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miércoles, 17 de junio de 2015

La Ultima Cacería, cuento del sanjuanero Andrés Heyaime Caamaño

Esta es la portada del volumen publicado por Casa de Teatro en enero de 1988 que Incluye el Cuento de Andrés Heyaime Caamaño, "La última cacería" citas en las págs. 105-115. Texto que Obtuvo Mención
Fueron  Jurado: Rafael García Romero, Bruno Rosario Candelier y Soledad Álvarez.






La Última Cacería de Andrés Heyaime Caamaño. (Cuento)

El majestuoso laurel de la esquina, hermoso, verde y frondoso, a diario me acompaña en las bienvenidas a las mañanas y en el gozar de las  madrugadas tardías que con sus penumbras matutinas y neblinosas inspiraban un estatismo observante debajo del manto vegetal de su follaje. Tenues neblinas como ropaje de blanco tul daban la magia característica de las mañanitas de San Juan, don  de exclusiva pertenecía de mi pueblo.

Nuestro pueblo es un capricho de la naturaleza, donde el sol sale después de amanecer, siendo como si hubiera diariamente dos amaneceres en él. Una galante montaña situada en el exacto lugar por donde debe asomar el sol, contrariamente le oculta en las mañanas de mi pueblo y en cambio nos regala la proyección de su sombra que ampliamente arropa toda la ciudad. Entonces, aunque haya amanecido no es hasta cuando el sol  supera esa montaña en que se siente el inicio cálido de su presencia en el día, y hasta entonces permanecen las densas neblinas abrazando nuestras mañanitas de San Juan, cual crisálidas etéreas y temerosas de luz, para luego disolverse a golpes de sol escondiéndose en las yerbas y árboles, dejando en su atropellante huida un rastro de humedad sobre el ambiente y las caras frías de los transeúntes. Sólo en invierno cambian su rutina las mañitas de San Juan, pues las neblinas se hacen tan densas que a veces hasta levantando el sol por más tiempo, permanecen en rebelde disposición para extender su labor de orlar los amaneceres de mi pueblo.

El sol se alegraba con translucida fulgurencia cuando recorría parte de la mañana arropado de neblinas, hasta que éstas cansadas y acaloradas decidían esconderse como de costumbre, pero más tardío, sin antes llevarse la corona opaca transparencia y nítoda belleza que le prestaba al sol con su presencia. Perdía pues algo de majestuosidad el sl con la huida de las neblinas mañaneras,
Fue en una mañana de pleno invierno en que abordamos el viejo "jeep Willys" de mi padre para emprender la marcha. Desde la noche anterior se planificó el viaje con fines de cacería en las montañas, y como cada vez rebosaba de entusiasmo, pues estas aventuras significaban para mí un pleno y absoluto escape del afán cotidiano y hasta del roce humano común, !No imaginé nunca qué tan fuera de lo común sería este viaje!.

Fríamente sudado el cañón de mi escopeta, cortaba la densa neblina del pueblo al paso del viejo jeep; tal parecía que esta densa neblina que se continuaba en toda la serpentina asfáltica y ulcerada de la carretera a Vallejuelo presagiaba como sería el día que nos nació sobre el vehículo montero.

Acariciaba el cañón  de mi "Brownie 16 Auto", queriendo enjugarle el frío sudor que transpiraba en su gélido trabajo de cortar la espesa niebla mañanera.

Al entrar al puente de madera sobre el río San Juan, antes de pasar el poblado de Pandié, nuestro vehículo se inclinó hasta el borde mismo del último de los pontones del robusto tronco, a causa de la poca visibilidad que permitía la niebla. Asido fuertemente me puse en nerviosa expectativa, pero viendo a mi padre aferrado al guía confiaba mucho en mi viejo. Su destreza y firmeza, aunada a una activa calma, extrajeron de mi adentro una leve sonrisa, mezcla de orgullo y admiración que aunaron mi atención hacia esa faz con características absoluta de raza árabe, Lucía una media sonrisa congelada hacia el lado izquierdo de la cara, secuela de la parálisis facial sufrida tiempo atrás. Admiraba mucho al viejo aunque no llegué nunca a comprenderlo a plenitud. En mi mente no se ajustaba ese viejo turco que mezclaba las manifestaciones más hermosas de amor y cariño con sus rasgos esporádicos de injusto, o sus acciones típicas de ignorante o desobediente de la ley de la solidaridad humana. !Qué raro era el viejo turco!.

