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jueves, 20 de mayo de 2010

El Cristo de los Exámenes

Escrito por Paulo Herrera

La voz que escuchó por el auricular era inconfundible. – Moncho, te habla Mitre – dijo la voz, como si necesitara presentación. Más de 50 años en el Caribe no habían bastado para borrarle a Mitre su peculiar acento balcánico. – ¿Qué pasa, Mitre? ¿Todo bien? – preguntó Moncho, que había detectado cierto pesar en el saludo de su primo político y canchanchán. Mitre fue directo al grano.

– Más o menos, Moncho. Tengo malas noticias – empezó a decir. Moncho temió algo grave y sintió un corrientazo glacial en la espalda. Lo dejó seguir. – Anoche se metieron unos ladrones en casa y se llevaron algunas cosas – contó Mitre. – ¿Están todos bien? – cortó Moncho, genuinamente preocupado. – Sí, Moncho. Todos bien. Ya sabes, algunas cosas perdidas, pero estamos bien –. Mitre hizo una pausa y Moncho lo sintió tomar aire, como si tuviera que tomar impulso para continuar. – Estos desgraciados cargaron con el Cristo de los Exámenes – dijo finalmente, como quien lee una nota luctuosa.

Moncho tuvo que sentarse, aturdido por la noticia. – No me digas, Mitre – fue lo único que alcanzó a decir, a modo de pésame. Quedó con el auricular en la mano, mientras su pensamiento despegaba hacia otros tiempos a la velocidad de un reflejo. El Cristo de los Exámenes. Quién lo diría. Ciento cincuenta años de avatares para terminar en manos de ladrones, o sabe Dios en cuál compraventa.

***

Nunca se supo a ciencia cierta cómo llegó a la familia el Cristo de los Exámenes. Su historia – como todas las historias familiares – es una mezcla de hechos verificables con episodios que se asumen como tales a fuerza de repetición y ganas de creer. Es, precisamente, esa mezcla la que, al paso de las generaciones, convierte un objeto en reliquia.



Es un hecho, por ejemplo, que el Cristo de los Exámenes era un crucifijo de oro, de cinco pulgadas de alto y tres de ancho; con una argolla justo encima del inri para que pudiera ser colgado del cuello con una cadena. Menos comprobable es si fue – como cree saberse – el tatarabuelo quien lo trajo a su regreso a San Juan de la Maguana, luego de su viaje de estudios en Inglaterra.

Tampoco puede comprobarse si el tatarabuelo – convertido posteriormente en general del ejército independentista – lo llevaba al pecho aquel largo día de diciembre en la sabana de Santomé. A la vieja Atala – nieta del general y abuela máxima del ejército de primos de mi generación – le encantaba contar la historia de que, en un momento decisivo de la batalla, el tatarabuelo frotó el crucifijo en su pecho, invocando su favor. Atala entrecerraba los ojos y narraba que el viento de inmediato cambió de dirección, dirigiendo hacia el enemigo el fuego que el general había mandado a prender en los pajones de la sabana.

Si la victoria de aquella jornada y la consecuente transmutación del tatarabuelo en prócer fueron obra y milagro del Cristo de oro, nunca se sabrá. Desde luego, Atala se encargó de perpetuar los hechos como una verdad incuestionable.

Con los años, el crucifijo pasó a manos del bisabuelo Alejandro. El bisabuelo era el único cirujano entre Azua y Bánica, y el crucifijo lo acompañó en todas las cirugías y en todas las consultas. Cuando la cadena original se rompió, un orfebre libanés radicado en San Juan, y que además era su paciente, le fabricó una cadena de eslabones gruesos de oro. Eso fue antes de que el bisabuelo Alejandro y el agradecido orfebre se convirtieran en consuegros y mucho antes de que el primero tuviera que diagnosticarle al segundo el cáncer de próstata que lo llevó a la tumba. Del diagnóstico, del tratamiento y del desenlace fue testigo el Cristo, sin que en esa ocasión mediaran milagros.

El Cristo vio mucho en los muchos años que colgó del cuello del bisabuelo Alejandro. Estuvo presente en todas las rondas que hacía el bisabuelo por la región, a bordo de un Ford-de-palitos que sus hijos y nietos insistían en llamar La Guachipa. Se sobresaltó el Cristo cada vez que el bisabuelo apretaba el caucho de la bocina del automóvil y brotaba un sonoro tu-ríiii-ru que siempre lo agarraba desprevenido.

