Fueron Jurado: Rafael García Romero, Bruno Rosario Candelier y Soledad Álvarez.
La Última
Cacería de Andrés Heyaime Caamaño. (Cuento)
El
majestuoso laurel de la esquina, hermoso, verde y frondoso, a diario me
acompaña en las bienvenidas a las mañanas y en el gozar de las madrugadas
tardías que con sus penumbras matutinas y neblinosas inspiraban un estatismo
observante debajo del manto vegetal de su follaje. Tenues neblinas como ropaje
de blanco tul daban la magia característica de las mañanitas de San Juan, don de exclusiva pertenecía de mi pueblo.
Nuestro
pueblo es un capricho de la naturaleza, donde el sol sale después de amanecer, siendo
como si hubiera diariamente dos amaneceres en él. Una galante montaña situada
en el exacto lugar por donde debe asomar el sol, contrariamente le oculta en
las mañanas de mi pueblo y en cambio nos regala la proyección de su sombra que
ampliamente arropa toda la ciudad. Entonces, aunque haya amanecido no es hasta
cuando el sol supera esa montaña en que se siente el inicio cálido de su
presencia en el día, y hasta entonces permanecen las densas neblinas abrazando
nuestras mañanitas de San Juan, cual crisálidas etéreas y temerosas de luz,
para luego disolverse a golpes de sol escondiéndose en las yerbas y árboles,
dejando en su atropellante huida un rastro de humedad sobre el ambiente y las
caras frías de los transeúntes. Sólo en invierno cambian su rutina las mañitas
de San Juan, pues las neblinas se hacen tan densas que a veces hasta levantando
el sol por más tiempo, permanecen en rebelde disposición para extender su labor
de orlar los amaneceres de mi pueblo.
El sol se
alegraba con translucida fulgurencia cuando recorría parte de la mañana
arropado de neblinas, hasta que éstas cansadas y acaloradas decidían esconderse
como de costumbre, pero más tardío, sin antes llevarse la corona opaca
transparencia y nítoda belleza que le prestaba al sol con su presencia. Perdía
pues algo de majestuosidad el sl con la huida de las neblinas mañaneras,
Fue en
una mañana de pleno invierno en que abordamos el viejo "jeep Willys"
de mi padre para emprender la marcha. Desde la noche anterior se planificó el
viaje con fines de cacería en las montañas, y como cada vez rebosaba de
entusiasmo, pues estas aventuras significaban para mí un pleno y absoluto
escape del afán cotidiano y hasta del roce humano común, !No imaginé nunca qué
tan fuera de lo común sería este viaje!.
Fríamente
sudado el cañón de mi escopeta, cortaba la densa neblina del pueblo al paso del
viejo jeep; tal parecía que esta densa neblina que se continuaba en toda la
serpentina asfáltica y ulcerada de la carretera a Vallejuelo presagiaba como
sería el día que nos nació sobre el vehículo montero.
Acariciaba
el cañón de mi "Brownie 16 Auto", queriendo enjugarle el frío
sudor que transpiraba en su gélido trabajo de cortar la espesa niebla mañanera.
Al entrar
al puente de madera sobre el río San Juan, antes de pasar el poblado de Pandié,
nuestro vehículo se inclinó hasta el borde mismo del último de los pontones del
robusto tronco, a causa de la poca visibilidad que permitía la niebla. Asido
fuertemente me puse en nerviosa expectativa, pero viendo a mi padre aferrado al
guía confiaba mucho en mi viejo. Su destreza y firmeza, aunada a una activa
calma, extrajeron de mi adentro una leve sonrisa, mezcla de orgullo y
admiración que aunaron mi atención hacia esa faz con características absoluta
de raza árabe, Lucía una media sonrisa congelada hacia el lado izquierdo de la
cara, secuela de la parálisis facial sufrida tiempo atrás. Admiraba mucho al
viejo aunque no llegué nunca a comprenderlo a plenitud. En mi mente no se
ajustaba ese viejo turco que mezclaba las manifestaciones más hermosas de amor
y cariño con sus rasgos esporádicos de injusto, o sus acciones típicas de
ignorante o desobediente de la ley de la solidaridad humana. !Qué raro era el
viejo turco!.