Continuando el trayecto pasamos hasta llegar a Pueblo Nuevo y luego Cardón. Al pie de la loma que toda su extensión forma el marco sur del valle, y desde cuya cima se contemplan los reflejos translucidos y luchadores del pueblo al fondo medio de la planicie.

Al ascender lentamente por la carretera es espiral hacia la cima el viejo jeep daba muestras de agilidad y fortaleza, sus cabrioladas piruetas tipificaban al vehículo montero por excelencia. Ya en la cima, en los momentos en que el sol y las nieblas se apretaban las manos para establecer fronteras de permanencia, se iniciaba el descenso del lado opuesto donde herido por la cima de asfalto estaba atravesando el pobladito de Arenoso. La niebla lloraba egrosantes lágrimas sobre el cristal frontal del jeep y sobre nuestro pelo y cara, dejando una muestra húmeda de su protesta frente al avasallamiento del sol. A ambos lados de la carreta se veían como carbunclos de tierra los hornos de carbón con sus espirales de humo abriendo paso entre las nieblas, avergonzando el ambiente con los desechos vegetales, muestra de la castración del bosque por el hombre. Era notorio el aroma de tierra cruda y follaje que antagonizaba con el olor quemado de los hornos de carbón.

Después de cruzar a Arenoso, la visibilidad se cristaliza. Me siento como parte del paisaje esmeralda en que se convierte el día. Al fondo, en una cañada que bordea parte del camino, un enorme copey nos mira majestuoso y a nuestro paso se siente un adiós abanicado al movimiento de sus hojas rígidas y acartonadas; un adiós que implica una indulgencia de viejo sabio, nacida del espíritu vegetal que representa. Nos perdona la indiferencia grupal frente a su solemne grandeza.

Llegamos a Vallejuelo. Todo ha transcurrido normal y ameno. Era sábado y como día de mercado se habían aglomerado los marchantes que acudían ya a vender, ya a comprar o simplemente a participar del ruido y aprovechar las fritureras baratas. Además la ocasión se propiciaba para cortejar una que otra aldeana de las que participaban del folklórico ruido del mercado. Este establecimiento rústicamente formado por ar1ueados y sucesivos caballetes de baja altura, hechos de troncos de guayacanes, guaconejos, candelones, higüero, etc., maderas apropiadas por su resistencia a la pudrición. Sobres ellos se acondicionaban taburetes en donde se exhibían las mercancías. El lavasombreros estaba ya en posición de trabajo, en una esquina debajo de una bayahonda blanca de amplio ramaje que le techaba. A un lado el corral en el que, cual estacionamiento municipal, se dejaban las monturas durante todo el día, previo pago de cinco centavos. En ocasiones se interrumpían las actividades mercantiles y comerciales del mercado por la estampida provocada por uno que otro borrico enamorado. Al fondo derecho del solar estaba Selim, el viejo turco, con una vieja y destinada camioneta Ford cerrada, abocando el trasero como escaparate donde exponía los telares de casimir inglés, pantalones de fuerte azul 'rompe tacón", el bonatul de promesas y demás mercancías que según decía había rematado en el último barco griego que partía desde el puerto de Azua hacia Oriente, y por esa razón podía vender tan barata?  "Yo bierdo bero no imborta", exclamaba el turco y remachaba diciendo "Turco guiere llegar dembrano al bueblo".
Desde prima mañana hasta el inicio de la media tarde, este era el canto semanal sabatino del turco telero.

