Visa al merengue en el Oriente cubano[1]
Por Bismar Galán
Introducción
Penetrar en las manifestaciones culturales de los individuos de una determinada región nos lleva a comprender el valor que tienen sus maneras de ver, sentir y, sobre todo, de articular distintos elementos, como la música y el baile, en la reinvención de sus culturas. Estudiar un fenómeno como el merengue nos transporta a un escenario en el que se impone, más que teorías históricas y antropológicas, un hecho cultural identitario de todo un pueblo. La música, y en ella el merengue, debe ser estudiada como un complejo entramado de sentidos que opera en las prácticas culturales como elemento socializador y, al mismo tiempo, diferenciador de estatus, roles e identidades.
En el contexto caribeño, la música, dentro de ella el merengue, tiene particularidades especiales por las raíces comunicadas. Definir sus límites, sus orígenes y pertenencia es un insondable mundo en las búsquedas científicas más decorosas. Y es que realmente, “Aunque la retórica contemporánea pueda hacer pensar que cada cultura es una entidad original, hay abundantes datos que demuestran que consiste en una mezcla sutil de influencias autóctonas y ajenas” (Barofsky, 1999: 67).
La presencia del merengue en los espacios cubanos, cualquiera que sea su nacionalidad, es una eterna y plausible circunstancia. No sólo debemos centrar nuestras observaciones en los estudios que al respecto han desarrollado destacadas personalidades de la música y la investigación, como los cubanos Helio Orovio y María Teresa Linares. Fijemos nuestra mirada en la memoria de los participantes, en sus creaciones y recreaciones que, desde nuestra perspectiva, es lo que dimensiona y patentiza las culturas. Lo que creen, piensan, lo que construyen y reconstruyen las comunidades, atadas muchas veces al pasado por la in-humana manía del recurso del ayer como vía para acusar el presente, constituye la verdadera cultura.
Con la presente comunicación pretendo acercarme a elementos que vinculan la cultura del oriente cubano con el inmortal baile y ritmo conocido como “merengue dominicano”. Baso mis argumentos en el estudio de casos concretos, aunque no pormenorizados: el merengue en las ciudades de Santiago de Cuba, Manzanillo y la mediterránea Contramaestre. Tomo como esencia, más que los elementos históricos, aquellos que verdaderamente dan vida a los hechos culturales, los que tienen que ver con el significado cultural que atribuyen los actores sociales a los hechos de la historia para vivir el presente.
Los nexos
Las migraciones, los intercambios, las coincidencias históricas, son fenómenos determinantes en las construcciones y reconstrucciones culturales de los pueblos. La emigración de colonizadores franceses hacia el Oriente de Cuba, fue introduciendo y catalizando la formación de nuevos ritmos musicales. Los inmigrantes se asentaron en la Sierra Maestra, donde sembraron esencias musicales que aún viven no sólo en Santiago de Cuba, sino en todo el país. Esta es una de las variantes históricas consideradas como vía del arribo del merengue a la mayor de las Antillas.
El merengue, ese ritmo y baile con pasaportes dominicano, haitiano, puertorriqueño, cubano... es un nexo en las identidades de los pueblos caribeños. Pero, al mencionar el término “merengue” en el ámbito musical, no es referencia directa al Caribe, sino que estamos identificando esencialmente la tierra quisqueyana. Casi nunca se dice simplemente merengue, sino, y esencialmente, se habla de merengue dominicano. Pero aún cuando se obvia el gentilicio, se da por entendido, en la región que analizo, que se está hablando de éste.
El merengue se ubica, genéricamente, dentro de las expresiones del folklore de origen afroamericano. Sus antecedentes se pierden en una amalgama de elementos de procedencia diversa. No es fantasía decir que el merengue sintetiza el aliento musical dominicano como expresión integradora de culturas patrimoniales, al conjugar el güiro aborigen, la tambora africana y el acordeón europeo. Se afirma, además, que fue cantado y bailado en 1844 en los campos de batalla donde el pueblo dominicano luchaba contra las tropas intervencionistas haitianas, con lo que eleva su relevancia histórica. Pero su pertenencia mayor está en que aquí se ha regado y cultivado la rosa que alguien sembró en algún lado.
