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domingo, 22 de febrero de 2009

Sobre la obra “1958 llorando a Elena” de Fania J. Herrera

Fania Jeannette Herrera



José Enrique Méndez Díaz

El diálogo como sujeto discursante es la estructura literaria en la obra narradora: “1958 Llorando a Elena” de Fania Jeannette Herrera, donde los atisbos de su memoria cohesionan el realismo onírico que rige el principio temático en su escritura.

La Coherencia y articulación de las frases y del texto rige la organicidad semántica de la obra de la sanjuanera Fania Jeannette Herrera.

Las creencias y prácticas mágico-religiosas de la región sur de la República dominicana “la herejía de un maniquí”, es parte del principio temático en la obra. El montaje recoge como fuerza dramática principal la concepción fundamental del campesino, creencias, las cosas que le rodean: naturaleza, religión, familia, etc.

Llorando a Elena 1958, es la obra ganadora del Primer lugar en el 1er. Concurso Regional Sur de Literatura Auspiciado por la Sociedad Literaria y Cultural ATHENE, Inc., 1985.

Fania Jeannette Herrera Es una de las narradoras más prometedoras del Sur. Nacida en San Juan de la Maguana. Además de escribir cuentos, escribe poemas para ser tomados muy en cuenta en la producción poética de la mujer en la República Dominicana.

Fania Jeannette Herrera logra "tener alma de tigre para lanzarse contra el lector", (..). . Al dar su salto asesino hacia el tema, el tigre de la fauna literaria está saltando también sobre nosotros




1958 llorando a Elena

Fania Jeannette Herrera San Juan de la Maguana



¡Ay Elena Galvá, te moriste!, y yo aún no puedo creerlo porque me parece verte sentada en tu balcón, en tu rústica mecedora de guano y madera sin pulir, con tu aire de gran señora de este y todos los dominios, moviendo descompasadamente tu abanico de mano, combatiendo sin mucha convicción el fuerte sopor canicular.

¡Ay mi Elena!, matrona del barrio porque sí, generala de cinco estrellas, acostumbrada a mandar y a ser obedecida. Modista de purísimas beatas y hambreadas meretrices.

Ni siquiera ahora, que finalmente puedo verte en medio de esta confusión y griteríos puedo creerlo; aparte de que no me ayuda tu condición de muerta hermosa. Al contrario, te recuerdo como te veía en mi niñez; altiva, con tus voluminosas tetas de paridora magnífica con las que alimentase nueve vástagos que según las malas lenguas, nadie Elena, osaba decírtelo no sólo por tu bien puesta y filosa lengua, como por aquello de que el último se suponía hijo del teniente Santos Ventura, terror y azote de esta barriada; vivero de comunistas y refugio de ladrones en esa difícil Era.


¡Carajos Elena!, nunca pensé que te morirías, ni lo creería nadie que te hubiese visto como te vi yo: porte regio y fogoso instinto de gata en celo. Rara mezcla de Doña Julia y Tongolele.



Sé que ahora resurgirán los comentarios, y hasta creo probable que Mireya se alegre de que te hayas muerto antes que ella por lo mucho que la hacías sufrir cuando mandabas el amemao de Cholo a ponerle en la vellonera de la esquina aquella canción en la que Toña la Negra hacía galas de toda su quejumbrosidad, y ella claro, jugando su papel de madre abnegada y esposa del no menos respetable Don Gaspar Ramírez, se estrellaba la cabeza en las paredes de pura rabia, sin poderte decir lo mucho que te odiaba, mientras la sirvienta de su casa, ajena a la barrial trama canta-maullaba, “de mu-jer-a-mu-jeeeeer-loluuuuu-cha-re-mos...”

¡Ay Elena! de ella, serpiente silenciosa, vino toda tu desgracia y la fama de loca que te fue dejando sola y hasta la gran vergüenza que te hizo pasar el Padre Sebastián cuando te dejó en la fila con la boca abierta, como lagarto hambriento, sin darle la hostia, mientras detrás de ti cantaba el coro con mística alegría aquello de: “Piedad Señor, piedad Dios mío...”
Todo porque le dijeron al Padre que se te había ocurrido la herejía de un baniquí para enviar al señor el último de los cuatro niños que se te murieron, desechando con esto los santos y legales oficios de la Santa Madre Iglesia, dueña per secula seculorum de todas las almas, en este y todos los confines habitables del universo, amén.


A través de la mantilla pude ver la satisfecha sonrisa de Mireya, mientras nerviosamente corría las cuentas del rosario que le trajo monseñor Williamson de Tierra Santa en discreta y anglosajona atención a su generosidad caribeña de sacos de arroz y chivos berreadores a la puerta del convento.

