E. O. GARRIDO PUELLO | NARRACIONES Y TRADICIONES
Hace tanto tiempo que sucedió el episodio que voy a narrar, que no puedo precisar fecha ni año. Quizás acaeciera en el 1892. Sólo puedo recordar que tuvo lugar a fines del siglo pasado.
Los sucesos y los años se encadenan, se confunden y se pierden en las telarañas de la leyenda.
La honradez del campesino sanjuanero era proverbial y limpia. Extranjeros y criollos con dinero sonante en los bolsillos, tentación de maleantes, o efectos de uso cotidiano, transitaban por sus solitarios caminos, largos y difíciles, sin que ningún imprevisto acontecimiento intranquilizara de miedo o de sospecha al confiado caminante. Dormían en cualquier desvencijado rancho de la ruta y allí, entre humildad y pobreza, recibían cordial hospitalidad y atenciones adecuadas al ambiente.
Los ladrones conocidos eran vulgares rateros. Robaban chucherías: un racimo de rulo, un macuto de batata, un pollo, un plantón de yuca; pero eludían y respetaban enredarse en objetos de valor. Sus instintos de mañosos se enlodaban en la bajeza del charco. Si desaparecía un caballo o una vaca, objetos que podían ser más codiciados, ya se sabía que el ladrón no era sanjuanero: había que buscarlo entre los forasteros que rondaban, astutos en su descuidado vivir, por el lugar. Eran los tiempos del pelo de bigote garantizador de la palabra empeñada.
Un comerciante vecino y amigo de mis padres tenía un peón de confianza. No existiendo en esa época otro medio de situar valores, con frecuencia dicho comerciante enviaba su peón, solo o en compañía de Dios, por los caminos solitarios y tentadores de Azua con una o más cajas de dinero, sin que jamás un pensamiento malsano pusiera en entredicho su precaria honradez. Sin embargo, un centavo extraviado en la tienda se perdía en los bolsillos siempre escurridizos del peón.
El San Juan de la Maguana antañón y anquilosado de inercia era una plaza ganadera de gran importancia. De Haití, del Cibao y de la Capital concurrían a ella los tratantes en ganado a efectuar sus transacciones comerciales. Uno de ellos, español y novato en el oficio, protagonizó el episodio que vamos a relatar.
El caudaloso Yaque del Sur, refunfuñador y travieso, solía ser un incómodo obstáculo en las comunicaciones entre Azua y San Juan de la Maguana. Mientras el hormigón armado no domeñó sus coléricos atrevimientos, sus aguas casi siempre sobre su nivel normal, constituían un peligro para los desconocedores de sus taimadas intenciones. El rugir ensordecedor del río llenó de aprensiones al español viajero. En las proximidades del río se le había unido un ocasional compañero de quien desconocía hasta el nombre. Sin embargo, ingenuo y confiado, le pidió ayuda. Fiado en el ladino compañero lo puso en posesión de sus valijas para que se las cruzara del río. En las valijas, en oro acuñado, apretadas en inconciencia mercantil, iba su fortuna.
El astuto campesino aceptó el encargo. Miró sonreído al confiado español y vadeó el río con la pericia propia de los moradores de los parajes aledaños al río, siguiendo tranquilo su rumbo sin averiguar la actitud que podía tomar el dueño de las valijas.
Por esa época ocupaba la Jefatura Comunal de San Juan de la Maguana el Gral. W. Ramírez, personaje distinguido de la política y un hombre astuto e inteligente. El español, que había quedado initual, expresión pintoresca de una lejana parienta mía, tomó el único recurso que aconsejaba la prudencia y el delictuoso hecho: presentar querella ante la Jefatura. El Gral. Ramírez oyó con sonrisa irónica las quejas del español, lo cuestionó sobre particularidades que podían ponerlo en la pista del robo y le dio seguridades de que se ocuparía con interés del asunto expuesto.
El Gral. Ramírez analizó el suceso y supuso, por las singularidades relatadas y quizás con justa razón, que el ladrón debía ser de la Boca de los Ríos, un caserío del vecindario.
En el momento que cursaba órdenes al Pedáneo para que le remitieran las personas que el día de la ocurrencia habían entrado al lugar, le anunciaron que Marcelino Bernabé deseaba verlo. El Gral. Ramírez miró atentamente al español, dibujó una imperceptible sonrisa y ordenó la comparecencia de Bernabé.
Al entrar Bernabé, pálido y con expresión de fatiga, el español se puso en pie, quiso hablar, pero el Gral. Ramírez con un gesto le ordenó silencio. Después de los saludos Bernabé dijo:
—General, vine a confesarme con Ud. como lo hiciera con mi padre o con el cura. Ayer tuve un mal pensamiento. No sé por qué el Diablo se me entró en la cabeza. Este señor (señalando al español) me confió sus valijas para cruzarlas del río. Yo las tomé sin malas intenciones; pero luego la soledad y el momento propicio me tentaron y seguí para mi casa con idea de apropiarme del contenido de las valijas, que sabía era dinero. Me arrepentí cuando ya era demasiado tarde para devolverlas. Aquí están. No las he abierto. Yo creo que he cometido una acción indigna y que debe castigárseme. Nací honrado y deseo seguir siéndolo.
El Gral. Ramírez oyó en silencio la confesión y luego sin hacer comentarios se dirigió al español diciendo:
—¿Cuál es su opinión? ¿Qué concepto se ha formado del caso?
A estas preguntas el interpelado contestó, algo agitado e indeciso:
—General, yo francamente no sé qué decirle. El caso es tan raro y sorprendente que me ha dejado perplejo; pero si la suerte del señor corre de mi cuenta, mí opinión es que él ha procedido como un verdadero hombre honrado.
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