Un sábado con mucho sol, mucha gente en la calle y caballos amarrados de la acera, que es el parqueo de bestias. Pero la camioneta es el transporte de más uso en la comarca. Delante el chofer techado; detrás los pasajeros, que van sentados al sol —o a la lluvia—en los bordes de la cama descubierta, y mezclados con puercos, chivos («¿vende los pollos?»), líos de ropa, dos del Cuerpo de Paz, sogas. Todo revuelto.
Y los berridos al bajarse o el aleteo de las gallinas amarradas.
Empezaron a llegar desde tempranito, y con eso fue que me topé al salir a la calle tras el desayuno: la gente apeándose para dirigirse al mercado. Un mercado del fondo del país, con ese carácter de feria trashumante en que los vendedores están hoy aquí, allá mañana, después más lejos.
¿Cómo no ir a verlo?
Sacos de café sin descascarar, rueditas de queso blanco, dulces extraños que sólo tuve tiempo de mirar.
Bajan de la montaña oficios olvidados que dejan el rincón casero para salir a escena en el tablado de la feria. Aquellas mujeres, por ejemplo, que trenzan el tabaco. Ponen la tripa en la hoja fina, la enrollan sobre una tabla y con el rollo de tabaco hacen la trenza.
—¿Cuántas? Trenzas hago yo más de veinte en una mañana.
Son las huevas de tabaco dulzón para «los chupadores», como les dicen con cierto retintín de reproche. Tabaco de mascar. El de aquel cuento en que el colmo de la miseria salía a luz en esta frase de conuco: «Empréteme su macá…»
Y velas de cera auténtica: de cera negra las más, otras de blancor amarillento y pálido como los cirios de muerto en el poema de Bécquer, que son las que han llevado a decir «rostro de cera». Velas que da trabajo encontrar en otro sitio porque ya casi no las hacen: ha subido mucho el precio de la cera de abejas; pero aparecen allá por ser las que manda el protocolo de la brujería o aquellas en que más convencidamente arde el ensueño celeste de las beatas o quema su sacrificio de oraciones el rito fronterizo.
La feria tiene local escaso y desborda por aceras y calles adyacentes.
En el fondo de una de esas calles (que es, por no tener, callejón sin salida) queda el palán: nombre que dan allá al mercado de reses, pero en el cual, a más de vacas y novillos, también se venden chivos y hasta gatos.
Palán quiere decir en el creole haitiano «corral de becerros». La palabra cruzó la frontera y se ha quedado a vivir entre nosotros. Aquí atildó el sentido: salió del hato y ahora recibe al hatero en el mercado. O mejor: no al hatero propiamente dicho, sino al campesino que anda en trueque de animales. Pero se quedó en el país. Mucha gente cree que las fronteras son únicamente líneas divisorias. Yo veo que también son líneas de trasiego. Deslindan el territorio nacional, pero no atajan. Es dudoso que exista separación más permeable. Se tienden no sólo entre montañas sino entre seres humanos además, y éstos forman en ellas zonas de confusión sincrética, donde hasta el amor colindante y nacionalmente difuso suele tener también hijos sincréticos. La frontera, eso sí,marca el umbral que activa el cobro de los derechos de importación. Pero las palabras disfrutan de exenciones. Palán entró libremente, como las nubes. Y ya que hay puristas que confunden la gramática con el arancel de aduanas, habrá que compadecerles la brega que les dará este caso.
Veamos nosotros, entretanto, el palán de Las Matas.
Allí se apaga el bullicio del mercado. Grupos de campesinos silenciosos examinan las bestias y deciden calladamente. Nadie habla en voz alta. Ni siquiera el vendedor para recomendar su venta. Grupos lentos, inmóviles, envueltos por la neblina del silencio. Yo tuve que acercarme y aguzar mucho el oído para percatarme de lo que musitaban con la cabeza baja mirando al suelo:
—Ellos compraron un becerro y allí están comprando otros.
Aquellos, después de mirar y remirar de cabo a rabo un animal, se arrinconaron a comentar secretamente:
—La vaca se ve flaca; pero uno le da de comer y engorda bien.
Y enseguida el silencio.
Van a comprar. Un campesino sostenía por la brida un caballo que tenía ya las árganas repletas de alambre de púas; pero allí estaba pensativo, rumiando mentalmente las ofertas.
Aquello parecía templo de sosiego para reflexionar negocios.
Por eso sonó a escándalo chocante el camionero que se metió entre los grupos palmeteando: «Si hay vacas que van para la loma, hablen conmigo».