Brincoteó en los paseos que el bisabuelo acostumbraba dar por las calles de San Juan en su vieja motocicleta Bianchi, con su nieto Moncho montado sobre el tanque de gasolina; y supervisó las colmenas y el pequeño naranjal que el bisabuelo, más por placer que por negocio, mantenía en su finca de La Culata.

Incluso, cuando al bisabuelo lo sorprendió la muerte – un infarto fulminante mientras se duchaba luego de una agotadora cesárea – el crucifijo del general era lo único que llevaba puesto. Lo encontraron boca abajo, con el Cristo en la boca como si hubiera querido besarlo como despedida de este mundo.

Como era lógico, el crucifijo pasó entonces a la custodia de la hija mayor del bisabuelo, la portentosa Atala. Descansando en su pecho generoso – que lo era tanto en sentido literal como figurado – el Cristo alfabetizó generaciones de niños, inspeccionó escuelas, animó tertulias y coleccionó recuerdos. Y como si todo esto fuera poco – tal vez porque constituía un excelente tema de conversación – también le tocó en esos años con Atala escuchar su propia historia centenares de veces, y verla agrandarse y adornarse con cada repetición.

Fue la hija mayor de Atala, la no menos asombrosa Tía Tere, la primera que – a principios de los años cincuenta – usó el crucifijo como amuleto para un examen en la Facultad de Derecho. Como el resultado fue muy bueno, todos prefirieron creer que la causa había sido una intercesión del Cristo y no la evidente brillantez de la tía. A partir de ese día, el crucifijo del tatarabuelo pasó a ser el Cristo de los Exámenes.

Y a partir de ese día, el Cristo pasó de mano en mano y de pecho en pecho. Cuanto primo, amigo o allegado tuviera que examinarse en el liceo o en la universidad, solicitaba en préstamo el crucifijo que tenía el poder de multiplicar el conocimiento. Bastaba frotarlo en el momento de apremio para recordar – o inventar – la respuesta correcta. Cien años después de ganar campañas militares, al Cristo le tocaba ahora ganar para sus portadores batallas académicas.

Sólo cuando se completó el tránsito universitario de dos generaciones de la familia, volvió el Cristo de los Exámenes a pender del cuello de Atala de manera permanente. Cuando a Atala le llegó la hora de partir, supo muy bien en quién depositar la histórica prenda. La responsabilidad por el Cristo recayó en su yerno, el Tío Mitre, un croata trasplantado en la familia y que había repollado por cinco décadas las fuertes raíces del cariño.

El Tío Mitre aceptó el encargo como quien recibe un gran honor. En sus manos, el Cristo de los Exámenes dejó de tener aplicación práctica y se convirtió en objeto de veneración. De vez en cuando, el Cristo era sacado de su envoltura de terciopelo y mostrado a la nueva generación de la familia, sin que faltaran ocasiones en que era frotado para invocar su poder y resolver algún aprieto o agilizar algún prodigio.

***

Moncho hizo lo mejor que pudo por consolar a Mitre, a quien le tomó unos cuantos días aceptar la pérdida y que desapareciera la sensación de haberle fallado a la abuela Atala. Se contentó con la idea – sugerida por su mujer, quien conocía mejor que nadie a la vieja Atala – de que al Cristo le había llegado el momento de llevar sus maravillas a otros lugares más necesitados.

Hasta el sol de hoy, para desmayo de sus devotos, el Cristo de los Exámenes sigue perdido. O, tal vez – quién sabe – anda por ahí, colgado en algún pecho, reeditando sus milagros para otra familia. Por si acaso, a quien pueda interesar envío el siguiente mensaje: si sabe usted de un crucifijo de oro de cinco pulgadas por dos, frótelo con devoción antes de un examen y olvídese del resto. Que si estudió, le irá bien.

Elizabeth Quezada
Elizabeth Quezada
Interesante relato. Muy bien expuesto...mis felicitaciones a Paulo Herrera...y que va, si hasta las chapas de metales de los nuevos condominios se roban, que será un crucifijo en oro. Muy bien.
Rafael L. Lama
Paulo, Esta es una historia, y muy interesante. Ayuda esta a captar tan ricas historias y anecdotas que por no ser contadas ni escritas se van a la tumba.
Gracias por compartirla con nosotros. Creo que puedes abundar con muchas otras cosas, pue es una historia muy bien contada.

Rafael L. Lama Gattás (Rafelito).

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