Continuando
el trayecto pasamos hasta llegar a Pueblo Nuevo y luego Cardón. Al pie de la
loma que toda su extensión forma el marco sur del valle, y desde cuya cima se
contemplan los reflejos translucidos y luchadores del pueblo al fondo medio de
la planicie.
Al
ascender lentamente por la carretera es espiral hacia la cima el viejo jeep
daba muestras de agilidad y fortaleza, sus cabrioladas piruetas tipificaban al vehículo
montero por excelencia. Ya en la cima, en los momentos en que el sol y las
nieblas se apretaban las manos para establecer fronteras de permanencia, se
iniciaba el descenso del lado opuesto donde herido por la cima de asfalto
estaba atravesando el pobladito de Arenoso. La niebla lloraba egrosantes
lágrimas sobre el cristal frontal del jeep y sobre nuestro pelo y cara, dejando
una muestra húmeda de su protesta frente al avasallamiento del sol. A ambos
lados de la carreta se veían como carbunclos de tierra los hornos de carbón con
sus espirales de humo abriendo paso entre las nieblas, avergonzando el ambiente
con los desechos vegetales, muestra de la castración del bosque por el hombre.
Era notorio el aroma de tierra cruda y follaje que antagonizaba con el olor
quemado de los hornos de carbón.
Después
de cruzar a Arenoso, la visibilidad se cristaliza. Me siento como parte del
paisaje esmeralda en que se convierte el día. Al fondo, en una cañada que
bordea parte del camino, un enorme copey nos mira majestuoso y a nuestro paso
se siente un adiós abanicado al movimiento de sus hojas rígidas y acartonadas;
un adiós que implica una indulgencia de viejo sabio, nacida del espíritu
vegetal que representa. Nos perdona la indiferencia grupal frente a su solemne
grandeza.
Llegamos
a Vallejuelo. Todo ha transcurrido normal y ameno. Era sábado y como día de
mercado se habían aglomerado los marchantes que acudían ya a vender, ya a
comprar o simplemente a participar del ruido y aprovechar las fritureras
baratas. Además la ocasión se propiciaba para cortejar una que otra aldeana de
las que participaban del folklórico ruido del mercado. Este establecimiento
rústicamente formado por ar1ueados y sucesivos caballetes de baja altura,
hechos de troncos de guayacanes, guaconejos, candelones, higüero, etc., maderas
apropiadas por su resistencia a la pudrición. Sobres ellos se acondicionaban taburetes
en donde se exhibían las mercancías. El lavasombreros estaba ya en posición de
trabajo, en una esquina debajo de una bayahonda blanca de amplio ramaje que le
techaba. A un lado el corral en el que, cual estacionamiento municipal, se
dejaban las monturas durante todo el día, previo pago de cinco centavos. En
ocasiones se interrumpían las actividades mercantiles y comerciales del mercado
por la estampida provocada por uno que otro borrico enamorado. Al fondo derecho
del solar estaba Selim, el viejo turco, con una vieja y destinada camioneta
Ford cerrada, abocando el trasero como escaparate donde exponía los telares de
casimir inglés, pantalones de fuerte azul 'rompe tacón", el bonatul de
promesas y demás mercancías que según decía había rematado en el último barco
griego que partía desde el puerto de Azua hacia Oriente, y por esa razón podía
vender tan barata? "Yo bierdo bero no imborta", exclamaba el
turco y remachaba diciendo "Turco guiere llegar dembrano al bueblo".
Desde
prima mañana hasta el inicio de la media tarde, este era el canto semanal
sabatino del turco telero.
Entre el
olor de las friturerías , el bullicio de los mercaderes y los compases de un
son interpretado por el cuarteto caney que agujeteaba el Picó de Cholo, asomaba
al borde de la calle algún despidente, frasco de vino de mano, terminando el
día cuando otros apenas lo comenzaban. El hábito vinícola fue una importación llegada con la colonia de
españoles que asentó el jefe en estos lugares. A la puerta del corral se veía
la abultada presencia del alcalde pedáneo don Rufino Morillo, cuya prominencia
abdominal caracterizaba la buena vida que le prodigaba el cargo. Se ocupaba
éste de reclamar a los a los marchantes el pago por el uso del redil.
