Por. Wilson Roa/Escritor. Actor y Director teatral. Diplomado en Gestión Cultura
La tarde del domingo, Richard llegó temprano a la cita. El palacio de los artistas era un edificio imponente ubicado justo en frente del parque central, célebre por su pasado lleno de espectáculos grandiosos y por la calidad de la academia de estudios artísticos que allí funcionaba, de la cual habían salido muchas glorias del arte de ese país.
— ¡Esto es increíble!, —Exclamó Richard, maravillado por el esplendor del monumento. —Había oído hablar de este lugar, pero no me imaginaba que fuese tan grande. El mundo debe guardar muchos tesoros de felicidad allí dentro.
Igual que la mayoría de lugareños, Richard jamás se había detenido ante el majestuoso juego de columnas centenarias. Ahora tendría la oportunidad de ir más allá de la fachada frontal del edificio para descubrir las verdades que gritaban sus columnas, paredes, puertas, ventanas y salones. Subió los escalones frontales del edificio y marchó hacia su destino, dejando a tras el ruido de la calle. Empujó una puerta del edificio que estaba entreabierta y se introdujo en el lugar. Una vez allí, descubrió lleno de asombro el paradójico contraste entre el rostro y las entrañas del monumento. Era un cementerio de escombros, sus columnas internas estaban agrietadas, el piso lleno de trozos de concreto que se desprendían de los techos manchados por las filtraciones, las puertas interiores lucían carcomidas y las ventanas remendadas con trozos de hojalata. Richard confirmaba una vez más que las cosas no son sencillamente lo que parecen. El viejo salón de eventos estaba colmado por cientos de pupitres esqueléticos, el piso estaba sepultado bajo los muros de tierra que se levantaba al lado de profundas excavaciones, las paredes desnudas exhibían sus costillas de acero oxidadas, y gruesas venas de comején se extendían sobre su faz. Los pasillos lucían desolados y oscuros, en cuya penumbra se distinguía el busto de una estatua femenina. Richard se acercó para saber de quién se trataba, viendo la inscripción que rezaba: “En memoria de la Profesora Luz Del Carmen Romero, (Doña Luz), fundadora de El Palacio de los Artistas”. Richard sacudió la cabeza y dijo en tono irónico:
— ¿Pero qué cosa tan terrible habrá hecho esta mujer para que le dediquen un monumento en tan mal estado? Ya fue abandonado por mucho tiempo.
Yo fui Director Provincial de Cultura cuando SOLICITAMOS al ministro de cultura el remozamiento de ese monumento. El egoísmo de quienes hoy pretenden borrar la memoria de la profesora Hilda Cámpora Bello (Doña Monina) no puede ser indiferente ante los hombres y mujeres de esta generación. En mi libro Cuesta Arriba he dedicado el siguiente párrafo para llamar la atención del abandono a que estuvo sometida esta edificación:
LA HISTORIA NO PUEDE PAGAR CON OLVIDO A LOS PROTAGONISTAS. Esa era la cuna del régimen más odiado por nuestra historia contemporánea. Solo el amor, el trabajo y sudor que esa mujer vertió allí pudo lavar esa realidad, y lograr que la gente de hoy vea en el otrora monumento del terror, un palacio de las artes. Les aseguro que cualquier nombre que lleve ese edificio será un monumento de injusticia e indolencia, si no destaca la figura de la madre que le parió.
LOS INGRATOS OLVIDAN DEL PASADO HASTA EL PROPIO NOMBRE
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