Cuento
José Enrique Méndez Díaz
Primer inning
Lacerado estaba su corazón. Sangraba
profusamente de los tobillos a causa del «brete». Retorcía su cuerpo
hambriento tratando en vano de liberar sus pies y manos aprisionados. Cerró con fuerza los ojos y fue total la oscuridad y el silencio. Sólo así pudo recordar las frases:
“Quien hace el hoyo cae en él.”
“Cuerpo que quiere azote, él mismo busca el castigo.”
Eran palabras de su padre.
A
punto de estallar se aferró con dificultad a la vida. Sin arrepentirse
pagaba el precio de las alas del pájaro contra el viento, sintiendo la
visión sumergida en un sueño enroscado al sentido mudo de la muerte. Con
pasos atemorizados atravesó la memoria y en fracciones de segundo de
alucinación espectral regresó a uno de los momentos más importantes de
su vida.
Primero
fue el espasmo de un latido. La punzada provocada al escuchar el
murmullo de palabras lejanas. Luego como rito de lluvia entre silencios,
como golpes de fuete en el vientre de su madre despertándolo
súbitamente de sus ensueños. Con el espanto sintió sus entrañas
temblorosas. Con la ruptura del cordón empezó a salir su cuerpo. La comadrona estuvo allí. ¡Es un chico!, gritó a todo pulmón.
Escuchó entonces el trepidar, el delirio de tambores y sus cantos de gesta que como brisa fresca reconfortaban su silueta: “No dejes apagar la alegría que llevamos los negros por dentro”. Insistían. “No dejes apagar esta alegría”. Eran los tambores de Shangó bautizando la epopeya de haber nacido con la fuerza inevitable de un campeón.
Segundo inning
Chico
solía reunirse a escondidas con sus amigos improvisando juegos con
pelotas de goma y placas de carro. Se le veía intentando conectar contra
cada lance con lo cual perseguía derribar la figura metálica doblada
que simbolizaba el home. Con orgullo solía entonar su canción favorita
que hablaba de hazañas de amor y aromas de béisbol:
“…a pasto fresco me huele
la alfombra verde en el home
esparcida está en el viento
la madre de la afición
la gran fiesta quisqueyana
que le regala el béisbol…”
Había
organizado junto a otros muchachos un equipo de béisbol. A escondidas
salía de la escuela y se dirigía al juego. Sus padres, dominados por los
presentimientos, lo querían entregado al encanto del tambor con los
palos catá que coreaban sus alegrías.
Tercer inning
Invocando el ruego que domina las vertientes del bien Chico recurrió al sentido oculto de la africanía atada a sus raíces. Cerró los ojos superando la visión del límite atropellado del espacio. Desde su oído profundo percibió el umbral
de una nueva era, la música celestial de aquellos tambores invitándole a
complotar. Al despertar sintió recibir el signo impetuoso de un
proverbio, la fuerza de un “ashé” atado a su existencia. “Nada podrá interrumpir tu marcha”. “Nada provocará tu caída”. De nuevo la misma voz.
Su
compañera lo recibió con un abrazo. Le preparó un baño caliente con
emplastos extraídos del llantén y la sábila que ayudaban a parar la
hemorragia y cicatrizar heridas. La segunda etapa del milagro se lograba
con hojas y tallos frescos de zarza. Una vez más se estremecía el
árbol.
Cuarto inning
Fueron los dioses quienes le permitieron construir los tambores. Ahora les pedía: poder dominar los palos del monte y el talento para golpear con ellos. Se internó a lo profundo del bosque examinando uno por uno los árboles y su misterio.
Con uno de ellos inició un ritual con apego a su signo: recibiendo el
madero consagrado de parte de Osaín, dios de las plantas. Osaín le
habló. “Abrázate al romance sagrado de golpear la bola”. Chico recibió el espíritu de aquella divinidad en el bosque. El muchacho
creció desafiando siglos de soledades en la memoria negra de sus
recuerdos. Soñaba con bases robadas y carreras remolcadas, con ser el
mejor. Junto a otros negros hizo suya la pasión. Crecía y se
perfeccionaba aferrado a la emoción del monstruo verde. Con alma de
guerrero dominó la técnica, desarrolló la paciencia en el plato, la
habilidad de hacer contacto y ser héroe remolcador. Igual hacía en la
defensa, con buenas manos para manejar los tiros al fildear en el
cuadro; su guante se hizo una leyenda y sus piernas rápidas y seguras
demostraron día a día el coraje y el hechizo de su estirpe. Sus duendes
dominaron el mundo citadino del neón.