Entre el olor de las friturerías , el bullicio de los mercaderes y los compases de un son interpretado por el cuarteto caney que agujeteaba el Picó de Cholo, asomaba al borde de la calle algún despidente, frasco de vino de mano, terminando el día cuando otros apenas lo comenzaban. El hábito vinícola  fue una importación llegada con la colonia de españoles que asentó el jefe en estos lugares. A la puerta del corral se veía la abultada presencia del alcalde pedáneo don Rufino Morillo, cuya prominencia abdominal caracterizaba la buena vida que le prodigaba el cargo. Se ocupaba éste de reclamar a los a los marchantes el pago por el uso del redil. Lógicamente aplicaba rigurosamente la ley que impedía  el deambule de animales por el pueblo y así obligaba al pago de los cinco centavos por animal llegado. Era éste señor de tez marrón obscura, cabello crespo, corto y escaso, que bordeaba dos lateralizadas calvicies en insipiencia y apozado en una pequeña y redonda cabeza que era antítesis de su cara macro formada con abultados carrillos, nariz ancha y aplanada con ligero respingue de los amplios cornetes y ojos orientales pequeños y de alcancía. Toda su faz embardunada de una perenne transpiración grasienta. Al cinto el revólver “Enriquillo” calibre 38 mm., colgante hacia los fondillos en franca evasión de la enorme barriga y sujetado por una correa ancha de cuero que sostenía casi al aire el ancho pantalón  de kaky dos cabos que cubría su degastado trasero. Caminaba rítmicamente apirgüinado, quizás como protesta muda de sus extremidades al peso enorme de su masa troncal.