Los nexos históricos entre las tierras del Caribe, la semejanza de sus hombres y mujeres, herederos de una cultura que se afinca en los valores más profundos de nuestros antepasados, son esencia de lo que se levanta como parangón de un territorio común. La eterna movilidad de los que erigen sus raíces por encima de vanas diferencias ha sido, en gran medida, principio de los elementos comunes en cuanto a la música y la cultura en su conjunto: dominicanos en Puerto Rico, puertorriqueños en Cuba, cubanos por el Caribe son herederos y heredados en sus más disímiles manifestaciones culturales.
Son interesantes y diversos los vínculos de estas tierras a través de elementos como la música y el baile. El hecho de ser receptores comunes de diferentes grupos migratorios, desde los aborígenes hasta los más recientes, llegados de diversas naciones que deciden compartir el calor de nuestras culturas, nos hacen semejantes en diversos elementos. En ese conglomerado cultural, la música, y específicamente el merengue, como uno de sus mayores, más antiguos y más diversos ritmos, merece una mirada desde un caso específico: el merengue dominicano en el Oriente cubano.
Es cierto que existen variantes del merengue en Venezuela, Haití, Colombia, Puerto Rico, donde la diáspora dominicana lo emplea como una justificación para la asociación del grupo en defensa de los valores que le definen como tal, y como vía para mantenerse atados, muchas veces con nostalgia, a su tierra. No es este el caso de Cuba, donde no se puede hablar de una fuerte presencia de dominicanos en los últimos 45 años, y mucho menos en la parte oriental del país. No es nuestro caso el mexicano, el puertorriqueño o el venezolano, donde la presencia dominicana tiene una gran fuerza en cuanto a número y nivel de inserción en el mundo de la música. Sin embargo, el merengue dominicano (de no serlo, al menos así se le considera en nuestra tierra), nunca ha estado lejos del pueblo y de sus creadores. Y en esa disputa de las naciones por la paternidad de algo tan singular como la música, no es extraño que muchos reclamen, incluso en un evento como el que desarrollamos, la paternidad del merengue. Cada día llegarán más justificaciones, pues “al hijo bueno todo el mundo lo quiere”. Y es el merengue un hijo ilustre de padres aún desconocidos. Y eso me parece muy bueno, pues, unos lo defienden por su seguridad en que les pertenece, y otros... por la misma razón. Esa disputa permanente es uno de los elementos que más aporta a su vitalidad.
Para los individuos del Oriente cubano, cuando se habla de merengue no se piensa esencialmente en otro que no sea el dominicano. Esta visión tiene como alegato los lazos culturales que de forma histórica se han establecido entre los dos pueblos. El hecho de estar geográficamente más cerca de la capital dominicana que de la cubana (La Habana) puede ser móvil de que, en muchos casos, la similitud cultural entre dominicanos y santiagueros -u orientales de Cuba, en general- sea muchas veces superior a la existente entre habaneros y orientales. Allí, si se habla de música, de fiesta y se menciona la palabra merengue, simplemente se refleja el ritmo y baile dominicano.
Un elemento que puede hablar de los nexos del merengue entre Cuba y la República Dominicana es el de las creaciones musicales y coreográficas. En la coreografía no vamos a encontrar esencialmente el paseo o introducción del merengue tradicional, y que recuerda cierto estilo del danzón cubano; tampoco de la sección llamada jaleo, un tanto desaparecido del merengue actual en República Dominicana. El merengue es un ritmo que no pasa de moda, sino que se acomoda a las nuevas exigencias y a los nuevos modos de creación y de vida de los hombres y mujeres del Caribe, donde el Oriente de Cuba no es una excepción.
En esta región de Cuba también ha “evolucionado” el merengue a la par de los cambios en suelo dominicano, a pesar del débil intercambio que en el área musical se sucede entre República Dominicana y esta zona de Cuba. Un elemento que habla de la conservación de esa similitud es que en los años 1940 a 1959 se hacía esencialmente el merengue tradicional dominicano (Perico Ripia'o), donde los elementos distintivos eran el acordeón, el bajo, la tambora y la güira. Tal como en tierra quisqueyana, en el Oriente cubano se ha pasado a la instrumentación con metales, piano, batería... lo cual ha influido hasta en la conformación de piezas diferentes.
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