños de Juan Ángel
En
primavera, con una esquina rota en la alegría,
Con
geografías invadidas por la soledad de Babel,
Bebiéndonos
un borroso café,
Subidos
en andamios desteñidos.
En
la víspera indeleble de tu partida,
Sólo
mientras tanto,
Te
queremos cantar tus poemas de la oficina,
Tus
poemas del hoy por hoy,
Hacer
un inventario de tus amigos tristes,
Sin
perder la noción de patria que te animaba.
En Montevideo caminé muchas veces junto al novelista Diógenes Valdez por la vereda del Restaurante San Rafael, en
calle San José y Zelmar Miquelini, y me decía Diógenes: «Mira, aquí viene todos
los días Mario Benedetti a comer».
Ahora, sentado
en el mismo restaurante, en la misma silla que tantas veces ocupó, estoy
leyendo la dedicatoria del mozo que lo atendía en la mesa número seis, donde
colocó una fotografía y un cartelito que dice:
«Aquí se sentaba Mario Benedetti».
En este aniversario
noventa y uno, parafraseando a Galeano, yo le agrego a esa nota: poeta
de inflación palabraria, generoso y honesto.
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