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jueves, 11 de junio de 2009

EL MARINO RUBIO Y EL DIOS NEGRO



Sobre el Dios Olivorio

Ensayo de Horacio Blanco Fombona(*)
(Intelectual y periodista Venezolano)

Publicado en la revista Bahoruco, número 175, del 30 de diciembre 1933

Olivorio Mateo, caudillo místico de “la más extensa notoriedad” llegó a ser famoso en la República .

Negro, al parecer de pura raza, sin estar contaminado de blanco ni de indio; feo como un ídolo azteca, más bien alto; ancho el tórax; los músculos desarrollados; enjuto de carnes; la boca anchísima; el belfo carnoso; los ojos muy cargados de fluido magnético, dejaban ver grandes porciones rojizas en la parte blanca, o como se diría en México, un paliacate, cubriendo la cabeza que por aquí y allá dejaba escapar las vedijas; y permanentemente, una pipa en la boca.

Recorría los caminos siempre a caballo; pocos le habían visto a pie fuera de su vecindario que era como prolongación de su casa.
Tenía un dominio extraordinario sobre los habitantes de su ínsula. Como guerrillero, en más de una revuelta probó su valentía. Más ya ningún político contaba con él, porque nadie le hacía abandonar la región y, dentro de ella, no soportaba autoridad de ninguna clase. El se bastaba para el gobierno de su extensa aunque poca habitada ínsula.

Jefe Civil, Presidente Municipal, Juez, cuanto funcionario público se atrevió por aquellos lejanos lugares, sin otra fuerza que su nombramiento en el bolsillo, tuvo que abandonar el cargo y el país. La hostilidad general lo expulsaba, sin que el propio Olivorio tuviera que tomar parte directa en el asunto. No hallaba en donde alojarse, ni quien le hiciera comida, ni quien le lavara ropa ni quien le diera un informe, ni quien le dirigiera la palabra. Era el enemigo, Y si no entendía estas elocuentes manifestaciones y permanecía en la localidad queriendo ejercer su cargo, se encargaban los habitantes de usar medios más convincentes. A la verdad pocas veces hubo que llegar a estos extremos. Los funcionarios comprendían a los pocos días de haber llegado a aquellas montañas, que estaban de sobra y montaban de nuevo caballo para no dejarse ver por allí nunca más.

El gobierno local, y el nacional, siempre dejaban para luego la reducción de aquel cacique que no aceptaba ninguna clase de autoridades; porque en el momento, tenían muchas cosas de mayor interés inmediato de qué ocuparse para gastar atención y energías en el dios Olivorio. A cada cochino le llegaba su San Martín, se decían las autoridades, aplazando interiormente un castigo que creían seguro. Y en tanto, pasaban los años y el dios Olivorio crecía en fama en el país, y en autoridad en la región.

Lo cierto es que, aquel negro rebelde, no era un problema sino muy relativo y solo en el lugar que controlaba. Sabíase que nadie lo sacaba de allí y que no se dejaba conectar con movimientos revolucionarios; que no era enemigo de un Gobierno determinado, sino de todos los gobiernos, a los cuales no molestaba siempre que no le molestaran a él enviándole funcionarios con este o aquel título. Habían llegado, pues, los diferentes gobiernos que se constituían por tiempo más o menos largo a un tácito entendimiento que podía estipularse en estas pocas palabras: “Nosotros no nos metemos con Olivorio para que Olivorio no se meta con nosotros”. Cuando algún Presidente llegaba a ser lo suficientemente fuerte y duradero para que se creyera en condiciones de dar atención a aquel lejano problema, Olivorio accedía a entrar en pláticas; es decir, recibía muy hospitalariamente al enviado especial del Primer Magistrado, a quien le hacía saber que él respondía del orden en la localidad; que le mandara unos mauseritos que le hacían falta, y que en lo que pudiera iría a la capital a hacerle una visita. Esto de la visita era cosa grave. No era afecto Olivorio a abandonar el territorio en donde ejercía autoridad sin limites, para ir a donde otros eran los que tenían poder ilimitado.

Sin embargo, cuando estaba en buenos términos con el Gobernador de la provincia, muy de tarde en tarde, acaso una, cuando más dos veces por año, bajaba a la ciudad de Azua. Antes se había enterado por medio de sus hombres de confianza, que no había fuerza armada en la región y que los gendarmes podrían contarse con los dedos de ambas manos. Entonces, sigilosamente, organizaba cien de sus más adictos elementos con quienes bien armados y bien a caballo, hacía su entrada en la población. Era ése, día de fiesta para Azua, en donde no pasa nada nunca. Las mujeres salían a las ventanas, los chicos a las calles; había un ligero estremecimiento, mientras no se comprobaba de que lo que se trataba. Creíase que era una nueva revuelta. El Gobernador era quien más se alarmaba, pero todo pasaba rápidamente.

