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miércoles, 2 de septiembre de 2015

Manifiesto anarquista


Autor: R.A. Ramírez-Baéz.

He venido a contarte la historia del relámpago: un recuento cuando la tormenta ganó su gran batalla; un ejército de filósofos alegaba triunfos; el velero perdía su rumbo en la noche más oscura; la balanza se inclinaba hacia los fondos de la hipocresía. Cargo los agravios del naufragio; los suspiros calcinados por el espanto; los aleteos de alabastros caídos de bruces; los archivos muertos en los arrecifes; gaviotas, patos y caballos de mar, triturados por la soberbia; cuando todo parecía perdido apareció una luz: el certero vértigo de la esperanza. He recuperado los brazos, las piernas, las pestañas, la piel, las encías, las caderas y mis ojos son los rastros de una cicatriz. La piel, mapa adscrito a las coordenadas del olvido; las pestañas, hilos del tiempo; mis dientes, trozos del turbio mercurio; la cabeza, un promontorio de incertidumbre; la conciencia apuesta a salir por una ventana que de por sí ya está cerrada. Los pies, un dedal calcinado por el cansancio; el corazón sigue las huellas de una brújula perdida.
Por mis venas circula el líquido insípido del vacío: único alimento del olvido; la mente, único recurso, único instrumento con que puedo tallar el nuevo camino; hacer del horizonte mi emblema; del crepúsculo una pintura mágica. Sólo el trueno sigue inalterablemente fiel al relámpago, fiel a la convicción de entregarlo todo; de tenerlo todo para ti; entrego mi vida a la sonrisa del niño descalzo; convencerme del más auténtico destello de la belleza: el rostro tierno, agradecido y satisfecho de la anciana, que lenta y suave, camina por el jardín de los cerezos.
Rechazo la oferta del destino; evado ser prenda adornada de la historia; un obsequio mudo del silencio; un objeto vivo de la biología; un triste drama del inhóspito escenario; un puente roto hacia el falso espectro de la mentira; una sal diluida en el espanto; un azúcar atrapado en los dientes del trapiche; un regalo consignado a las ergástulas del pasado; un piano con las teclas afinadas al Dios del dolor. Estoy aquí por tus sueños, mis fantasías y por la ilusión insobornable de hacerte de carne y huesos, mi utopía. Mi nación divaga en los litorales de una playa abandonada; las islas se escaparon de la férula del colono; del inglés apenas quedan las aspas rotas del trapiche; del conquistador las encías desvanecidas por su falta de coraje; tampoco queda una mueca del país; no estoy registrado en las enciclopedias del triunfo; tampoco en los anaqueles de las derrotas: me quedan de aliados los brazos del océano; la espalda de la tierra; perdí el cauce de aquel río de la opulencia; perdí el brillo pecaminoso del éxito. Vine por la certeza de que el relámpago ha cortado los bríos del espanto; he fundido en mis entrañas al odio; he tintado púrpura las barbas del miedo. Vine por la sagrada promesa de la lluvia; por canto entusiasta del ruiseñor; regreso obstinado por aquel prometido pacto con el sol. Llegué; camino sobre mis propios escombros para decirte que soy testigo insobornable del tiempo. Vine para decirte que las cenizas ahora tienen la irónica virtud de alimentar mi utopía.
Vengo de la patria que nunca tuve; de naciones quebradas en el despeñadero; hostigadas en el despilfarro: subyugadas por la moral pálida del credo; una porción de tierra y una dosis de mar, hundidas en la fosa de la infamia; una isla condenada a caminar de espalda; un archipiélago derribado a los pies del llanto; aguanta, soporta, resiste, desterrado en la incertidumbre. Soy la media certera de tu esperanza; la iguana que vive oculta; el guacamayo amenazado por el nuevo hombre de traje gris y corbata estampada de progreso; todo se rige por el nuevo administrador de la jornada; por el propietario del oro; tú, él,ella, nosotros y por supuesto yo, tenemos prohibido el canto emblemático del ruiseñor; amenazado, castigado y multado; sobrevive talada la enhiesta palma; sólo reina, ordena y manda, el estrepitoso, sonoro, mordaz, y tenaz uniformado; el político sostiene las bridas; la iglesia entretiene; el buhonero llora detrás del confesionario; el banquero, el usureroson los dueños del pasto y del potro que intenta la corrida.
