Autor: Sobieski De León
Relato
En su cerebro todavía estaba el recuerdo de la haitiana. Por más que lo intentaba no lograba recordar su nombre. Cosa extraña si anoche mismo la tenía clavada en su sexo. Fue en la cocina de la casa. Ni supo cómo fue a parar a esa otra ciudad de misterios como si fuera una aparecida más en una noche de difuntos. Lo cierto era que se habían encontrado de nuevo. Eso era todo. La vez última que se vieron fue en aquella oriental ciudad que daba al mar con ese olor a sal, marisco y sexo tan propio de las ciudades costeras.
Se conocieron en un hospital público donde ella atendía una pequeña cafetería habilitada para ofrecer jugos y sándwiches al personal que todas las mañanas laboraba allí cuidando enfermos.
Ella había logrado que el Director de la institución le arrendara la barrita como cariñosamente le decían al negocio. Se había hecho costumbre entre médicos y enfermeras saborear un sándwich de queso con un vaso de leche bien fría. Otros preferían café con leche caliente. Para muchos un jugo de china natural con mucho hielo picado era la exigencia, sobre todo los lunes en la mañana, día de resaca y estómago irritado por los tragos del domingo.
El recuerdo más lúcido que conservaba de ella era negándole un poco de hielo al Dr. Musa, un pecado mortal en una ciudad como aquella donde los apellidos eran sinónimo de potentado. Decir Musa o Hazim significaba “los dueños del pueblo y los demás pendejá”. Sin embargo el doctor Musa era un joven médico tranquilo, bonachón, aunque con un rostro de “venido” que no obstante no denotar inteligencia era aceptado por todos sus colegas. Algunos habían concluido que nunca hacía alarde de su origen ni mucho menos de que su padre fuera uno de los médicos históricos de aquel lugar.
El doctor Musa le había pedido un jugo con mucho hielo. “No, doctor, no tengo hielo”, contestó ella. Al lado del doctor, acomodado en uno de los bancos de la barrita un joven como él pero sin su alcurnia, saboreaba lo que el galeno pretendía como si fuera el mismo deseo de Dios.
“¿Y por qué él tiene?”, cuestionó aireado y de muy mal humor. Su fachada de educado se había hecho añicos externando improperios contra “esa maldita haitiana que ni siquiera dominicana era”. El otro, tampoco era de aquella ciudad. Era como si hubiera sido ofendido por ese par de desconocidos y extranjeros en sus propios predios despojándolo del poder que su distinguida familia transmitía en sus palabras que no eran más que vedadas órdenes en el fondo.
“¿Por qué él tiene y yo no?” volvió a preguntar con más violencia el tal doctor Musa señalando al otro. Y ella, cuyo nombre no ha querido aflorar a su memoria, cerró sus labios guardando silencio e hizo un mohín natural de disgusto con su rostro conciente de que el ofendido no tenía más dignidad que ella. Finalmente completando el primer gesto levantó sus dos hombros. Fue así como lo dijo todo. Todo lo que quiso decir y dijo.
Recordaba más. La veía ahora contándole sus pequeños problemas cotidianos y él escuchándola. Se quejaba de que la rechazaban “por haitiana”. A su pequeña hija de diez años que había hecho traer de Haití, los otros niños de la escuela la burlaban. La niña siempre regresaba llorando a la casa. Había que ver lo educadita que era, lo agradable de su carácter y esa dignidad que reflejaba como desde temprano solían hacerlo sus hermanos de raza, mezcla del dolor y la paciencia acumulada.
Era notable la diferencia que existía entre ella y los tígueres que poblaban también desde temprano las escuelas públicas, verdaderas fieras que no respetaban a “siño nadie”, ni siquiera a su propia maestra.
Fue en la cocina que se cogió a su mamá. Ella estaba ya desmaritada.
La cocina había sido siempre una de sus fantasías y al ver sus pechos paraditos se llenó de asombro imaginando cómo las haitianas tenían las tetas tan duras y hermosas aún cuando pasaran de los treinta años.
