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martes, 18 de enero de 2011

Ánimas indómitas



Por Darío Solano

Los ogunes habían poseído a los médium, y se hicieron dueños del aire, el mar, las estrellas y la luna

Han transcurrido 200 años desde que el ingenio fue abandonado por los blancos. Desde el palenque vi cuando el fuego consumía el cañaveral, al fogaraté silvestre que en el bejucal crecía y que a veces era usado para desbaratar las fiestas de los esclavos.

Eran los ancestros que cobraban la deuda a los esclavistas, invocaban a las llamaradas. Volví al trapiche porque mi vida, que es parte de mi muerte, está aquí.

En estas tierras mi madrina sembró mi ombligo. Y jamás moriré mientras mi memoria respire la amargura del látigo del mayoral.

He vuelto a recorrer el campo, a curar las heridas que una carimba ardiente me dejó con las siglas del amo. Fui una pieza más del engranaje del ingenio.

Escasas mariposas vuelan por la hacienda, en la lejanía se escuchan quejidos y sonidos de tambores enmudecidos.


Anoche la luna se acostó temprano, de mí se apoderó una pesadilla; sudores salinados brotaban de mi rostro lastimado por aquel pasado.

No morí en el ingenio sino en la picota frente a la iglesia de Santa Bárbara, a la vista de mi gente, esa fue la condena por mi rebeldía. La noche fue larga, se mantuvo oscura hasta el crepúsculo.

Sentí correr lágrimas por mi rostro, rabia insatisfecha por no poder revivir al mayoral para ahogarlo en una pipa de guarapo hirviente, a ver si saboreaba el dolor que producía su látigo en nuestros cuerpos.

En la madrugada, los ogunes habían poseído a los médiums, se hicieron dueños del aire, el mar, las estrellas y la luna; se rebelaron, querían la libertad deseada para los que habían muerto encadenados.

Un ejército “petró” se constituía en abogado. Todo estaba convertido en llamas; el dolor y la impotencia se consumían junto al fuego, la candela devoraba los grilletes, al látigo, y cicatrizaban las llagas coloniales.


Otras noches se hacían grises y frías. Las doñas despedían al sol encendiendo jumiadoras y extendían sus rosarios por más tiempo. Se escuchaban las brisas dialogar, incomprensibles para el pueblo, una mezcla instrumental de cuerdas y vientos como si se tratara de la ceremonia que aludía: “Lázaro, levántate y anda”.

Ya los negros no lloran, bailan esquizofrénicos a tal velocidad que alcanzan los rayos del sol. Hay un coro celestial que exige recuperar al negro en las ruinas del Convento de San Francisco de Asís en Santo Domingo.

Ya despierto, renazco en el incienso, en el sonido cándido de maracas y del humo de un hediondo pachuché.

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