CUMPLO LO PROMETIDO...
Ra. Ramirez Baez
Al leer y al mismo tiempo juzgar a un escritor por algún
libro se corre el riesgo de exagerar o simplemente emitir juicios erróneos. Y
si el escritor es contemporáneo, siempre carecemos de perspectivas. Estas
premisas exigen sumo cuidado, cuando existen notables vínculos de cultura y lo
que es más complicado: tener en común asuntos de una determinada región. Esas
posibilidades de equivoco aumentan cuando, como ocurre con José Enríque Méndez,
él escritor conoce en profundidad los elementos de su cultura y los de otras
más lejanas que se dejan sentir en sus amplios conocimientos de antropología e
historia; y en consecuencia, lo que para otros parecería exagerado, para él es
producto de profundas meditaciones que se mezclan con preclaros conocimientos
de la historia. No obstante, esa mezcla es lo que hace de él, en muchos de sus
trabajos, un genuino representante de aquella región mística, también
violentamente, registrada en los mitos del Sur profundo.
Y si agrego nuestras conversaciones sobre temas, en ocasiones
distantes y en otras, enclavadas en atesoramiento de continuas lecturas, llego
a decir sin remilgos que en José Enríquez, la Mitología es utilizada con fines
artísticos o literarios, y desborda refrescantes recuerdos de Homero que él nos
hace llegar como las leyendas de aquellos mundos de la vasta y rica región,
donde las modulaciones del espíritu, viven en cada palabra, en juicios, en
pinceladas de la obra que escribió con su amigo y notable intelectual
dominico-cubano Bismar Galán. De ahí que estos juicios ya de hecho contraen
otra deuda. De tal manera que abordo una parte de la balanza de la obra
regionalista y galardonada por el Ministerio de Cultura: Símbolos de identidad
Sanjuanera.
Irónicamente, el final de la lectura me retorna al principio
de la obra: referí al autor que bien podría agregársele “Mitos”; sugerencia que
me llevo a hurgar sobre posibles trabajos referentes a otras regiones; de ahí
que especulo y a la vez, no descarto la posibilidad de que hayan otras obras o
al menos, yo no pude encontrarlas que describen con tal profundidad los más
revelantes acontecimientos, ya tejidos en símbolos y mitos de una provincia
enclavada en el mismo centro geográfico de la isla. Hasta pueda que en asuntos
de conceptos físicos, Newton daría cuenta de la existencia especulativa que
registra a la provincia como un centro de masa que concentra todo su peso en un
punto. Y por supuesto, allí la gravedad ejercería su ley universal. Entonces,
más que amparado en lógica que en la física, adelanto dos preguntas ¿cómo
podría una obra llevar tan vivos a los símbolos y mitos, sin separarlos?; ¿cómo
evitar la exageración, sin suplantar una categoría histórica por otra y luego
dejarla eximida de toda superstición? Resalto dichos que autores a lo largo de
su trabajo iban haciendo uso de la paciencia, con que la abeja lleva el polen a
la colmena, sin que faltara materia prima para el producto final: la encomiable
labor de producir miel, que en el caso que nos concierne, los autores iban de
una cascada histórica hacia otra, sin que símbolo alguno, ni mitos escondidos,
los tomasen desprevenidos: ellos se ha afianzado en razonamientos lógicos y
científicos.
No obstante, adelanto que no existe en mis aseveraciones
esos tan trillados juicios que tanto abundan en Dominicana cuando por la razón
que fuera, se escriben notas o comentarios: pues, de una vez se les ocurre a un
grupúsculos afirmar y al mismo señalar que tal o cual trabajo como “critico”.
No tengo tal formación y por tanto, todo cuanto pueda decir lo atribuyo a un
irrevocable asunto subjetivo.
Me atribuyo libre albedrío para decir que los símbolos son
hilados sin sombras ni huecos en aquel lienzo de Mitología; Dichas
investigaciones son registradas como si Jenofantes o Flavio Josefo, habrían
estado ahí como arbitro de que las abejas dejen testimonios para la ciencia y
la literatura. O las hormigas, como siempre han sido benevolentes y nos han
trazado el camino. Como si todo lo allí investigado se pudiese escribir y
expresar en palabras inmunes a la enigmática alianza de los Mitos y Símbolos.