Esta vez, como de costumbre, llevaba un vestido de tiritos al hombro. Era como si no hubiera tenido en la vida otra cosa que ponerse. O tal vez era la moda que más le gustaba. En la parte superior presentaba un discreto escote que apenas insinuaba las eminencias de los pechos. Recordaba que desde que la conoció nunca llevó brasier. Para qué si no era necesario. A los brasieres, nuestras mujeres les llamaban “sostenes” y ella no tenía en lo absoluto nada que sostener.
Las cartas estaban tiradas sobre la mesa. El propósito era claro. Ella lo supo desde el principio, por eso se mostró tranquila, apacible, en postura de dar como si se tratara de una muchacha púber.
Metió su mano derecha con cierta premura pero sin violencia entre sus pechos y sacó el seno izquierdo, atractivo a pesar de una cicatriz nítida que presentaba partiendo desde el mismo pezón hacia sus otras extensiones como un rayo de bicicleta. No conforme con lo que había hecho expuso a sus miradas el otro seno, libre de toda mácula, comprobando que eran tal y como el vestido los mostraba, elásticos, amenazantes, como dos asombros puntiagudos, como si se tratara en realidad de una adolescente de diecisiete.
Estaba poseído con lo que le llegaba a su alma y empezó a acariciarlos con la avidez propia de un hombre agazapado en un tiempo en el que no se toca un cuerpo de mujer. Los besaba siempre buscando en esa acción lo que desde niño había buscado en los pechos de su madre. Qué podía sentir al abandonarse como náufrago en los pechos de aquella mujer sino esa sensación de calma frente a la angustia en que la existencia metía a todo ser por el sólo hecho de venir a la vida.
Por los pechos comenzaba el placer de la vida, la explosión de los cuerpos.
No conforme con lo que ya poseía y excitado por la sensualidad que de ellos emanaba dejó resbalar su mano derecha por la comba del vientre de aquella dulce compañera con un fin único y preconcebido, llegar al origen. Y llegó, e hizo trepar su mano sobre la mata de pelos que encontró en el camino de su dicha, alborotado de emoción con el Monte de Venus de la diosa que entretenía sus dedos.
Frotaba los genitales tratando de excitarla y excitarse él aún más. Ocurrió algo insólito. Como si estuviera en una clase de Anatomía tomó con ambas manos cada una de las ninfas separándolas. Su dueña se contorneaba hacia atrás formando un arco con el sexo proyectado hacia el amante. Chupó la vulva una y otra vez. Fue en ese instante que ocurrió lo extraño. En la mente del poseso se mezclaron cosas acaecidas en su vida pasada con otras del presente que vivía. Con precisión localizó el meato urinario y haciendo caso omiso del introito vaginal, incrédulo él mismo de lo que acontecía, introdujo toda su virilidad en él. La haitiana seguía sus contorsiones con más y numerosas demostraciones de placer. Pensaba que debía ser incómoda para ella esa posición en la cual tenía la fuerza de gravedad en su contra. Además podía sufrir en cualquier momento una inesperada contractura que lesionara su columna vertebral. Quiso evitar esa posibilidad colocándola más cómoda en el piso de la cocina. En su nueva postura, la poseyó de nuevo.
Sólo le preocupaba una cosa. Su hermano y su prima rondaban el patio de la casa y no quería que vieran lo que hacía para librar de la vergüenza a quien se había entregado con tanta bondad y naturalidad a satisfacerlo y al mismo tiempo librarse de su propia vergüenza manteniendo el recato que lo caracterizaba. Aquello era un acto entre la haitiana y él y nadie más tenía que participar ni siquiera con la mirada. Además tenía un respeto muy grande por su prima que era una doncella virgen y le daba horror la posibilidad de que lo vieran cogiéndose a una mujer como el animal que en realidad era y que desde su nacimiento llevaba dentro de sí.
Relajados y satisfechos estaban los dos cuando él le propuso que fueran a ducharse. Tenía todo el vientre sucio de su propio semen y el vello púbico pegajoso por aquel almidón caliente y natural que había eyaculado.
Cerraba los ojos mientras le caían las abundantes gotas que le devolvían su fragancia natural y quitaba de su cuerpo aquellos olores propios de las bestias en celo. Se preguntaba bajo el agua que gozaba como un niño si todo aquello había sido sueño o realidad. Qué era la existencia en última instancia sino dos vidas que transcurrían entre la realidad y el sueño.
(San Juan de la Maguana, Agosto, 1993)
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