Lógicamente aplicaba rigurosamente la ley que impedía el deambule de animales por el pueblo y así
obligaba al pago de los cinco centavos por animal llegado. Era éste señor de
tez marrón obscura, cabello crespo, corto y escaso, que bordeaba dos
lateralizadas calvicies en insipiencia y apozado en una pequeña y redonda
cabeza que era antítesis de su cara macro formada con abultados carrillos,
nariz ancha y aplanada con ligero respingue de los amplios cornetes y ojos
orientales pequeños y de alcancía. Toda su faz embardunada de una perenne
transpiración grasienta. Al cinto el revólver “Enriquillo” calibre 38 mm.,
colgante hacia los fondillos en franca evasión de la enorme barriga y sujetado
por una correa ancha de cuero que sostenía casi al aire el ancho pantalón de kaky dos cabos que cubría su degastado
trasero. Caminaba rítmicamente apirgüinado, quizás como protesta muda de sus
extremidades al peso enorme de su masa troncal.
De pies
sobre la defensa delantera del jeep estaba yo, observando agrupados a los
componentes escasos de la expedición. A un lado papá, apurando su tercer
pozuelo de jengibre caliente, conversaba con el viejo Robín, quien correspondía
con señales de asentimiento, sin abandonar el estiramiento del girón de carne
frita que aprisionaba con su único diente legítimo, y entre pulgar e índice
desmenuzando trozos de plátano asado para luego mezclarlo en sus fauces
desdentadas. Cerca pero indiferente estaba “Alfredo el buey:, joven de gran
corpulencia y fuerte, de apetito voraz permanente, quien engullía pedazos de
morcilla hervida, apisonándola con
trozos de guineos verdes salcochados y “cachirulos”, uno a cada dos mordidas.
Notable la vivacidad de sus ojos acaimanados, además de la definición musculosa
de su maceteros, cual si fuesen bíceps faciales y bilaterales. Con Alfred
aprendí el arte del perfecto rastreador, pues en él se conjugaba el novelisino
innato de la observación estática, con su, con su pasividad pétrea hasta el avistamiento de la presa, quienes a
veces vislumbraban leves sonrisas, tal si fuesen satisfechas de haber caído con
tan digno cazador. Quizás suponían una acción evolutiva en esa forma gallarda
de morir.
Apartado
del grupo, esmerado en la limpieza de su Remington calibre 12 y alejado en sus
pensamientos, estaba Papo Naut, quien en cuclillas lamía con un trozo de
lanilla engrasada toda la superficie externa de su arma. Era un cazador de suma
inteligencia y perspicacia, de fuerte apariencia, aunque esbelto personificaba
a un perfecto cazador, pues a sus atributos de resistencia física, sus dotes
innatas de rastreador, mancomunaba una rapidez tan exactamente automatizada que
podía atinar en serie de dos, tres y a veces cuatro disparos. Sumamente
certero, tano en ave posada como en los tiros al vuelo. Sus ojos verdes
vegetalizados competían con las águilas serranas en alcance para avizorar sus
presas. Papo, con sus silbidos y murmullos guturales lograba acercar guineas,
palomas y hasta las esquivas perdices, a una distancia tal que casi podía
tocarse con el cañón de la escopeta. Nunca
vi a Papo cansado. Papo, a quien apodábamos “El Conde”, como una forma
de sentenciarlo jocosamente por la añadidura del apellido (Conde Naut),
irradiaba un gran calor humano. De hablar travieso atropellado y
permanentemente jocoso. Recordé mis inicios en las actividades de caza, siendo mochilero de Papo, éste
restregaba su incipiente y espinosa barba a mi cara en afectuoso juego,
provocando una cosquilla pruriginosa que luego rebozábamos con mutuas
carcajadas corales. Siempre desbordaban afectos y mansa alegría. A veces a modo
de broma y travesura le decía: “Conde Na’o, la escopeta es tu mujer y Teresa es
tu querida”, en franca y jocosa alusión de sus excesivas atenciones a su
escopeta.
