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domingo, 24 de mayo de 2009

Caracolitos


César Namnúm

Caracolito de la mar
que te quedaste sin
bailar.


Caracolitos adoraba a su madre. Era un amor tranquilo, solidario; amor de todos los días. Amamantado en diarias tertulias alrededor del baño, la cama, la hora de escoger el vestido, las medias, los zapatos y las cintas de adornar el pelo; para cambiarla en las tardecitas a esperar que llegara su papi: el hombre de las dos. Era un amor de tiempos remotos, de placenta y ombligo; de senos y caricias detrás de las orejas: un amor cotidiano, sin sobresaltos.

Su papi era, en cambio, el lujo; su verdadero lujo: no había cosa mejor en este mundo. Lo esperaba ansiosamente para contarle todo lo que había hecho durante el día, abrazarlo, besarlo, jugar con él. Era él quien la había empezado a llamar Caracolitos, porque ella vivía recogiéndolos en la playa, para luego traerlos a la casa y hacer con ellos de todo lo imaginable. Eran inseparables. Se iban de cacería, de pesca, a jugar pelota, al río, a remar en bote. Su papi se internaba en los bosques, detrás de las rolitas, los rolones, las cigüitas palmeras, los carpinteros, mientras ella se quedaba bajando la lomita en yagüas o recogiendo más caracoles que también aparecían por ahí. No sentía nada de miedo. Sabía que no estaba sola. Tan sólo llamarlo y aparecía,

- Voy, tranquila, que ya voy.

Igual era de noche, cuando se despertaba temblando, asustada por causa de alguna pesadilla. Otras veces era él quien llegaba de sorpresa, en momentos en que estaba ensimismada en sus fantasías,

- ¡Ajá, te encontré! - y le hacía cosquillitas hasta dejarla desvanecida de la risa.

- No te vuelvo a traer, eres una floja. Te cansas de nada - protestando,

como si fuera cierto, cuando ella quedaba agotada, sin poder dar ni un paso más. Entonces, él la cargaba y ella se le recostaba, adormecida, muerta de delicia, papi, mi papi.

Una mañanita lo llamó para que le trajera la leche, como siempre, y la que vino fue su mami. Nada de qué preocuparse, papi se quedaba trabajando afuera algunos días, y cuando volvía, se las empataban todas. Pero había un no se qué en el rostro de su madre, un no haber dormido, que la asustó. Además, fueron muchos y largos los días que duró su papi sin volver. Mamá andaba malhumorada y triste por la casa. La había visto llorar muchas veces. Ella perdió el apetito, no quería comer...

- ¡Ajá, te encontré!

¡Qué sorpresa! Se le tiró al cuello, papi, mi papi. Estaba pálido, grave; hacía esfuerzos por no aparentarlo. La depositó en el piso, dándole una nalgadita,

- Vete a jugar al patio. Voy a hablar con tu mami. Ahora nos vemos.

No se fue a jugar. Se quedó rondando la habitación. Ratos después él apareció en la sala.

- ¿No te dije que te fueras al patio?

Pero no estaba molesto. Se sentaron en el suelo, a hacer figuritas con los caracolitos nuevos. Papi estaba muy callado.

- Te tengo una buena noticia - espaciaba mucho las palabras. Formó una casita que ella alabó.

- Vas a tener dos casas en vez de una. Esta ya es muy chiquita.

- Pero...

- Nada. Más luego te explico mejor. Ahora no lo vas a entender –
parecía triste. Al punto, se contentó y se la subió al hombro.

- ¿Quieres conoces tu otra casa? - claro que quería.


- Es linda la casa mami y hay un cuarto grande para mí solita. Pero yo voy a dormir con papi. Lo que más me gusta es la escalera, siempre la bajo de nalgas. No se lo digas –.

- Ay, no me jodas tú con tu papi. Tu papi que se vaya a la mierda y vete tú con él también, a ver si yo descanso, coño - y se rajó a llorar histéricamente.

Mami ya no jugaba con ella, siempre peleando. Lloraba mucho.


Esa noche, se despertó tarde, gritando, llamando a su papi. Tuvo pesadillas. Nadie vino. Se quedó despierta, sollozando bajito. “Y vete tú con él...”.

Sí, ¿por qué no se iba? Prendió la lamparita, para que no se diera cuenta. Ya era grandecita, sabía ponerse los panties y los zapatos al derecho; el vestido y las medias era un problema sencillo; peinarse sí que no podía: se cubrió con un sombrerito. Ahora era cuestión de traspasar la sala a oscuras, sin tropezar con los muebles ni con la mecedora; abrir la puerta sin hacer ruido. Ya está. ¡Uy, qué frío! Tan pronto bajó los peldaños de la galería, echó a correr como si la persiguieran o la hubiese oído alguien. Se calmó pronto, pensando en la cara de sorpresa que pondría su papi, al verla. No vive lejos: cuando no iban fuera de la ciudad, el venía a buscarla a pie y caminaban a la casa por la vereda, jugando trúcamelo o recogiendo flores. Se sabía bien el camino. Sólo que siempre era de día y papi estaba con ella. Ahora era de noche y las calles estaban vacías. Tenía un poco de miedo. Sería cuestión de apurar el paso, pero esas flores están bonitas. Papi se alegraría si ella le llevaba algunas. Un poco altas, tendría que gabearse en esa verja.

- Guau, guau –

- ¡Ay! –

En ese instante, Caracolitos llegó corriendo y jadeante a su otra casa. Iba a subir la escalera cuando vió a su papi que venía bajando, con el rostro pintado de desesperación. Parecía que lloraba. Se le plantó al frente, “Ajá, te encontré”. Él siguió como si no la viera. “Papi, soy yo”. Subió a la güagüa precipitadamente, puso el motor en marcha, “Papi, soy yo, no me dejes”, llorando ella también. Antes de dar marcha atrás, miró por el retrovisor. Pensó que había oído algo, como un sollozo. Entonces, la vio. La iluminaba la luz fantasmal del stop, se aferraba a la defensa, como si quisiera detener la marcha del vahículo. Bajó de un salto, aterrado de lo que pudo haber pasado. “Caro, mi hijita, ¿eres tú? ¿Qué haces aquí tan tarde? Ya bien sabía yo que no podía ser. Ven mi amor”

La quiso abrazar y sólo encontró el vacío y un soplo de viento que le anduvo por el cuello y las mejillas, revoloteándole el cabello. “!Caro!”, gritó, angustiado. “Caro”, sin voz, sintiéndose el más desgraciado de todos los hombres.


cn, 11 de diciembre, 1984.

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