He inventado la sólida roca de la esperanza. El progreso une al prosélito con lo sagrado: condena maléfica nacida en el desierto; una espada exenta de la gloria; he desnudado los archivos de la insidia. Se disuelve esa dolencia exacta y perfecta de la mentira. Busca el artesano el metal con que hará una tarja al olvido; sigo el rastro mudo de la sospecha: me quedo a pasar la noche aquí; espero a que pase la tempestad; no te dejaré en suspenso; todo final es un principio invertido; el infinito se inicia con el vacío pero muere en la nada. He desintegrado ese andamio reivindicativo de la moralidad; ese apego a lo foráneo; esa algarabía enfilada hacia el falso brillo del éxito; no puedo zurcir el futuro con los hilos del remiendo; los metales no pueden llevarse al horno con las impurezas de la mentira: yo aporto la tolva que espera en el muelle.
Quiero decir, decirte y decirme: todo anarquista ama hasta los huesos a una mujer; a la misma mujer: Schiller amó profundamente a Amalia; Neruda nunca se apartó de Matilde; Bakuninmurió en los brazos de su Nadia; Sabato; sí Sabato; tu Sabato, nuestro Sabato; mi Sabato: sólo tuvo oído para el solidario tañido de aquella única campana…
Doy inicio a la esperada jornada de la primavera; presencio con desgarro la embestida del hacha infame que apuesta a mi confianza; esa arma convencida de que asesta su primer golpe a la venganza. Cubro la cabeza con mi ensangrentada túnica; envuelvo mis ojos para que mis asesinos jamás puedan ver en mis pupilas ese sufrimiento a que nos impone la muerte; a ese síntoma vengativo de la mentira. He recibido una y otras estocadas. La muerte no tiene aliento para llegar hacia la morada de la primavera. Mis adversarios han visto la sangre perderse entre los tejidos innobles de la traición; saben lo imposible que es matar a un muerto. Las rodillas firmes y certeras inclinan a mi cuerpo como soldado que enfrenta a su próximo rival;sí, mis rodillas apuntan al solemne salón del olvido; nadie ha visto el cauce de mis lágrimas; solo tuve un quejido; éste certifica la presencia abrupta de la muerte.
He visto que el relámpago es uno; uno que desafía el repentino encanto del crepúsculo; el certero juicio del horizonte. A orilla del lago existe el otro; yo he de quedar en una sombra o en un arco del puente roto; camino sobre la arena disgregada entre los cristales del tiempo: soy una estrofa de Gógol; un verso de Esenin; un párrafo escrito por el vértigo de Dostoyevski. ¿Quién iza la bandera del sol?; ¿quién apaga el último cirio? Yo tengo respuestas al dolor; sigo a la sonrisa que viaja en un río de esperanza. Levanto al horizonte del letargo; viajo largas distancias hasta la morada del relámpago. Nadie detiene a las nubes; nadie puede llegar a las alturas con las manos tan llenas del oro del vecino. La tierra ya no resiste las risas del desprecio ni llantos del confesionario: soy testigo de que el aura viene tan desnuda, tan descarnada que las promesas esconden su ruta.
