Fernando Fernández Duval
El platero estaba sentado en ese viejo
y sucio cajón de letrina que veo allá en el fondo, en aquel remoto cuarto, oscuro
y maloliente, -en el que mi abuelo deposita, cada noche cuando llega del conuco,
sus aperos de trabajo, la cincha, el aparejo y el serón que lleva puesto el
burro. Este tranquilo lugar luce como un templo abandonado, y más que sumergido
simbólicamente entre la mierda, está herméticamente escondido en el fondo del
patio.
Allí justamente estuvo escondido el
platero, en esa posición prenatal, porque a un hombre no lo saca nadie a
empellones en esas deplorables y primitivas condiciones humanas –dice: con los
pantalones bajitos hasta las rodillas, las rodillas pegadas entre pecho y
barbilla, los glúteos desnudos y bien apretados para expulsar el contenido de
las tripas, porque el que lo intentare, se consideraría un ser insensato o un
abusador, calculaba fríamente para sus adentros, mientras sus ojos se
espabilaban tímidamente acechantes y desorbitados como un loco.
Se sentía seguro y casi a salvo en
esas primitivas condiciones, enclaustrado en ese lugar remoto y exclusivo de la
vida, en donde uno se esconde para individualizarse dignamente y en silencio, y
donde no hacía otra cosa que pensar cómo salir de ese rincón, para volver a llevar
una vida sin sustos, sin que lo advirtieran las personas que probablemente lo
pudieron ver entrar a prima noche, volcado en esa silueta pequeña de poca monta,
que era la suya, jabao, de pelo blanco y engomado bigote, huyendo despavorido por
la puerta trasera de la casa curial, hacia el patio más cercano con el cuchillo
de oro de San Bartolomé escondido en medio del berenjenal que había armado, pegado
entre camisa y pellejo. Pero –de encontrarlo en ese abrigadero- la gente lo
denunciaría, lo ultrajaría vilmente hasta pisarle la cabeza como a una maldita cucaracha,
porque no faltaría quien lo viera llevarse el cuchillo, aunque fuera de refilón,
como el pelo, que no falta en el sancocho.
Sólo pensaba en lo que haría, si llegara
a salir dignamente de ese aprieto. Pensaba también en la probidad y la grandiosidad
de su familia, humilde, devota de San Bartolomé y San Antonio, y qué dirían
esos santos y la gente, si llegaran a apresarlo, sería un infortunado, pues
llegaría a su fin como persona legal, porque pasaría a vivir el resto de su
vida en un calabozo inmundo como esa letrina a donde está escondido, si tuviera
suerte, la otra posibilidad fuera que la multitud embriagada de amor por San
Bartolomé lo linchara y le paseara la cabeza como tesoro de guerra.
Este sería su primer y último robo,
nunca había robado, pero esta vez lo hizo, no sabe ahora, impulsado porqué
fuerza, si por demencia, si para convertirlo en joyas valiosas para exhibir o
vender, o por el mismísimo diablo que vive ajuchando hacer lo malo, por
instinto primario, o por otra causa que no entendía en ese preciso momento, del
que ya mostraba arrepentimiento, aunque tuvo tiempo de no hacerlo, cuando
estaba en el campanario como un mundo aparte, subido en el armonio para
alcanzar el cuchillo, en medio de partituras amontonadas y disueltas por el
piso, estampas, esculturas y reliquias de imágenes piadosas con la mirada del
Cristo Crucificado, allá abajo, en el altar, que lo miraba de reojo para que no
lo hiciera.
-¡Se han robado el
cuchillo de San Bartolomé! ¡El que cuida la ciudad!, gritaban con rabia, con
gestos iracundos y amenazantes los devotos de San Bartolomé, que eran todos los
del pueblo.
-Estamos
desguarnecidos, comentaban en las esquinas en pequeños grupos.
-Ahora vendrán las
aguas con las tormentas cuando empiecen los ciclones y nos arrastrarán hasta el
fondo del lago y el valle profundo.
-Vendrán enfermedades
y las plagas y nos matarán.
-El que metió sus
cuartos en siembra, ¡qué espere!, se le secarán las matas.
-¡Pobres de nosotros!
-¡Estamos jodíos!
-San Bartolomé está
indefenso sin el cuchillo. Gritaban alborotados, como si se les estuvieran
quebrándose las ramas de algún árbol en sus entrañas.
II
Después de haber estado sentado sobre
el cajón, al platero ya no le importaban las voces que escuchaba allá afuera,
si lo apresaban y lo mataban, daba lo mismo, porque parecía que hasta San
Bartolomé empezaba a rebelarse y a demandar la entrega del cuchillo, ya que el piso
de madera de la letrina comenzó a moverse con violentas sacudidas, como si de
repente temblara la tierra de un extremo a otro y fuera a tragárselo vivo por
una de sus estrechas gargantas que se abrían y cerraban alternativamente.
Las cucarachas hacían vuelos
rasantes, mientras el hedor lo asfixiaba y los ratones que tenían allí su
escondrijo, giraban como un pequeño ganado a gran velocidad y gimoteaban burlones
y escandalizados, ahora, en círculo, alrededor del cajón.