Creo que fue a partir de ese momento, cuando empezó a caer tu poderío y tu reclusión voluntaria.
Se fueron tus hijos y no vi jamás a tus ahijados que eran tantos como chulos y ladrones había en el barrio, ni volviste a las reuniones de las Consagradas Hijas de María, ni al mercado, más que vestida, enmarcada en tu ceñido María Victoria, pañuelo de gasa al cuello, “buscanovio” en la frente y tu hermoso canasto curazoleño al brazo. No, no volviste a parte alguna y cada vez que se abrían menos tus puertos y más las ventanas de tu casa, hasta que finalmente me prohibiste abrir ambas, y me quedé de buenas a primeras en franco encierro contigo, mi emperatriz en chancletas en tu tropical castillo de tablas de palma, alambrado de púas y zinc de medio uso.
Todo está tan vivo y fresco en mi memoria como los árboles de tu modesto jardín todas las primaveras, como lo era puntual agua de coco al atardecer y tu té de Mejorana o Juana la Blanca al acostarnos y nuestra fiel miseria de guisos de verdolaga y sandalias recomendadas con hilo nylon; y mi increíble estupor cuando en uno de esos lejanos días encontré la letrina convertida en capilla; llena de velas, santos y “trabajos” por todos los rincones.
Con mi consecuente renuncia a cagar teniendo detrás de mí a un amenazante San Elías, ceño duro, espada en alto, sabiendo que me observaba.
La Gran Anaísa-de fastuoso atuendo y constelada de joyas- en la más animal de mis facetas. De este modo la función más natural e íntima de mi vida se convirtió de pronto en un acto sacro en el que convergía ni más honda vergüenza con un increíble miedo.


Algo me consolaba por entonces, un hecho simple; empujar una puerta, solo empujar, y dejar atrás aquel fétido cuarto cargado de un denso humo gris y de hileras de llamitas encendidas a quien sabe cuántas memorias, para caer de golpe, como por encanto, a un aire limpio, transparente, preñada del olor del limoncillo, atravesar la veredita de blancas piedras entre lirios y crotos, sangre de Cristo y topetones y el aleteo vivaz e impaciente de las mariposas. Hasta el revolotear de las gallinas me llenaban de un modesto júbilo.
Eso, hasta que llegaron los torrenciales aguaceros de mayo, con los que las flores se caían y la vereda se sumergía. ¡Y qué risa me daba entonces verte caminar dificultosamente con las chancletas enlodadas! Con ese paso de, “donde vas mi cojita”, que mira un fli, que mira un fla”, con un candil en la mano y la destartalada sombrilla en la otra, elegante todavía; aunque envejecida ya, más por la amargura que por años.

Matrona vaporosa, como salida de un cuento de magia, yendo y viniendo como las arañas, acrecentando sin parar tu galería de ánimas; a tal punto, que ya era imposible orinar sin mojar las yaguas y los amarres de Oliborio o el rostro tan circunspecto de San Miguel Arcángel. ¡Quién sabe cuántos milagros te eché a perder!
.

Recuerdo con cuanta aparatosidad depositabas el candil, y olvidada la sombrilla, volvías a la casa todo lloviznada; como ángel bañado de rocío, hablando en voz alta, poblando la humedecida tarde de risibles ditirambos a La Virgen y venenosas indirectas a Mireya “la fatal esa que me fuñe la vida”. ¡Ay Elena! ¡Elena!

Fue para las fiestas de San Juan cuando decidí dejarte; cuando millares de mariposas y caballitos del Diablo revoloteaban como dementes en los patios y en las calles; cuando el tronar de los atabales llenaba las casas; estremecía el piso, los muebles y mi alma.

Entonces tú y yo nos asomábamos a las rendijas y nos dábamos pellizcos de alegría al ver los abigarrados colores de la multitud campesino, y desde dentro zapateábamos y cantábamos al compás de sus ritmos. Tú, sobabas con éxtasis mágicos “resguardos”, y a mí se me escapaban risitas nerviosas y, dicen que Liborio ha muerto, ay, ay, ay...” Corríamos nuevamente como aves desesperadas a colocar una y otra vez los ojos en otras rendijas más propicias y, “lo que le pasa a Liborio, e’ que no come pendejá, oooooé, ay ombe”. Repicaba furioso el Palo Mayor y seguían volando los insectos. A veces, brevemente, se posaban en las flores o copulaban repetidamente ante mis ojos con hermoso descaro, sus pendidos en el aire.
De repente: sentí deseos de elevarme por encima de la roja llamarada de los flamboyanes y el gris azul de los almendros, lejos de ti, Elena, y de tu mundo hecho de incoherentes historias de ciguapas aulladoras y de amantes confundidos por el tiempo.

De tu mundo de santitos vengadores y afligidas diosas, y sobre todo Elena, quise alejarme de tu voz, que por los años dirá por estos rincones: “hago mi altar en la letrina porque la vida es mierda”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que dicen los galvas de este obra literaria?