El ultimo
el grupo soy yo, quizás el más desvalido, aun portando mi hermosa escopeta de
cinta ventilada al cañón y punto de mira dorado. Me faltaba forjar el espíritu
del momento, la identificación plena de las estéreas manifestaciones del monte, sus signos, sus
adversidades y sus afectos sobre la vida y la muerte,
No, no
bastaba con que vibrara al sentir su circundante presencia, no era suficiente
naturalizante con un abrazo vegetal; amar al bosque nos traduce un estado de
conciencia de su prodigio y grandeza espiritual,
Salimos
de Vallejuelo todavía temprano y todavía quedaban brumas neblinosas en el
camino cuando llegamos a Río Arriba del Sur, meta final donde establecimos
campamentos, para luego emprender la marcha en individuales caminatas hacia la
zona escogida para la cacería. Extensos pinares montañosos acondicionaban los
aires para formalizar la permanencia de un clima fresco que garantiza una mayor
resistencia física en los andenes de la cacería. Divisando ya las palomas
turquesas surcar los aires y a la vez que preparaba mi mochila, noté su volar
de poca altura, lo que me produjo una ligera intranquilidad, ya que conocía las
dificultades de una cacería bajo la lluvia. Con pocas cosas preparadas en la
mochila, no quería mucho peso a mis espaldas. Puse panes, algunas latas de
sardinas españolas, mi cuchilla “cacha e ven’ao”, mi cantimplora, cartuchos
suficientes y una pajarera de cáñamo que luego me colgaría en el lado izquierdo
de la cartuchera que llevaba al cinto. Se inició la marcha hacia las empinadas
montañas. Cada cazador se encerraba en sus propias conclusiones y tomaba
direcciones artificiales, que luego cambiarían hacia el sitio escogido, como
forma de desorientar a los demás de sus
ideas sobre la cual sería la mejor forma de caza. Adopte el método de rápido
arribo a la zona, y avancé directo a la que yo escogí como la mejor. Tome una
cañada seca como sendero, era de extraordinaria belleza ésta, no tenia malezas,
sus piedras, peñones y arenales de heterogéneos colores, desde azul plomo hasta
blanco marfil, matizaban un lecho fluvial donde no se acumulaba cieno, lamas ni
escombros vegetales. Esto era indicativo de las violentas avenidas que se
sucedían en los días lluviosos. Aunque estaba claro el día, no dejé de sentir
inquietud, pues recordé el bajo volar de las palomas. ¡Bang! Primer disparo y
primera paloma que cae dando tumbos desde la copa de un frondoso Caracolí, y al
segundo cae su compañera que iniciaba el vuelo de huida desde la misma copa
vegetal. Apresuro la marcha en busca de las presas, pues en estos lugares los
cazadores son acompañados a distancia por perros salvajes que conocedores de
los efectos de esos bélicos ruidos buscan las presas antes que el cazador y así
consiguen alimentación fácil. Sin novedad logré
recuperar las presas: dos hermosas palomas turquesas que aún conservaban
su brillo metálico vital. Ligeramente orgulloso me sentí, pues como no había
escuchado disparos, ni cercanos ni alejados, pensé que solo yo había disparado
por el momento.
Continúe
el ascenso por la cañada, que a ratos se profundizaba por cortes verticales a
promontorios de rocas y tierra, enmarcándose el lugar por dos paredes
empotradas de piedras y la llegada y partida del cauce por dos restantes lados.
La cañada que aunque no llevaba agua corriente, en esta altura en que la
recorría ya se sentía más humedad en sus arenales. Sus enormes rocas
desenterradas por las corrientes violentas y esporádicas parecían soldados
mustios que estáticos observaban todos mis movimientos. Me estremecí frente a
una enorme piedra azul plomiza que obstruía casi por completo el cauce de la
cañada, y que se notaba evadida hacia la izquierda por el paso de las corrientes
esporádicas. Era esta piedra el vértice frontal un acodamiento del lecho
fluvial. A media mañana ya había recorrido largos trechos de cañada, lo cual nos
indicaba con veracidad el progreso de la marcha, dado el serpentear continuo de
la cañada. Me siento en una piedra blanca alisada que estaba debajo de una
baitoa de fuerte contextura , y con sus raíces abrazadas a la retaguardia de
varias piedras enormes que le protegían y daban seguridad contra la erosión. Por
eso estaba casi dentro de la cañada y sobrevivía. con mi cuchillo montero
destapé una lata de sardinas, con el índice
horadé un pan para preparar un rústico emparedado que me serviría de primera ración en la travesía.
