Cuento
Samuel A. Encarnación Mateo
Esto sucedió compartiendo con unos amigos; Pilarte, un militar; David, un criador de ganado; Manuel, un joven estudiante universitario y yo. La conversación discurría tratando agradables y diversos tópicos.
El lugar, un pequeño bar de pueblo. Entre conversación y conversación pasaba Santa, la típica joven mulata de nalgas prominentes y senos firmes, nos atendía. Se llevaba la botella vacía y, al pedido de “trae otra cerveza”, atendía veloz y amablemente.
Recordé que David, el ganadero, tenía una yegua muy hermosa, a quien además cuidaba como a una niña. Siempre lo veía en sus afanes: Buscando al veterinario para que la examinara; comprándole vitaminas y alimentándola. Se ataviaba elegantemente para montarla; paseaba orgulloso por las calles del pueblo los domingos en la tarde o, cualquiera de los días de fiestas patronales.
Por introducir un tema, digo: -David, háblame de Heroína, tu yegua- de inicio sabía que a él le apasionaba hablar de ese animal. –Heroína murió. Para mí todavía resulta increible. Tenía problemas respiratorios, se enfermó, pensé que se curaría rápido, que no sería nada serio, pero para mi sorpresa, Heroína murió de problemas respiratorios - me contestó, mostrando una sonrisa de consuelo.
Aunque para Manuel, el estudiante, y para mí resultaba agradable conversar con David, el militar se mostraba indiferente; se distraía mirando los demás parroquianos, las féminas y a la gente que bailaba en un pequeño espacio del bar. Poco después, pidió permiso para dirigirse al baño. Nosotros seguimos conversando. David, con gran entusiasmo, nos hablaba de su crianza de ganado y también narraba todo los esfuerzos que hizo para salvar a Heroína de su mortal enfermedad, pero, aprovechando la ausencia del militar nos preguntó: “¿Quién es ese tipo?”.
-Él es oficial del ejército, está adscrito a un departamento investigativo. Él es de poco hablar, pero es muy buena gente.- Le expliqué. –No parece estar muy a gusto con mi conversación.- Se quejó.- No, no te preocupes, él es así, además de que no sabe mucho de caballos ni de ganado.- Le digo. En eso llega el que se encontraba en el baño.
-Santa, trae otra cerveza.- Ordena Manuel a la muchacha.
-¿Se le antoja un jugo de tomate para mezclar la cerveza o algo más? en tono amable, pregunta David al militar.
-No, gracias.- le responde con sequedad.
-David, síguenos hablando de Heroína- le pidió Manuel, el joven estudiante, mientras nos servía la cerveza que había traído Santa.
-Bueno, -inició David- tengo para decirte que Heroína era una yegua increíble; se sabía todos los caminos, se comportaba mejor que cualquier ser humano; no importaba si había luz u oscuridad; ella siempre me llevaba donde quería llegar…-Un momento-interrumpe tóscamente el militar- ¿De qué es que ustedes hablan tanto?
-Bueno, -intervino David- permíteme explicarte; soy criador de equinos…
-Oye, oye –interrumpe nuevamente el militar-¿acaso me ves cara de tonto?
Al lugar llegan cada vez más parroquianos; David, un poco nervioso por el tono del militar, comienza a tomar la cerveza rápidamente; se sirve el vaso y lo deja vacío nuevamente, hasta acabar con todo el liquido de la botella.
-¡Santa, tráenos otra cerveza!- ordenó David, batiendo la mano derecha. Santa estaba cada vez más ocupada. -¿Por qué dice usted eso amigo?- Preguntó David al militar, en tono serio.
-Hace rato que lo oigo decir que tiene heroína; –responde el militar- cuando le pregunté de qué estaba hablando me dijo que es por kilos que la tiene ¿Usted cree que no estoy entendiendo su vaina?
A todo esto Santa no llega con la encomienda.
-¡Santa trae otra cerveza!-insiste David; saca un cigarrillo, lo enciende, traga el humo y luego lo expulsa.-Fíjese, permítame explicarle algo –decía, atrasando el reloj de la ira- mi amigo me ha preguntado sobre una yegua que tenía yo; mi yegua se llamaba Heroína; se llamaba así porque a mí me dió la gana de ponerle ese nombre; le contaba a mis amigos lo mucho que me dolió que se muriera; soy criador de equinos, cuando hablo de equino me refiero a caballo, burro, mulo, cebra, etcétera; pero a lo que me dedico es a criar caballos. Pero, si no me entiende, usted es libre de pensar lo que quiera.
El militar no lucía complacido; más bien esperaba cualquier oportunidad para justificar cualquier acción. David no disimulaba la ira; su rostro se tornaba cada vez más rojo.
-¡Santa, es que no oyes que hace rato que te estoy diciendo que traigas la maldita cerveza! -volvió a requerir David con mayor energía a la muchacha, quien, con la mano, le hacía señas que esperara.
Todos quedamos en silencio; Manuel y yo nos mirábamos, buscando salidas; David fumaba y movía ansiosamente la pierna derecha; el ambiente denso que pendía sobre nosotros contrastaba con la alegría del lugar; buscaba la forma, sin encontrarla, de evitar el previsible desenlace; tres amigos entrañables; la imposible Santa; la cerveza ausente; la impotencia y yo, éramos los cómplices indivisibles que provocaron al destino y, en ese momento, éste se encontraba preparándonos el colofón, con su morbosidad habitual.
Sentía rabia porque mi mente no lograba atraer un tema que hiciera olvidar lo sucedido.
Aparentemente Manuel se sentía igual que yo; de repente rompió el pesado silencio:
-David ¿Cuánto pesaba Heroína?
¡Oh, Dios! No lo podía creer, su pregunta tenía ese sonido de imperdonable ingenuidad; de imprudente distracción.
Fingiendo una naturalidad inconcebible, dirigí la mirada a David, quien se metía los dedos entre los cabellos, los codos sobre las rodillas y los ojos fijos en el suelo, como si la paciencia se encontrara a sus pies.
Se incorporó y, dirigiéndose a su interlocutor, haciendo gestos con los dedos de ambas manos unidos; casi explotando de rabia, pero hablando con inventada pausa y entre los dientes, le dijo: -Manuel, díme algo: ¿Heroína me cargaba a mí o yo cargaba a Heroína?; tomó aire nuevamente y dijo: ¿Cómo puedo saber, por Dios, cuánto pesaba Heroína? Tomó el vaso nerviosamente, vió que estaba vacío, miró alrededor y se dio cuenta que la joven mesera se encontraba atendiendo a otros clientes y gritó: “¡Santa, ya no traigas la maldita cerveza, coño!”.
En esos mismos momentos iba pasando un montoconcho por el frente del pequeño bar; David le silbó y le hizo señas que se parara, lo alcanzó, se montó y se marcharon; dejándonos el sonido ronco de la motocicleta y el alivio.
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