De pies sobre la defensa delantera del jeep estaba yo, observando agrupados a los componentes escasos de la expedición. A un lado papá, apurando su tercer pozuelo de jengibre caliente, conversaba con el viejo Robín, quien correspondía con señales de asentimiento, sin abandonar el estiramiento del girón de carne frita que aprisionaba con su único diente legítimo, y entre pulgar e índice desmenuzando trozos de plátano asado para luego mezclarlo en sus fauces desdentadas. Cerca pero indiferente estaba “Alfredo el buey:, joven de gran corpulencia y fuerte, de apetito voraz permanente, quien engullía pedazos de morcilla hervida, apisonándola  con trozos de guineos verdes salcochados y “cachirulos”, uno a cada dos mordidas. Notable la vivacidad de sus ojos acaimanados, además de la definición musculosa de su maceteros, cual si fuesen bíceps faciales y bilaterales. Con Alfred aprendí el arte del perfecto rastreador, pues en él se conjugaba el novelisino innato de la observación estática, con su, con su pasividad  pétrea  hasta el avistamiento de la presa, quienes a veces vislumbraban leves sonrisas, tal si fuesen satisfechas de haber caído con tan digno cazador. Quizás suponían una acción evolutiva en esa forma gallarda de morir.
Apartado del grupo, esmerado en la limpieza de su Remington calibre 12 y alejado en sus pensamientos, estaba Papo Naut, quien en cuclillas lamía con un trozo de lanilla engrasada toda la superficie externa de su arma. Era un cazador de suma inteligencia y perspicacia, de fuerte apariencia, aunque esbelto personificaba a un perfecto cazador, pues a sus atributos de resistencia física, sus dotes innatas de rastreador, mancomunaba una rapidez tan exactamente automatizada que podía atinar en serie de dos, tres y a veces cuatro disparos. Sumamente certero, tano en ave posada como en los tiros al vuelo. Sus ojos verdes vegetalizados competían con las águilas serranas en alcance para avizorar sus presas. Papo, con sus silbidos y murmullos guturales lograba acercar guineas, palomas y hasta las esquivas perdices, a una distancia tal que casi podía tocarse con el cañón de la escopeta. Nunca  vi a Papo cansado. Papo, a quien apodábamos “El Conde”, como una forma de sentenciarlo jocosamente por la añadidura del apellido (Conde Naut), irradiaba un gran calor humano. De hablar travieso atropellado y permanentemente jocoso. Recordé mis inicios en las actividades  de caza, siendo mochilero de Papo, éste restregaba su incipiente y espinosa barba a mi cara en afectuoso juego, provocando una cosquilla pruriginosa que luego rebozábamos con mutuas carcajadas corales. Siempre desbordaban afectos y mansa alegría. A veces a modo de broma y travesura le decía: “Conde Na’o, la escopeta es tu mujer y Teresa es tu querida”, en franca y jocosa alusión de sus excesivas atenciones a su escopeta.
El ultimo el grupo soy yo, quizás el más desvalido, aun portando mi hermosa escopeta de cinta ventilada al cañón y punto de mira dorado. Me faltaba forjar el espíritu del momento, la identificación plena de las estéreas  manifestaciones del monte, sus signos, sus adversidades y sus afectos sobre la vida y la muerte,
No, no bastaba con que vibrara al sentir su circundante presencia, no era suficiente naturalizante con un abrazo vegetal; amar al bosque nos traduce un estado de conciencia de su prodigio y grandeza espiritual,
Salimos de Vallejuelo todavía temprano y todavía quedaban brumas neblinosas en el camino cuando llegamos a Río Arriba del Sur, meta final donde establecimos campamentos, para luego emprender la marcha en individuales caminatas hacia la zona escogida para la cacería. Extensos pinares montañosos acondicionaban los aires para formalizar la permanencia de un clima fresco que garantiza una mayor resistencia física en los andenes de la cacería. Divisando ya las palomas turquesas surcar los aires y a la vez que preparaba mi mochila, noté su volar de poca altura, lo que me produjo una ligera intranquilidad, ya que conocía las dificultades de una cacería bajo la lluvia. Con pocas cosas preparadas en la mochila, no quería mucho peso a mis espaldas. Puse panes, algunas latas de sardinas españolas, mi cuchilla “cacha e ven’ao”, mi cantimplora, cartuchos suficientes y una pajarera de cáñamo que luego me colgaría en el lado izquierdo de la cartuchera que llevaba al cinto. Se inició la marcha hacia las empinadas montañas. Cada cazador se encerraba en sus propias conclusiones y tomaba direcciones artificiales, que luego cambiarían hacia el sitio escogido, como forma de desorientar  a los demás de sus ideas sobre la cual sería la mejor forma de caza. Adopte el método de rápido arribo a la zona, y avancé directo a la que yo escogí como la mejor. Tome una cañada seca como sendero, era de extraordinaria belleza ésta, no tenia malezas, sus piedras, peñones y arenales de heterogéneos colores, desde azul plomo hasta blanco marfil, matizaban un lecho fluvial donde no se acumulaba cieno, lamas ni escombros vegetales. Esto era indicativo de las violentas avenidas que se sucedían en los días lluviosos. Aunque estaba claro el día, no dejé de sentir inquietud, pues recordé el bajo volar de las palomas. ¡Bang! Primer disparo y primera paloma que cae dando tumbos desde la copa de un frondoso Caracolí, y al segundo cae su compañera que iniciaba el vuelo de huida desde la misma copa vegetal. Apresuro la marcha en busca de las presas, pues en estos lugares los cazadores son acompañados a distancia por perros salvajes que conocedores de los efectos de esos bélicos ruidos buscan las presas antes que el cazador y así consiguen alimentación fácil. Sin novedad logré  recuperar las presas: dos hermosas palomas turquesas que aún conservaban su brillo metálico vital. Ligeramente orgulloso me sentí, pues como no había escuchado disparos, ni cercanos ni alejados, pensé que solo yo había disparado por el momento.