A pasos y mordiscos reinicie la marcha, a poco trecho divisé tres palomas en la
copa de un alto candelón sobre el borde de la cañada, disparé sl momento
preciso en que levantaban vuelo, repetí el disparo errándolo ambos. Me justifique
alegando la altura de sus posadas en el candelón. El retumbe de los disparos
continuó de un silencio casi absoluto y de provocaciones heladas de ansiedad;
no se sintieron los perros monteros con sus pisadas crujientes y apresuradas
sobre las hojas secas, gotas frías que surcaron mi columna espinal provocaron
un fuerte escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, sentí necesidad de avanzar y
salí de la cañada, entonces me percaté de que estaba situado entre dos altos
cortes sagitales de la cañada que dividían un voluminoso promontorio. Salí
raudo de la cañada adelantándome en el lecho, me envolví por una zona
obscurecida por la densa población vegetal. Altos pinos, hermosas caobas,
robustos caracolís, baitoas y capás, además de caimitos, guanabanas, guayabas,
y otros frutales montañosos se aunaban a pomarrosas, brucas y malezas e integrábanse
para dar grosor a la estepa del bosque. El cielo se tornaba gris por la invasión
lenta de nubes obscurecidas por su carga de agua. La tranquilidad del bosque se
convirtió en eun murmullo silbante que nacía del corte de la brisa por el tajo
de los filamentos clorofílicos de los pinales.
Buscando
el sol en el firmamento para orientarme, mi soledad se despejó con la aparición
brusca de un dulce personaje senil de encanecida barba, su cara plegada por
surcos longitudinales que delimitaban una nariz ligeramente aguileña, sus
labios carnosos no pronunciados abisagraban una semi desdentada boca de fija y
agradable sonrisa. Al mirarle a los ojos me sentí cálidamente arropado de una
completa paz que irradiaba y una serenidad toda penetrante se apoderó del
ambiente. Estaba sentado sobre un mulo bermejo aparejado y con árganas a cada
lado, dentro de cada serón habían dos güiros de bejuco de amplia capacidad,
llenos de agua y sobre sus piernas sostenía un atado de leñas amarrado con
lianas verdes. ¡ Bueno dí’ amigo! me
dijo con hablado cantar. ¡Buenos días señor! le respondí. Cómo está la caza por
estos lados?, le pregunté. “No me ocupo d’eso” respondió. “Mejor trabajo en el
conuco” agregó. Su mirada goteó inofensiva tristeza al responderme, tal si le
agrediera con la pregunta. “Lloverá hoy?” interrogué, evadiendo el tema. “Sí
señor, y aléjese de la cañada cuando inicie la lluvia” me advirtió. El viejo
continuó su marcha hacia la cumbre, dejando en el ambiente un aroma magnético
de brísales que me impulsó a seguir su ruta en el camino, hasta perderlo de
vista.
Momento
después divisé una paloma posada solitaria en un jeroglífico higüero, mi
disparo la derribó cercana, aún viva traté de agarrarla emprendiendo ésta la
fuga con un ala colgante que indicaba su posibilidad de vuelo. Estaba herida en
su ala derecha. Corriendo pude asirla y ya en mis manos la paloma, una sensación
de culpa y pena se apoderó de mi, el ave me miraba fijamente y con
persistencia, mostrándome con sus ojos la mirada serena y de paz ya vista en la
cara del anciano, ahora arropada de dolor por la sangrante herida de su ala. El
impacto impresionante de las miradas gemelas hizo que soltara la paloma, sin
atinar recuperarla, solo pude verla como se perdía ascendiendo entre las
malezas. Mis manos se tiñeron de un caluroso fluido rojo, sangre derramada por
la herida de la fugitiva ave. Se aceleró mi angustia y colgué mi escopeta al
hombro y busqué la ruta probable dejada por el viejo en su partida. Volver a
verlo se convirtió en una rápida obsesión dentro de mi mente. Por un tiempo no
apreciado caminé acelerado hacia arriba, sin detenerme, sin mirar atrás.