Sirve dicha obra para establecer algunas fronteras ficticias y hasta cierta
curiosidad semántica y literaria que adornan la leyendaria lucha homérica con
que intento subjetivamente inmiscuirme en tal rivalidad. Un símbolo se sustenta
cuando responde a una realidad, cuando posa en las sólidas cariátides de su
época. Todo símbolo es hijo legítimo de acontecimientos condensados en su
propia época. Por contrario, el mito para casarse con la clepsidra del tiempo,
se exige a si mismo superar toda realidad. Para luego ser un juego fantástico
de la ficción. Todo símbolo muere con el tiempo pero con una salvedad: deja su
legado inalterable en los rincones de la historia. El símbolo se alimenta de
las fibras colgadas de la esperanza. Vive como patrimonio de un pasado que
jamás retorna. La Ciudad Luz, Paris, no me deja mentir, el granero del Sur se
destejió entre la penumbra y el abandono; pero aun tiene vitalidad de símbolo.
Por ahí como un pariente, para algunos lejos y para otros vecinos de una emboscada,
el mito se alimenta de los milagros, de la superstición y de leyendas que la
mente elabora como algo que día a día se reviste de la sagrada túnica de la
imaginación humana. Y para que un hecho adquiera la categoría de mito, requiere
que alguna vez pase por el regio cedazo de un símbolo. Ese es su misterio, esa
es su gracia.
Y por tanto, para que a un escritor se le ocurra plasmar en
papel todo cuanto pueda recopilar sobre símbolos, ante todo, requiere de
notable formación en varias disciplinas. Ahora, si la cosa es desentrañar los
tejidos de un mito, entonces, la ciencia y las dotes artísticas tienen que
irrevocablemente, sino van de la mano, tienen que confesarse en algún lugar del
universo. Considero un riesgo, un desafió y a la vez, una seguridad rayana que
alguien se introduzca en las aguas procelosas y decida navegar donde existe una
beligerancia de espacio, lugar y tiempo, entre mitos y símbolos. He aquí por
donde debí haber comenzado; sin embargo, dicha obra y sus autores no dejan mas
alternativas que leer cada capitulo, cada razonamiento, debidamente documentado
y por eso, considero oportuno, yo también formar parte de la fantástica
travesía. Sin embargo, al terminar la obra si puedo lo mismo que Borges cuando
leyó “La isla del tesoro” de Lois Stevenson: “me he entretenido”. O la misma
frase de Lenin cuando en alguna ocasión escuchaba “La Patética” de Chaiskosvi y
alguien lo abordó sobre la firma urgente de un documento; el Padre del
Proletariado respondió: “la sinfonía aún no ha terminado”. Por ahí salta “La
isla fascinante” de Bosch que por alguna razón la enlazo con estas leyendas aún
vivas en la memoria. Admito que al leer Símbolos de Identidad sanjuanera en su
totalidad, no hice mas que seguir aquel periplo de Jonás: me sumergí en el
vientre de aquellas leyendas, hasta encontrarme en alguna calleja del San Juan
con Liborio Mateo; y luego seguí por los senderos de calles repletas de
hormigas por la morada de Caonabo. No queda corta la obra cuando recorre la
cartografía del valle, como en busca de añoranzas que hacen de aquellos pueblos
hijos de la Conquistas. Pero más que todo como bien dijo su autor, estamos en
el regazo materno de tres culturas aun vivas. Durante la lectura vi a los
símbolos con alas de murciélagos, surcando el lejano horizonte de mi infancia.
Tuve tiempo suficiente como para ser parte de esa danza de mitos y leyendas que
por todo el valle se bifurcan entre los acantilados de la Mitología. En alguna
parte dije que un libro es la prolongación de otros libros; un recuento del pasado
que el tiempo y su aliada la memoria elaboran una vez como símbolo y otra vez
como mito. Y si a alguien, como ya he dicho, se ocurre enlazarlos, entonces, la
proeza es en partida doble. Y más aún: una lucha frontal contra el olvido.
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