Quinto Inning
Aquel
día lograron alcanzar su primer triunfo amateur. La gente desfilaba y
gritaba con frases memorables. Se sabían vencedores con su cielo plagado
de estrellas, verdaderos guerreros llenos de coraje gananciosos de la
clasificación. A corazón vivo brindaban por su legendario equipo. El entusiasmo era contagiante. Había bullicio en las casas, en los colmados, en las calles.
Alborotado y desafiante Chico se incorporó a la celebración. Lucía el
uniforme esmeralda en su anatomía y movía con fuerza una bandera al
viento; sentía con él a su negra Chica y era como cuando cruzaba sus
manos sobre su nuca acercándola a su cuerpo y confundiéndose con su
respiración, gritándole con orgullo su otra canción: “…soy rumba, furia africana/ desde el vientre hasta mi cuello/ desde mi sangre al sudor…” Inclinaba
el cuerpo con gracia y con las palmas de las manos marcaba la cadencia;
ejecutando difíciles giros, armonizando cuerpo y música a los
movimientos de su hembra. Aquello era dicha para él y se enorgullecía de
que los negros fueran los únicos machos que tuvieran el misterioso
encanto del tumba′o.
Su
espíritu descargaba adrenalina. Se llenaba de fervor, tocaba, bailaba
como si un fantasma le produjera esa intensa e incontrolable pasión al
bailar o jugar. Chico encendía luz, gozo, alegría, construía espacios
nuevos de libertad que le extendían su fiesta hasta la madrugada.
“…¡Ay mamá!, ¡ay papá!
na′ma quiero ser un bate
pa′ tu fambeco para′o
bate pa′dar extra base
a ritmo karayanao
ololé, ololá
un bate grande pa′lo fambeco para′o
si se ha muerto tu mari′o
enterito aquí e′toi yo
con mi bate jonronero
aunque el otro lo dudó…”
El sol se había establecido. Era sábado y en las primeras horas de la
mañana, quizás persiguiendo un sueño, había emprendido viaje a la
ciudad. En su espalda llevaba un bulto especie de mochila con chiringas y
volantines recién construidos y en el ancho bolsillo del pantalón dos
bolas de béisbol. Todo para la venta en el mercado. Fue en el camino a
la ciudad. –“Escucha, cocolo, por qué no te animas y vienes con nosotros”.
La
banda de vagos lo había provocado a un desafío. ¿Apostaría las
chiringas y las bolas? Su espíritu forjado en la competición lo hizo
aceptar. Tenía que buscar de cualquier forma la plata. Debió jugar con
apetito animal, con la sabiduría con que jugaba su padre en la gallera.
Pero al apostar lo perdió todo. Hasta la cordura. Y emboscado por las
sombras de un silencio repulsivo sintió apabullado el espíritu. Dejó de
soñar y en su nuevo estado anímico se generó una imprevista apatía.
Desde aquella tarde desapareció. Lo vieron subir a uno de los autobuses
que viajaban a la capital acompañando a Lilí, el zapatero beodo
especialista en reparar guantes.
La
gente que le quería se llenó de incertidumbre. Chico era un buen
prospecto y él lo sabía. La raza de los viejos tambores, de donde
provenía, mantuvo sus lámparas encendidas, la verdad ceñida a sus lomos.
La negra Chica pedía al padre celestial que se lo retornara.
Sencillamente había desaparecido generando rumores. Afirmaron que
Obatalá había descargado en él alguna sanción. Cuando todos se
resignaban la población fue sorprendida por Alejandrina la etaira. Lo
veía todas las noches en los cabarets capitalinos hasta entrada la
madrugada. La última vez fue en el “Nuevo Amanecer” y había pasado la
noche con ella; exteriorizando sus resentimientos y evidente
frustración. Alejandrina lo conocía y pensó que tal vez había sido
víctima de algún sortilegio.