Al fin, las lenguas hicieron su propio reino: el inglés cedió la toga; el ruso abrió las cerradas; el español sólo dijo estoy aquí; el francés giró como bailarina en el mismo escenario; el italiano repitió una y mil maneras de ver y leer la orografía de la luna. Una y mil maneras de pintar en el océano el viaje de las estrellas; el recorrido fugaz del tiempo; cuando llega al reino de la arena; el mar testifica que las olas siguen tan enamoradas del silencio. Yo no tengo excusas de seguir a la estrella solitaria; sí, tengo voces para decirte que te amo; sí, a ti mujer, sin mirar dibujo en tus pupilas el pulcro efecto de la ternura.
Sigo al sándalo que rehúsa a la gloria; de la herida abierta sale el líquido incoloro del dolor; viajan en sorbos los llantos de la mejilla triste. Busco la morada de Rubén Darío; pero, el hacha no deja de ser el pronóstico de la desgracia; un símbolo agudo, certero y austero de que la marcha inicia su jornada. Persigo aquellas venas abiertas por las pinzas de Galeano; el cauce de aquellas venas donde todavía viajan oro y plata; la sangre y el sudor de los pueblos exprimidos de la América Trigueña…
Sándalo, sinfonía, perfume y hacha son los cuatro elementos de coordenadas del velero durante la tempestad. Hay música para la herida abierta; un sol para la sombra; un soneto para la libertad; un verso para las pulsaciones del alma; un deseo inalterable de amarte; es Ella mi legítima utopía.
He tocado la superficie del tambor; los ojos de la tierra aún lloran; he visto abrirse el pecho del océano en pedazos; he oído cuando la resonancia asoma a tu presencia: yo estaré firme a tus deseos; fiel a los designios del destino; inalterable a tu libertad, fiel a la salida del sol; paciente a la llegada de la noche; seguro de la marcha hacia el Capitolio; no existen fuerzas de huracán para desviar el rumbo de la barca, ni vientos que obliguen el mástil hacia su retirada. El sendero anuncia el vientre de las nubes; el filo de la espada viene cortando alas de penumbras; cavernas de sombras; visos de incertidumbre, borrando las huellas del cansancio: yo idolatro tu sonrisa; exijo la presencia del alba; asisto a la promisoria presencia de la primavera.
Para la despedida sólo existe un sendero de luz. Para el triunfo he recorrido las huellas frágiles del rocío; la derrota viaja por todos los caminos que conducen hacia el ancho desierto de los malvados. Ya no tengo que reclamarle al Dios que impuso la mordaza del tiempo; al Dios que apuesta a entregarlo todo; al Dios que nos deja en las manos avaras de la usura; el impostor sigue ahí colgado de aquella rama quebrada por el hacha infame de la historia. Dios hizo del hombre un ser de arena; hizo de la riqueza la medida exacta del dolor, de la tristeza y del éxito. No pudo ese mismo Dios buscarle una morada al hombre en la tierra; no puede hacerle un ritual sagrado del silencio; hizo de la vida un noble sacrificio; castiga al horizonte; se despoja de las manchas tan irónicas al crepúsculo; hizo de la esperanza una luz que asoma pero que nunca llega.
Insertó la raíz del dolor como una herida abierta en el vientre de la tierra; allí, la esperanza hurtó la gracia de la uva ya exprimida. El desierto arrojó la arena como granos con que construyo la morada del silencio. Del pavor he aprendido a urdir la aguda jornada del escándalo; con la ilusión artera del espejo he desterrado el mórbido ruido del miedo. Llevo la muerte prendida de un hombro; se hunde en mí la daga precisa hasta perforar la obstinada pasión de la llama. He logrado desterrar el sustantivo encanto de la sospecha; he construido la incandescencia de aquella figura que el arrojo transforma en fantasías: perdí la nostalgia; el aroma del pudor se evaporó hacia la caverna donde moran los fantasmas.
Heme aquí sin las ataduras del tiempo; sin los prejuicios de una ostra; sin vanidad desmedida de una perla; sin el turbio presentimiento de la nada. Entre la multitud ruge mi sangre; ebria sigue mi sonrisa sobre la arena. Mil razones tengo para destejer la hipócrita alfombra de la promesa; miles de espigas busco para construirte una Esfinge; del naufragio apenas quedó el brillo de la primavera.