Continúe el ascenso por la cañada, que a ratos se profundizaba por cortes verticales a promontorios de rocas y tierra, enmarcándose el lugar por dos paredes empotradas de piedras y la llegada y partida del cauce por dos restantes lados. La cañada que aunque no llevaba agua corriente, en esta altura en que la recorría ya se sentía más humedad en sus arenales. Sus enormes rocas desenterradas por las corrientes violentas y esporádicas parecían soldados mustios que estáticos observaban todos mis movimientos. Me estremecí frente a una enorme piedra azul plomiza que obstruía casi por completo el cauce de la cañada, y que se notaba evadida hacia la izquierda por el paso de las corrientes esporádicas. Era esta piedra el vértice frontal un acodamiento del lecho fluvial. A media mañana ya había recorrido largos trechos de cañada, lo cual nos indicaba con veracidad el progreso de la marcha, dado el serpentear continuo de la cañada. Me siento en una piedra blanca alisada que estaba debajo de una baitoa de fuerte contextura , y con sus raíces abrazadas a la retaguardia de varias piedras enormes que le protegían y daban seguridad contra la erosión. Por eso estaba casi dentro de la cañada y sobrevivía. con mi cuchillo montero destapé  una lata de sardinas, con el índice horadé un pan para preparar un rústico emparedado  que me serviría de primera ración en la travesía. A pasos y mordiscos reinicie la marcha, a poco trecho divisé tres palomas en la copa de un alto candelón sobre el borde de la cañada, disparé sl momento preciso en que levantaban vuelo, repetí el disparo errándolo ambos. Me justifique alegando la altura de sus posadas en el candelón. El retumbe de los disparos continuó de un silencio casi absoluto y de provocaciones heladas de ansiedad; no se sintieron los perros monteros con sus pisadas crujientes y apresuradas sobre las hojas secas, gotas frías que surcaron mi columna espinal provocaron un fuerte escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, sentí necesidad de avanzar y salí de la cañada, entonces me percaté de que estaba situado entre dos altos cortes sagitales de la cañada que dividían un voluminoso promontorio. Salí raudo de la cañada adelantándome en el lecho, me envolví por una zona obscurecida por la densa población vegetal. Altos pinos, hermosas caobas, robustos caracolís, baitoas y capás, además de caimitos, guanabanas, guayabas, y otros frutales montañosos se aunaban a pomarrosas, brucas y malezas e integrábanse para dar grosor a la estepa del bosque. El cielo se tornaba gris por la invasión lenta de nubes obscurecidas por su carga de agua. La tranquilidad del bosque se convirtió en eun murmullo silbante que nacía del corte de la brisa por el tajo de los filamentos clorofílicos de los pinales.
Buscando el sol en el firmamento para orientarme, mi soledad se despejó con la aparición brusca de un dulce personaje senil de encanecida barba, su cara plegada por surcos longitudinales que delimitaban una nariz ligeramente aguileña, sus labios carnosos no pronunciados abisagraban una semi desdentada boca de fija y agradable sonrisa. Al mirarle a los ojos me sentí cálidamente arropado de una completa paz que irradiaba y una serenidad toda penetrante se apoderó del ambiente. Estaba sentado sobre un mulo bermejo aparejado y con árganas a cada lado, dentro de cada serón habían dos güiros de bejuco de amplia capacidad, llenos de agua y sobre sus piernas sostenía un atado de leñas amarrado con lianas verdes. ¡ Bueno dí’ amigo!  me dijo con hablado cantar. ¡Buenos días señor! le respondí. Cómo está la caza por estos lados?, le pregunté. “No me ocupo d’eso” respondió. “Mejor trabajo en el conuco” agregó. Su mirada goteó inofensiva tristeza al responderme, tal si le agrediera con la pregunta. “Lloverá hoy?” interrogué, evadiendo el tema. “Sí señor, y aléjese de la cañada cuando inicie la lluvia” me advirtió. El viejo continuó su marcha hacia la cumbre, dejando en el ambiente un aroma magnético de brísales que me impulsó a seguir su ruta en el camino, hasta perderlo de vista.         
Momento después divisé una paloma posada solitaria en un jeroglífico higüero, mi disparo la derribó cercana, aún viva traté de agarrarla emprendiendo ésta la fuga con un ala colgante que indicaba su posibilidad de vuelo. Estaba herida en su ala derecha. Corriendo pude asirla y ya en mis manos la paloma, una sensación de culpa y pena se apoderó de mi, el ave me miraba fijamente y con persistencia, mostrándome con sus ojos la mirada serena y de paz ya vista en la cara del anciano, ahora arropada de dolor por la sangrante herida de su ala. El impacto impresionante de las miradas gemelas hizo que soltara la paloma, sin atinar recuperarla, solo pude verla como se perdía ascendiendo entre las malezas. Mis manos se tiñeron de un caluroso fluido rojo, sangre derramada por la herida de la fugitiva ave. Se aceleró mi angustia y colgué mi escopeta al hombro y busqué la ruta probable dejada por el viejo en su partida. Volver a verlo se convirtió en una rápida obsesión dentro de mi mente. Por un tiempo no apreciado caminé acelerado hacia arriba, sin detenerme, sin mirar atrás.
Las miradas del viejo y la paloma se aunaron para formar una imagen permanente en mis sentidos.  Jadeante llegué a la cima de una loma que se continuaba con una no profunda hondonada, y en el lado opuesto había una casita de tejamaní, sobre una poco espaciosa meseta a media altura de loma., Apresuré la marcha hacia ella bajando a la carrera, para luego subir en marcha forzada hasta llegar al pequeño terraplén. Una pequeña cocina con anafe de piedras estaba detrás del bohío. No salía humo de la misma y como un guardián estaba en la puerta el mulo bermejo aún cargado. Caminé  hacia el ranchito forrado de yaguaciles que servía de cocina, deteniéndome frente a la puerta de finos postes atravesados. No vi a nadie, me viré con ansias hacia el bohío  mayor que lucía muy aseado, embardunado de cal en todas sus paredes y sobre el mural blanco una rupestre y añil cruz triple estaban pintadas. Alejado de la puerta había un árbol de guaconejo esbelto que protegía con su sombra a una cabra joven atada, y a distancia exacta para no llegar la cuerda que le ataba a una línea gruesa de cal y ceniza que la circundaba para protegerla de las cacatas. Apoyé una mano sobre el mulo y sentí de nuevo un calor que humedecía mis manos que otra vez se tintaron de rojo. Había sangre sobre el costal de leña y los calabazos de agua que aún pesábanle al animal. Rápidamente me dirigí hacia la puerta del bohío que constaba de un dintel de tronco labrado, del cual colgaba un telón deshilachado de saco de “chanchan”.  Al no sentir respondída mi voz salutatoria, aparté con mi brazo izquierdo el fardo que servía de puerta. En el interior de la casa, recostado sobre una rústica mesa, hecha de tablitas de caja de bacalao, estaba el tierno viejecito. Un charco pequeño de sangre que aumentaba por el golpear continúo desde una herida que tenía el viejo, rodeaba una pata de la mesita. Pasé hacia la salita y descubrí la herida del brazo derecho del viejecito desmayado, estaba localizada en el lugar exacto donde correspondía en el ala de la paloma. Me quité la camisa haciéndola tiras que luego convertiría en vendajes. Lavé la herida del viejo con agua limpia de la cantimplora. Después de curarlo y vendarlo, contenido el sangrado, levanté al viejecito aún desmayado, recostándolo en una barbacoa cubierta de guajaca que había en el fondo del bohío. Con pasos de piedra salí de nuevo al patio, descargué al mulo bermejo dejé el atado de leña dentro de la cocina y transporté los güiros llenos de agua a la salita del bohío.