Sexto inning
En
efecto, Chico andaba constantemente embriagado, perseguido por
fantasías y oscuros pensamientos. En ocasiones estaba delirante y
arrastraba su magullado rostro sobre gravas, polvo y escombros. Otras
veces creía escuchar disparos sobre su cabeza deslizándose,
escabulléndose hasta alcanzar un lugar seguro en su antigua aldea, con
sus calles de rieles y su logia de respetados odfelos. En sus desvaríos
se veía integrado en los entrenamientos en el play del Ingenio donde
fortalecía su ánimo ingiriendo galletas de jengibre, yaniqueque,
quimbombó, domplín y elíxir de guababerry.
Un
olor especial penetraba su alma alucinada. “Me huele a funyé con
yambó”. Era el olor de su plato preferido mezcla extraña de molondrón
con bacalao que percibía como antesala de un nuevo momento mítico. Fue
cuando escuchó la clara voz de Orisha rey de los negros.
Séptimo inning
Lo había
imbuido de la alegría que lleva el negro por dentro. “No dejes apagar
la llama”, le dijo, ordenándole no hacer más el ridículo, abandonar
aquella debilidad de otros dioses que no eran los suyos. “Estremece el
árbol –le repitió–, vuelve a soñar que quien no sueña no vive”. Con la
boca seca tragó una saliva desgastada, metálica como ceniza. Fue en ese
instante que recordó el consejo del Rey Congo: “Aléjate de los efectos
sutiles del Ingenio”.
Le
ordenaron regresar a su pueblo vestido con falda de rafia. Realizar el
rito del enfrentamiento invocando el espíritu de sus ancestros. Ellos le
darían poder. Ser superior con el madero sagrado bendecido por Osaín. Chico
asimiló la experiencia con un despertar de su impulsividad desbordada
de embullo y animación. Pasó revista a sus recuerdos. “Si montas el
elefante no te molestará el rocío”, le recordó una voz familiar. Era una
frase africana que conocía desde niño como salida ahora del propio
ingenio.
Octavo inning
Estando en el dogout
se llenaba de gozo al ver cómo se estremecían los palcos y las
graderías del Estadio. Recordaba con nostalgia los años en que despojaba
su corazón de hule para envolverlo en hilo de nylon hasta lograr darle
una redonda forma de siete centímetros. Fabricaba sus pelotas
forrándolas con esparadrapo que para él eran las famosas “Spalding” o
“Wilson” laminadas en cuero o piel de cabra de la liga profesional. Sumido estaba en estos pensamientos cuando oyó la voz del árbitro cantar el “strike cantado” del ponche.
Noveno inning
Pasaba
a la historia del béisbol como el primer ponchado en aquel moderno
estadio. Continuó parado en el home, inmóvil, como envuelto en un sopor.
Vagones de caña quemada se desparramaron sobre su gozo y lo abatieron
agriando los cantos de su memoria. Las voces retornaron. “Prende tu alma
de guerrero al corazón”, le susurraron.
Extra inning
Asistió
confiado al momento de la realización fantástica; representaba al
equipo oriental y bateaba en extra-inning; el juego empatado a una.
Tetelo fue golpeado con la bola y enviado a primera; entonces vino la
línea contundente que rebotó en los 411 con su doblete impulsador que
llevó a Tetelo al home. Y el play se vino abajo.
Aquel día fue declarado “Día verde de karakaneo y béisbol”. Los
tambores retumbaron. Chico y su equipo se confundieron en un abrazo
interminable. Con leños secos construyeron una antorcha que levantaron
en señal de victoria y recorrieron con ella todo el campo de juego. Los
espíritus maléficos y las debilidades del pasado habían desaparecido. La
voluntad silenciosa de batey en tiempo muerto era cosa superada. Chico
sostenía firme la tea entre sus manos. Veía consumirse el cepo, la
rústica trampa para cazar animales.
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