He tocado el tambor que inicia la jornada. La historia juzga a su manera los documentos que fueron entregados por las manos turbias de la infamia. Nadie intervino a testificar en las tramas de la mentira; el soborno había hecho su mejor trabajo de cómplice. La razón les ha dejado los pies fuera de su propia tumba a los que ocupan un nicho en la historia. Nadie puede ser rey en su propio progreso ni ser juez de su razón. Las letras registradas en la historia tienen doble rostros: el de aquellos jinetes que sólo montan en los caballos ganadores; y esa legión de falsos profetas nos venden progreso. Nadie mira hacia el hombre que estuvo bajo el sol, el mismo hombre desterrado de la riqueza. La historia siempre será una meretriz de medianoche; la literatura tendrá que buscar la raíz del sol; hacer de la vida un espectro de la belleza: ¿ficción o engaño?
Apresurados los búhos registran nombres, apellidos y testamentos para que postreras generaciones hagan monumentos a sus logros; no cuenta el infinito; ni el encanto de la primavera; tampoco encontrarse a solas con el océano a la medianoche: justo en la jornada del silencio; no me interesa llegar a la historia. Las letras son un certamen donde el oro representa el éxito.
Busco la semilla en el surco de la tierra; camino por los rayos del poniente; miro a los ojos sangrantes de la luna; cuento las pestañas de Leon Tolstoi; imposible apartar la mirada del rostro apacible de Octavio Paz; oigo los versos con que T. S. Elliot escribe sus utopías con el aroma del café; Neruda aleja las cegueras del infortunado que va al patíbulo, y eleva el grito de esperanza a los techos del cielo; exalta a los espíritus indómitos, dispersa versos de dolor y canta al hombre entregado al pecho de la tierra.
Justo cuando la ceniza no tuvo sangre nació el espanto; del óxido brotó el impostor que ordena las verjas del presidiario; de las bambalinas saltó el dueño del circo… tú, Anarquista, eres presagio de la angustia, armonía de la rueda del destino, hiciste optimista tu época; sí, tú, Anarquista, trashumas el espectro de la utopía; los sueños marinos; el canto a la vida.
Ya nadie recuerda el huracán que hizo memorable la época. Sólo habita el crudo rostro de la opulencia; el filo certero que cortaba el futuro en mitades simétricas; el hacedor de las nobles utopías. Naceré de mis propios escombros como una irreverente flor de loto, exenta del innoble del pantano. Parecía que el espanto y el temor me habrían sepultado en el frío letargo de una larga espera. Pero no; me apresuro a recoger aquellas luces olvidadas a lo largo del camino; agarro las bridas al ágil potro que me lleva donde el obrero dejó su última gota de sudor.
He venido a entregarme a tu vientre tierra mía. He venido a curar tus heridas; vine para acogerme a tu pecho; hacerme tan tuyo como siempre he sido: tú eres mi única verdad. Dejo en tus manos aquello que nunca tuve; dejo en tu corazón los latidos del mío; traigo para ti los cantos del viento; la sonrisa tierna de las amapolas; el romance del arado y la rosa; la danza de las palmeras; el brillo inalterable del relámpago: única luz, único aliento, único testimonio del Anarquista…

Autor: R.A. Ramírez-Baéz.

R. A. Ramírez-Báez es escritor e ingeniero electromecánico, graduado summa cum laude por el Instituto Superior Energético de Moscú, Rusia.
Ha impartido clases especiales en el sistema público de Nueva York; donde además ha sido consultor de varios programas educativos.
Ha enseñado cursos técnicos y especializados en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y en la Universidad Pedro Henríquez Ureña (UHPHU).
Ha publicado varios libros entre ellos “La misión del huarango” que es el primero de los cinco que componen la Colección Nueva York de Novelas Ramírez-Báez.

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