 Desvalijé mi mochila, poniendo todo su contenido sobre la rustica mesa, volví sa salir sentándome a la sombra  que proyectaba el caballete de la casita y cerré los ojos. Un tiempo impreciso pasé hasta que oí leve quejido, muy sórdido. A pasos rápidos entré a la casa y ya estaba despierto el viejecito; en su cara había una expresión sonriente mezcla de sabiduría, amor e indulgencia, y en su mirada la serenidad de una paloma. Me arrodille a su lado y tomé sus manos entre las mías, cuando me dijo: “Tienes que irte ya, pronto lloverá”. Sin contestarle humedecí mi pañuelo pasándolo repetidamente por su frente y su cara, volviéndolo a vivir la serenidad de su mirada. “Veo que lo comprendes”, reiteró; y luego pronunció un “adiós y gracias” que vivirían conmigo el resto de mis días. Le besé en la frente, reiterándome al instante mismo en que una lagrima mía le mojaba  el pelo canoso. Me retiré, y al salir de la casa llegaba la lluvia. Mirando hacia las nubes agradecí su compañía y la ayuda prestada al diluir el calor surcante de mis lagrimas con sus gotas frías.
Atravese la hondonada desde el lado opuesto a la meseta, detenido me volví para mirar hacia el blanco sobrio que bajo la obscuridad de la lluvia brillaba nítidamente. Regresé cargado del recuerdo de las miradas idénticas. Ya bajaba la montaña y sobre la planicie miré por última vez hacia ella. Titilaba un punto de luz desde el obscuro verde vegetal, y bajo las grises nubes estaba la mirada del viejo que cabalgando sobre una paloma atravesaba el espacio derramando paz y serenidad. Gotas frías e indulgentes de lluvia mezclaronse de nuevo con mis lágrimas, siendo este el final de mi última cacería.

 Santo Domingo, R.D. 27 de mayo 1987 Pseudónimo: Samson


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