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sábado, 31 de octubre de 2009

A la maestra, con cariño (y 3)


Por Dinápoles Soto Bello

Ese poema de Peza salía de tus labios como desolada llovizna gris y en esos años de juventud no podía comulgar con sus estrofas, adornada mi frente con tantas guirnaldas de optimismo.

La vida aún no me había hecho tragar sus pócimas amargas, pero en tí, en cambio, acumulaba ya cargas pesadas de penas y decepciones.

Eras el ángel de la guarda de toda la familia, cuidando a todos, restañando heridas, secando lágrimas, aconsejando, en una entrega amorosa, consagrada.

Tus manos fueron ungüento sedativo para doña Lucinda, tu mamá, para don Miguel, tu papá, para tus hermanos/as: Tomás, Manuela, Laura, Rosa, y ahora José, postrado en cama sin esperanzas de curación.

Repartiéndote entre tu casa y la escuela, eras la encarnación del deber. Humilde, solícita, servicial, ocultabas tus aflicciones tras esa sonrisa tan tuya que se abría como flor primaveral.

¿Qué golpes tan duros te hicieron sangrar el corazón para aferrarte a esos tristes versos de Peza? ¡Ay, maestra querida, encontraste fuerza y apoyo en otra parte, en las fuentes de agua que Dios hizo brotar en tus ardientes desiertos.

Como la sierva del Salmo 42 anhela estar junto al arroyo, así deseabas estar con Él, para decirle (Salmo 63) “Señor, a tí te busco, mi alma tiene sed de tí, en pos de ti mi carne desfallece cual tierra reseca, sedienta, sin agua”.

Dime, pues, ¿cómo hubieras podido soportar el peso de tu cruz? Tu oración se elevaba al cielo como nube de aromoso incienso en horas calladas de la noche, “in te, Domine, speravi”, y la paz se acunaba en tí, desgranando versículos del Salmo 31:

Yo me refugio en tí, Señor, / ¡que nunca me vea defraudada!
Líbrame, por tu justicia; / inclina tu oído hacia mí
y ven pronto a socorrerme. / Sé para mí una roca protectora,
un baluarte donde me encuentre a salvo, / porque tú eres mi Roca y mi baluarte:
por tu Nombre, guíame y condúceme. / Sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi refugio. / Yo pongo mi vida en tus manos:
/ tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. / (…) ¡Tu amor será mi gozo y mi alegría!
(…)
mis ojos, mi garganta y mis entrañas / están extenuados de dolor.
Mi vida se consume de tristeza, / mis años, entre gemidos;
mis fuerzas decaen por la aflicción / y mis huesos están extenuados.
(…)
Pero yo confío en ti, Señor, / y te digo: "Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos". / (…) Que brille tu rostro sobre tu servidora,
sálvame por tu misericordia;
(…)
¡Qué grande es tu bondad, Señor! / Tú la reservas para tus fieles;
y la brindas a los que se refugian en ti, / en la presencia de todos.
(…) ¡Bendito sea el Señor! / Él me mostró las maravillas de su amor
en el momento del peligro.
(…)

En tus alumnos también hallaste satisfacciones y alegrías. Nos tratabas como si fuéramos hijos tuyos, y si no lo fuimos de sangre, lo fuimos de calidad humana y por eso nunca te olvidamos, mantuvimos contacto contigo por teléfono, por correo, visitándote, ¡y eso, querida, a lo largo de unos cincuenta años!, desde que salimos de la escuela normal hasta el presente, y tanto ayer como hoy conversamos de la misma manera: discutiendo, riéndonos, “peleándonos”, todo con el mayor respeto, en cálidas fluencias afectivas. Si oí “Juan” en lugar de “Julio”, escucho en seguida un “¿pero es que te has vuelto sordo?”.

Con toda intención me haces protestar enérgicamente cuando al anunciarte el envío de documentos que necesitas, me respondes “yo pago aquí el transporte”, y al escuchar que trueno de “indignación” te ríes encantadoramente y terminamos riendo juntos.

A las cosas de nosotros, a nuestras travesuras, a nuestras ambiciones, a nuestros sueños, a nuestros enamoramientos, los veías a través de cristales maternales.

O reías, o aconsejabas, o nos reprendías.Caramba, eso, querida, ¿me equivoco?, de alguna manera enriquecía tu vida.

En estos días me confesaste el inmenso placer que te producía el ver a tus “muchachos” realizados como profesionales, esos mismos que tantas diabluras hicimos tanto en el buen y como en el mal sentido de la palabra.

¿Recuerdas la célebre serenata que Clodomiro Suero dio a Mercedes Luisa, hija de Mon y Mercedes de los Santos (dueños de la imprenta de donde salía Estudiantina)? Sus cofrades lo acompañamos, cantamos no sé cuál canción utilizando piedras como instrumentos musicales (¡vaya originalidad!) Clodomiro se desgañitó (para que su dulcinea pudiera oírlo) con un discurso chorreando melaza enamorada y casi a seguidas de terminarlo se oyó la manifestación de agradecimiento por la serenata: el ruido del agua de un inodoro descargándose.

