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jueves, 9 de julio de 2009

Corre memoria, corre

César Namnum

Aunque no lo dejé nunca, el estudio de la música y el teatro mermaron bastante cuando descubrí mi otra gran pasión. Seguía jugando pelota pero la política, o mejor valdría decir la militancia, el compromiso, coparon mi tiempo de adolescencia sanjuanera. La JEC (Juventud Estudiantil Católica), los Cursillos de Vida, las asociaciones estudiantiles, los grandes movimientos huelgarios, la resistencia, la militancia.

Yo estudiaba en colegio de monjas, no era de su estilo armar huelgas y protestas. Veíamos pasar con envidia, las movilizaciones procedentes del Liceo y la Escuela Públicas. Pero era mucha la efervescencia, mucha las razones y las verdades. Estudiantes de colegios privados o de liceos públicos, todos tendríamos que ir a la UASD. No estaban de moda las universidades privadas, nuestra única y anhelada posibilidad era esa universidad estatal. Donde, por demás, ya estaban los hermanos mayores, que retornaban en las vacaciones con cientos de historias para el alimento de nuestra imaginación y un hambre milenaria que no se entendía porqué. Si la universidad era tan buena, ¿porqué se pasaba tanta hambre?. Mi hermano José vivía en una pensión de la José Gabriel García. La Capital era un lugar remoto para mí, y la UASD era lo mítico, la maravilla. ¿Cómo no sentirse aludido con la famosa consigna del medio millón?. Era nuestro destino, ¿cómo no involucrarse?. Organizamos los muchachos y las muchachas del tercer teórico la primera huelga en la historia del colegio de monjas redentoristas de San Juan. Lo grande es que yo se lo comuniqué en confidencia a mi mentora Sister Maritza. Faltó poco para que le diera un infarto. Una cosa era prestarle a uno libros de Camus y otros autores “controvertidos”, en señal de liberalismo, y otra muy distinta era hacer una huelga “comunista” en un colegio católico de monjas americanas. La desbandada compadre, el resto no pudo aguantar la presión que fue mucha y de diverso calibre. Así me quedé sólo en huelga de a uno en fondo, que me valió un mes de expulsión y el título de Matías Mella con que me bautizó mi amigo Arturito Ramírez. Quedó otra cosa, claro, menos tangible pero muy gratificante. De repente las chicas me hacían caso. A mí, este enclenque, de quien Carmen Paulino, Anita Sapeg y todas las demás, huían como si de la peste se tratara. Nada mal este heroísmo nacional.

De esa salí en coche. No así de la otra. Las protestas eran muchas y los motivos todos valiosos. En esos días Balaguer había expulsado a unos curas de La Salle que eran una suerte de matatánes dentro del movimiento de izquierda católica. En todo el país se tomaron iglesias en protesta y apoyo. Pero todo el país no era San Juan, allí mandaban los curas redentoristas americanos, quienes, aunque aun estaba vivo O’Ralley, famosísimo Obispo de los tiempos no tan lejanos del dictador, tenían una visión muy conservadora del mundo. Dicho así para ponérselas suave, porque lo que se decía era que ellos habían llegado en masas después de la revolución de Abril con muy claros y nada santos objetivos. Bueno, yo no lo sé de cierto. Lo que sí sé, y sobretodo sufrí, fue que tan pronto tomamos la Catedral-ya hubieran querido ustedes participar en tan bien elaborado plan de contingencia, tan seguros augurios y de cómo nos pondríamos en el mapa del país y no nos quedaríamos, por ser pueblo, detrás de nadie-no pasaron diez minutos sin que llegaran los cascos negros. No me fue tan bien esa vez. Una semana en la chirola y la verdad de la vida encarnada en un preboste que se la cogió con nosotros. Nunca antes había recibido tal zurra, nunca antes, ni después, fue tan real el pánico, nunca después he permitido que nada ni nadie me provoque tal magnitud de miedo, de terror. Yo tenía 16 años, los más viejos no pasaban de veinte.

No nos fue tan bien esa vez.

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