Historias del pasado
Poco a poco el sentido de la población iba sumiéndose en místico recogimiento, como “triste hasta la muerte” estuvo en este tiempo el alma de Jesús y el miércoles con la proseción de Maria Dolorosa a las 9 de la noche, esa unción llega hasta el clímax. Las puertas se cierran y el menor ruido no se hace sentir de ser humano alguno, para despertar en la mañana siguiente a asistir a misa en conmemoración de la institución de la Eucaristía, ceremonia a que a la cabeza del pueblo iban las autoridades, En el cuello de la más alta jerarquía colocaba el sacerdote, pendiente de vistosa cinta, la llave del sagrario en que permanecería prisionera la Augusta Majestad del Amor.
Se lleva a cabo la solemne función de lavatorio, llega y pasa la noche y amanece viernes santo con el alma del pueblo como envuelta en el sudario que le cubrirá hasta el Sepulcro, porque el Hombre-Dios ha muerto.
Ni el canto inocente de la niñez, ni la natural locuacidad de las mujeres, ni la festiva alegría de los hombres avivada por las por las libaciones, perturba la quietud de muerte en que se sumía la población.
Es fama cierta que en los viernes Santo en estas comarcas ni se cabalga para que el piafar de los caballos rompiera la quietud imperante y que las amas de casa preparaban los menesteres caseros y culinarios desde el jueves temprano, para no turbar con ellos el recogimiento espiritual del ambiente que debía seguir a través de la procesión y hasta el toque de gloria al filo de las diez de la mañana del sábado santo.
LA PROCESION
Maria Dolorosa, atravesado su corazón con las lanzas que simbolizaban el dolor de haber perdido, en holocausto de la humanidad y de un pueblo que le sacrifica, al mejor de los hijos y al amoroso padre y creador de la humanidad, San Juan, el discípulo amado, van tras el santo sepulcro que lleva dentro de sí los despojos mortales del divino Nazareno…
En esta procesión, para ilustrar al pueblo, se exhibían todos los instrumentos de la pasión: La Cruz, símbolo de nuestra redención y colgado de ella un paño blanco que simboliza la pureza del que instantes antes dio a ese madero la gracia inmensa de recostar en él su cuerpo para que su alma volase hacia el Padre Eterno de quien es parte., la corona de espina que pusiera Pilatos a las sienes Divinas y el manto purpúreo y la caña o cetro del Rey de burlas., el gallo que recordó la negación de Pedro, los clavos, ¡ay los clavos! Parte de los cuales golpearon el rostro de la Santísima Virgen al arrojarlos un malvado sobre ella y proclamar que ese era la herencia de su hijo., la escala que debió servir a José para trepar al Árbol Santo a recoger el cuerpo inanimado del Salvador, la jarra y la jofaina con que pretendió Pilatos lavar el más nefando pecado que humano hubiera cometido hasta entonces., todo era portado con unción, en bandejas artísticamente arregladas o de manera más decente y respetuosa, por un grupo de adolescentes de ambos sexos elegidos y adiestrados para la solemne ceremonia.
Y esta procesión recorría las calles de la villa, para regresar triste y callada a la iglesia con las últimas luces del día que seguía oscuro como negros eran las sombras que envolvían el corazón de todos.
Y amanece el Sábado Santo. El recogimiento empieza a ceder tras los preparativos para oír el repique de “Gloria”, cuando el sacerdote, al oficiar la misa del día canta, después de la Letanía Mayor, o de todos los Santos, el “Gloria a Dios En Las Alturas”, para implorar en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.
Al amanecer, irrumpe a la población la misma ola humana formada de los campesinos que llegaron el 13 de diciembre, cada uno con su carga de botellas de agua limpia que vierten en la pila que será en breve bendecida por el sacerdote, y de la cual querrán todos llevarse más de lo que trajeron, como si con el agua se hubiesen registrado los milagros de multiplicación de panes y peces obrados por el Salvador.
Pero lo más pintoresco en este día es lo abigarrado de la vestimenta de los mozos y mujeres del campo, con sus fulares de seda a la cabeza y a la espalda y sus trajes de más de un color muchas veces, y regularmente sus calcetines o zapatos colgando a espalda, más dócil a llevarlos que los pies mal acostumbrados a esos aditamentos.
Los hombres, revólver y machete al cinto, toalla al cuello vestidos de sus típicas guerrillas de fuerte azul, en brazo su gallo favorito, esperaban también desde temprano el repique de gloria para ajustar sus peleas y dedicarse al juego o deporte favorito del habitante de estas comarcas: las lidias de gallos.
Gloria…
Así canta el sacerdote, Gloria repite, al son de las campanas y el estruendo de los palos del Espíritu Santo y la algarabía festiva de niños y jóvenes, y el estallido de cohetes y montantes., y hasta la brisa suave de la primavera, nos anuncia en ese instante nueva vida. Típico de ese día son los bautizos a los cuales asistía la madrina abigarradamente vestida y el padrino siempre bajo su ancho paraguas, hubiera sol o no hubiera, llovieran o no lloviera, porque nuestro campesino no concebía un bautizo sin paraguas.
Par completar las festividades del día, salen a las calles comparsas de máscaras, alegres y bulliciosas, ataviadas grotescas o refinadamente, y viene al caso un episodio de uno de los sábados Santos que protagonizaron DON Eleuterio Fortuna y el entonces chiquillo Abraham Arbaje y sus hermanos Miguel y Jorge, así como el padre de estos, residentes entonces en Haití, y luego troncos de apreciadísimas familias de esta localidad.
Do Eleuterio, negro a más no caberle y tan feo como negro, se vistió de máscara. Suponga quien lo conoció que súper-máscara sería, y haciendo uso de una sábana roja, irrumpe al mercado donde vendían sus géneros los Arbaje y envuelve con ella al pequeño Abraham, nuestro bien querido Abraham y sale huyendo con él ante el susto del chico y la consternación de los hermanos y del padre, que no pensaron en otra cosa sino en arrodillarse a suplicar al monstruo “que lo pasar por la iglesia antes de comérselo”. Pero no se lo comió, pues Don Abraham creció y fue de los mejores amigos de Eleuterio siendo el primero que aferró a su ataúd, triste por la parida del amigo, cuando éste emprendió el último viaje…
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