La cofradía se marchó riéndose del incidente, pero el pobre Clodo (apodo), cariacontecido, caminaba cabizbajo, el mentón tocándole el pecho, tieso como un muerto; perdió el habla durante un largo rato, pero luego se le desató la lengua, y de su boca salieron enjambres de quejas y maldiciones, hasta terminar riendo con nosotros.

Este suceso, más bien jocoso, sólo podía hacerte sonreír, como lo hizo, presumiblemente, la ya mencionada travesura de Fabio Valenzuela a Yaque.

Tu reacción dependía del suceso, si grave, si venial. ¿No pusiste rostro de asombro y preocupación cuando estuve a punto de ahogarme en la piscina del Hotel Maguana, pretendiendo lucirme ante una joven que me tenía los sesos dislocados? ¿Que no registras eso en la memoria? En lo que te mando algunas pastillitas para mejorarla, te cuento que participaba en una competencia de resistencia bajo el agua; ganaba el que durara más tiempo aguantando la respiración.

El amor aloca, querida, pues entre los competidores había gente experimentada en esas cosas, ¡y yo no lo ignoraba! ¡Ay, Inés, mi cabeza fue la primera en emerger del agua! Oí risas, salí de la piscina rojo de vergüenza, con aspecto de triste pollo mojado, y desaparecí como alma que lleva el diablo. Sobra decirte que mis sueños de conquistar a esa joven naufragaron para siempre con ese incidente.

Pero frunciste el ceño de disgusto con lo que Fabio Valenzuela, el enfant terrible de la cofradía, le hizo a Josefina Lara, profesora de literatura. ¡Qué tiempos dorados, querida! ¡Nos ponían de tarea leer libros enteros para comentarlos en clase! Eso ahora es cosa rara. Pues bien, Josefina le colgó a Fabio en el cuello el Martín Fierro de José Hernández. Eso parecía un castigo, así lo interpretó la víctima, aunque no lo fuera, por la estructura versificada del libro.

La prodigiosa memoria de Fabio acudió en su auxilio, y aún me maravilla la precisión con que recita estrofas enteras de ese clásico argentino. El día del rendimiento de cuentas ante Josefina y el curso, Fabio, decidido a tomar venganza de ella, arranca la recitación con la supuesta primera estrofa del poema:

Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela /
que en este maldito curso / el que menos corre vuela.
en lugar de la estrofa original:
Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela / una pena estrordinaria,
como la ave solitaria / con el cantar se consuela.

La profesora Lara se quedó turulata y, mirándolo con ojos llameantes, le dijo con voz enérgica: “¡Ahora mismo se me va para la Dirección!” No sé cómo no nos mandó a todos al mismo lugar, pues fue imposible contener las risas.

No recuerdo, Inés, que a tí te hiciéramos semejantes travesuras en tu clase de inglés, y eso que esa tropa era inquieta, animosa, aventurera, pero sana, equilibrada, moldeada en buenas costumbres.

Claro que alborotábamos hablando, riéndonos, pero ¡bastaba que nos dispararas el “what happens with you”, acompañado de tu mirada plena de autoridad, para imponer el orden!, esa autoridad cimentada en el cariño, razón por la cual era tan efectiva.

Las presentes generaciones acaso no te conozcan, ignoren el tesoro de persona que vive entre ellos en San Juan. Humilde como eres, haces tus trabajos en silencio, sin buscar publicidad.

Además, tus afanes educativos irradiaron más allá de escuela normal donde estudiamos, haciendo contribuciones destacadas.

Con el fin de posibilitar la formación de jóvenes trabajadores de escasos recursos, fundaste, en 1958, el Liceo Nocturno (bachillerato), oficializado en 1966.

Habiendo comenzado con una matrícula de ocho alumnos, cuenta en la actualidad con unos 2000. Pero ahí no te detuviste, pues en el 1977 abrió sus puertas, bajo tu dirección, el Centro Educativo Atala Cabral Ramírez, con tres niveles de enseñanza: el inicial (niños de 3 y 4 años), el básico (8 cursos) y el del bachillerato.

Educadora de vocación cincelada con los valores de los tiempos de tu formación, no podías actuar en esas instituciones al margen de los mismos.

Por eso no las fundaste con la intención de convertirte en una empresaria de la educación, para la cual, como se estila ahora, la calidad académica se subordina a las apetencias de dinero.

¡Ah, cómo han cambiado las cosas, Inés! Ves con horror todas las lepras que han ido desfigurando el sistema educativo dominicano: el relajo, la apatía, la “desacademización”, el negocio, el irrespeto, la mediocridad, entre otras.

¿Adaptarte? ¡Imposible! Sigues navegando en tus humildes veleros, impelidos por vientos de perseverancia, de decencia, de entrega, evitando, con indeclinable dignidad, que se encallen en cenagosas aguas de degradación y oprobio. Es por eso que te admiramos tanto, ¡querida maestra!
Dinápoles Soto Bello es profesional
de la física y la matemática

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