Estaba obligado a alzar sus piernas cortas
para mantenerlas suspendidas y evitar tocarlos, porque le producían asco por la
murofobia que padecía, y
ya creía no tener fuerza para soportarse en esa posición por mucho tiempo. ¡Casi
desfallecía!, pues perdía el equilibrio y así, empezaba a columpiarse sin
estabilidad de un lugar a otro del cajón, al tiempo que observaba a los ratones
como si alguien superior los hubiera arrojado allí en ese engranaje, y la
fuerza que los trajo era posiblemente la misma que podía llevárselos.
En ese afán, veía en persona a San
Bartolomé que descendía en una especie de aura, despacito y desaparecía como un
rayo por el techo de la letrina con su sombrero de paja y su piel en los
brazos, como quien lleva un abrigo, ya que pensaba que se la hubiesen arrancado
con el propio cuchillo que le había robado, y se aterraba.
-¡No me mate!, gritaba
enfebrecido y prácticamente agotado.
-¡Toma tu cuchillo!; y
cuando extendía la mano para entregarle el cuchillo y desembarrarse del mismo,
San Bartolomé desaparecía.
-¡Toma tu cuchillo!, y
el cuchillo se le escapaba entre los dedos e iba descendiendo por el estrecho
hoyo de letrina a donde había caído, como una piedra brillante que baja del
cielo, para depositarse oscuro, por fin, en la materia fecal acumulada allí en
el séptico, no se sabe cuánto tiempo. Por un momento se sintió liberado de su
culpa, el cuerpo del delito se le había corrido y quizás su pecado había expiado,
ya la prueba había desaparecido, pero San Bartolomé que lo sabe todo, que lo ve
todo desde lo alto y a quien en persona él le había quitado el cuchillo,
tendría la última palabra. En otras palabras, estaba dominado por ideas
encontradas, entre la seguridad de que San Bartolomé lo perdonara, o lo condenara
para siempre.
-Aunque un santo es un
santo y está hecho para perdonar, se complacía de esperanzas en medio de su
tormento.
-¡No me mate!, volvía
a gritar.
Esta vez San Bartolomé
reía de oreja a oreja y el platero se colmaba de impotencia, porque a pesar de
todo, esperaba un milagro del santo al que le rezaba desde niño, y por el que se
vestía de blé, macario y buena tuta y le llevaba al corral de la iglesia, ceras
y algún animalito bien criado y bien cebado de su granja y le guardaba
penitencia en su día los veinticuatro de agosto. Estaba en gran apuro, porque
eso era, a fin de cuentas, lo que faltaba, que el santo lo dejara abandonado en
el momento más difícil de su vida.
-Eso faltaba, decía
desilusionado y fatigado, luego que se le había ido el gozo, fijando sus ojos
en un dibujo de una telaraña oscura por el sucio y el abandono y en donde una
araña negra, peluda, de incontables patitas, tejía con dedicación y devoción, y
en un ejército de hormigas que arrastraban laboriosamente el cadáver de un
insecto que yacía en el piso.
-Quiero tu ayuda, y
cuanto más ayuda le pedía a San Bartolomé, éste se alejaba de aquel mundo de locura
en el que estaba sometido el platero.
El platero entonces se
levantó del cajón y dio varias veces contra los muros manchados de impudicias, con
restos de mujeres y hombres haciéndose el amor. Mudo de miedo, cerró los ojos y
comenzó a rodar en el minúsculo espacio que ocupaba, tratando de encontrar una
ventana para buscar el aire purificado que le hacía falta y para mirar al cielo,
aspirando encontrar en su inmensidad la mirada de Dios para que se apiadara de
él, y la de Santo Bartolomé, que dejó de ver cuando el cuchillo resbaló de su
mano, entonces, lo único que lograba, era golpearse el cuerpo como un objeto
rodante y sin sentido.
-¡No me mate!
-¡Por Dios, no me
mate!, imploraba.
-¡Perdón!
-¡Perdón!
-¡Perdón!, se daba
puñetazos en el pecho.
San Bartolomé se había ido definitivamente
del lugar y sus palabras se las tragaba la soledad momentánea. El piso volvió a
la calma, los ratones se habían retirado en fila india como llegaron de su
madriguera y las cucarachas se retiraban al séptico y a los pequeños orificios
que le servían de albergue, y a la letrina volvió de nuevo la paz y la
serenidad de la noche. El viento volvió a soplar suave desde lo alto de la
montaña como la vela de un velero en la mar, y a penetrar por las rendijas. Aunque
la multitud que lo buscaba volvía a estar más cerca, virando los patios más
cercanos y las polvorientas y maltrechas callejuelas, mientras el sudor lo
bañaba de alivio y San Bartolomé lo contemplaba en silencio, esta vez desde lo
alto del campanario de la iglesia, desde donde cuida la ciudad sin el cuchillo de
oro que le habían robado, pero San Bartolomé en esta ocasión lo miraba con misericordia
y sin poder hacer nada, porque el platero ya había sido condenado a vivir desterrado
para siempre, divagando sin sesera, de ahora en adelante.
1 comentario:
Muy interesante y para mi muestra el camino a seguir en lo que confiere al aprendizaje de escribir cuento.
Publicar un comentario