Las
miradas del viejo y la paloma se aunaron para formar una imagen permanente en
mis sentidos. Jadeante llegué a la cima
de una loma que se continuaba con una no profunda hondonada, y en el lado
opuesto había una casita de tejamaní, sobre una poco espaciosa meseta a media
altura de loma., Apresuré la marcha hacia ella bajando a la carrera, para luego
subir en marcha forzada hasta llegar al pequeño terraplén. Una pequeña cocina
con anafe de piedras estaba detrás del bohío. No salía humo de la misma y como
un guardián estaba en la puerta el mulo bermejo aún cargado. Caminé hacia el ranchito forrado de yaguaciles que servía
de cocina, deteniéndome frente a la puerta de finos postes atravesados. No vi a
nadie, me viré con ansias hacia el bohío mayor que lucía muy aseado, embardunado de cal
en todas sus paredes y sobre el mural blanco una rupestre y añil cruz triple estaban
pintadas. Alejado de la puerta había un árbol de guaconejo esbelto que protegía
con su sombra a una cabra joven atada, y a distancia exacta para no llegar la
cuerda que le ataba a una línea gruesa de cal y ceniza que la circundaba para
protegerla de las cacatas. Apoyé una mano sobre el mulo y sentí de nuevo un
calor que humedecía mis manos que otra vez se tintaron de rojo. Había sangre
sobre el costal de leña y los calabazos de agua que aún pesábanle al animal. Rápidamente
me dirigí hacia la puerta del bohío que constaba de un dintel de tronco
labrado, del cual colgaba un telón deshilachado de saco de “chanchan”. Al no sentir respondída mi voz salutatoria,
aparté con mi brazo izquierdo el fardo que servía de puerta. En el interior de
la casa, recostado sobre una rústica mesa, hecha de tablitas de caja de
bacalao, estaba el tierno viejecito. Un charco pequeño de sangre que aumentaba
por el golpear continúo desde una herida que tenía el viejo, rodeaba una pata
de la mesita. Pasé hacia la salita y descubrí la herida del brazo derecho del
viejecito desmayado, estaba localizada en el lugar exacto donde correspondía en
el ala de la paloma. Me quité la camisa haciéndola tiras que luego convertiría en
vendajes. Lavé la herida del viejo con agua limpia de la cantimplora. Después de
curarlo y vendarlo, contenido el sangrado, levanté al viejecito aún desmayado, recostándolo
en una barbacoa cubierta de guajaca que había en el fondo del bohío. Con pasos
de piedra salí de nuevo al patio, descargué al mulo bermejo dejé el atado de
leña dentro de la cocina y transporté los güiros llenos de agua a la salita del
bohío.
Desvalijé mi mochila, poniendo todo su contenido
sobre la rustica mesa, volví sa salir sentándome a la sombra que proyectaba el caballete de la casita y
cerré los ojos. Un tiempo impreciso pasé hasta que oí leve quejido, muy
sórdido. A pasos rápidos entré a la casa y ya estaba despierto el viejecito; en
su cara había una expresión sonriente mezcla de sabiduría, amor e indulgencia,
y en su mirada la serenidad de una paloma. Me arrodille a su lado y tomé sus
manos entre las mías, cuando me dijo: “Tienes que irte ya, pronto lloverá”. Sin
contestarle humedecí mi pañuelo pasándolo repetidamente por su frente y su
cara, volviéndolo a vivir la serenidad de su mirada. “Veo que lo comprendes”,
reiteró; y luego pronunció un “adiós y gracias” que vivirían conmigo el resto
de mis días. Le besé en la frente, reiterándome al instante mismo en que una
lagrima mía le mojaba el pelo canoso. Me
retiré, y al salir de la casa llegaba la lluvia. Mirando hacia las nubes
agradecí su compañía y la ayuda prestada al diluir el calor surcante de mis
lagrimas con sus gotas frías.
Atravese
la hondonada desde el lado opuesto a la meseta, detenido me volví para mirar
hacia el blanco sobrio que bajo la obscuridad de la lluvia brillaba nítidamente.
Regresé cargado del recuerdo de las miradas idénticas. Ya bajaba la montaña y
sobre la planicie miré por última vez hacia ella. Titilaba un punto de luz
desde el obscuro verde vegetal, y bajo las grises nubes estaba la mirada del
viejo que cabalgando sobre una paloma atravesaba el espacio derramando paz y
serenidad. Gotas frías e indulgentes de lluvia mezclaronse de nuevo con mis lágrimas,
siendo este el final de mi última cacería.
Santo Domingo, R.D. 27 de mayo 1987 Pseudónimo:
Samson
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