Nadie le puso asunto.
Estaban como en otro mundo:
—Si usted quiere, yo le doy la bestia. Usted me deja lo que tiene, y el miércoles viene con el resto y se la lleva.
Salí de allí y me encontré de nuevo en el tráfago sonoro.
Una cubeta llena de manteca blanca.
—¿Qué es eso?
—Desrizado pa’l pelo.
(Lo venden por cucharadas).
Aldabas, bisagras de lengua larga. Hechas a mano, de hierro viejo, para puertas antiguas, más viejas todavía.
Pasa el pregón de un niño con una ponchera de maíz sancochado en la cabeza. Otro la lleva verde: llena de lechugas.
Sacos de arroz, a 18 el jarro. Pero arroz largo y limpio. Del bueno. Me llamó la atención y me explicaron: el campesino de las regiones arroceras no come arroz malo, y por eso aquí lo venden seleccionado.
Semillas trigueñas de cilantro.
Y sobre sacos tendidos en la calle ropas multicolores, gorras de telas chillonas o zapatos de material plástico.
El profesor Eugenio Marcano me había llevado para que viendo todo eso conociera mejor a mi país.
Después seguimos viaje hacia El Cercado y Hondo Valle, y en el camino —la sierra de Neiba al frente— yo seguí pensando en el palán. Porque no son palabras solamente: muchos bohíos tienen pintados los signos del vodú en el frente, los trazos del vevé: ramajes del árbol mágico en color verde sobre fondo blanco, o en rojo sobre rosado. O aquella casa azul punteada en rojo: la decoró Seurat. Otras donde el ramaje ya sólo es alusión jeroglífica esquematizada, y alguna hasta con leyendas de su credo.
Para llegar a Las Matas habíamos salido de San Juan casi al amanecer. Vimos los guardias de la fortaleza, al sol como los gallos. Y al parar en la estación de gasolina, «palos». Un grupo con tres banderas: roja, verde y azul —unas ocho personas— llevaba los tres «palos», el mayor, el menor y el alcahuete. Con ellos, una mujer en hábito de San Francisco. Estaban entrando a la ciudad.
Después, más adelante, me salieron al paso costumbres más generales.
Pasada la sabana de Chen, en lo alto del barranco cortado por el arroyo Paso del Cepo, un viejo
campesino daba esta explicación del tirapiedras que llevaba en el bolsillo:
—Es para vigilar el maíz, por causa de los caos y las guineas.
Vacas rojas. Un niño al anca de un burro morado. A lo lejos gira un molino de plata. Y a la vera
del camino, el tabaco de andullo:
—Mira como lo tienden: al sol, sobre cuerdas amarradas de estacas, y sin techo.
Había llovido y se veía empapado.
—¡Buena mojada se dio ése anoche!
¿Y sabe usted por qué las mecedoras y las sillas estaban también al sol, fuera del bohío?
Porque era sábado y ese día las lavan y las ponen a secar.
Me costó trabajo creerlo, hasta que al pasar por un puente pude verlo con mis ojos: abajo las tenían metidas en el río.
El lavado de ropa tiene también su calendario campestre: lavan los lunes, tienden los martes y el miércoles planchan. Entonces la guardan hasta el sábado para cambiarse.
Y aquí pongo el remate con otra estampa pintoresca: cuando hay fiesta en el hotel Farfán, de Las Matas, las parejas bailan y al llegar el descanso de la orquesta se van al parque a pasear.
Dejan la cerveza en la mesa, y regresan a bailar cuando la música empieza de nuevo.
Ahora no hay música. Vayamos a pasear también nosotros.
Dibujos como éste son frecuentes en las fachadas y paredes inferiores
de las casas de tejamaní de la frontera. Fotografía tomada en Las
Yagüitas, de Bánica, dentro de un bohío. Se barrunta en ellos los
dibujos del vudú llamado «vevé».
Chivos que llegan berreando, colgados en la parte trasera de una camioneta, al mercado de animales de Las Matas.
Las tabaqueras llegan, sabe Dios
de dónde, a Las Matas, los días
de mercado, y enseguida empiezan
a trenzar las huevas de tabaco.
Tabaco de mascar o de cachimbo.
Y lo hacen con tal destreza que
en una mañana pueden llegar
a preparar muchas docenas.LA NATURALEZA DOMINICANA
• FÉLIX SERVIO DUCOUDRAY
REGIÓN SUR
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