Olivorio, acompañado de algunos de sus hombres, desmontaba en la casa de Gobierno y saludaba afectuosamente a la primera autoridad. Le aseguraba que hacía tiempo estaba por venir a saludarla; pero que como no sabía con seguridad cuando podía hacerlo y no quería quedar mal, no se lo había participado previamente.

En tanto los hombres de Olivorio permanecían en la calle como centinelas, rodeando la manzana en donde estaba ubicada la casa de Gobierno. Prácticamente mientras Olivorio estaba en Azua, el Gobernador era prisionero. Tomaban copas aquellas autoridades. Olivorio bebía poco, porque no era afecto al licor. Sus vicios eran otros.

Después de una cordial visita Olivorio montaba en su cabalgadura y se dirigía nuevamente a su ínsula. El Gobernador, ya pasado el susto, le hacía saber al Presidente de la República, que Olivorio había estado a visitarlo y que reconocía de grado ambas autoridades: la del Gobernador y la del Presidente. Entonces recibía Olivorio, que no sabía leer ni escribir, un nombramiento legalizando la autoridad que ejercía sin necesidad de aquellos papeles; pero los guardaba en unos tubos de hojadelata. Para él no significaba nada; pero sí para sus subalternos, quienes le daban al acto un significado sibilino.

Mon Cáceres gobernaba en paz desde hacia años el país, y deseaba que Olivorio le hiciera una visita en la capital de la República. En tesis general el negro quedó de acuerdo desde que se le habló del asunto; pero no hallaba el día de emprender el viaje. La entrevista de Olivorio y Mon, demostraba a los elementos campesinos la fuerza de éste, cuando Olivorio llegaba a rendirle pleitesía en la propia ciudad de Santo Domingo. Pero Olivorio, que no le tenía miedo a las balas, le tenía miedo a aquella visita. Pasaron dos años en ofertas y al fin Olivorio se resolvió al albur, porque para él, en su interior, aquello revestía un serio peligro.

Quinientos hombres bien armados y muy bien montados lo acompañaron. Se alojó en las afueras de la ciudad; sin embargo tuvo que asistir él solo a una comida que le dio el Presidente. Además tuvo que acompañarlo a pasear en coche en más de una ocasión. Han debido ser estas horas muy amargas para el dios Olivorio, quien salido con bien del contratiempo, regresó a su región resuelto a no volver a abandonarla. Se sentía como cambiado, como aminorado, como vencido, fuera de sus corredores. Sólo en éstos estaba a gusto.

Cuando las circunstancias lo requerían, la tribu de Olivorio se hacia errátil; pero lo frecuente era que acamparan en un mismo sitio. Existía ellos el comunismo. Todos comían del trabajo de todos y participaban por igual de las ventajas alcanzadas. El que no trabajaba era lanzado ignominiosamente de la región. La vida hacíase como en campaña, en espera de enemigo, aunque se pasaran meses y meses sin que sufrieran persecuciones. Se trabajaba con el arma cerca; se dormía con el arma de almohada. Aquella gente vivía sobre las armas. Los delincuentes de Santo Domingo y de Haití llegaban allí como a un país extraño.

Él llamaba al recién llegado y le leía la cartilla.
¡Ah, mataste!; está bueno. Aquí nadie te hace nada. Todos para uno y uno para todos. Pero ya sabes, si no trabajas te botamos; si haces daño te matamos. Aquí tienes esta arma y este pico; vete a trabajar. Durante el periodo probatorio todos espiaban al nuevo sujeto. Nadie le adquiría confianza, sino después de mucho tiempo y de muchas pruebas.

Naturalmente que aquellos seres humanos tenían, como todos serias dificultades que emanaban de las relaciones entre sí, a las cuales había que dar solución. Olivorio bautizaba a los recién nacidos, casaba a los enamorados y divorciaba a los esposos infelices.

Muchas veces encontraba difícil un asunto y como quería proceder siempre en justicia aseguraba que tenía que hablar con Dios, para que éste lo iluminara. Estas conversaciones con el ser Supremo eran de noche y en la más absoluta soledad. Dentro de un bohío y valiéndose de una serie de maniobras enigmáticas, que le daban tiempo para pensar y para informarse de la opinión pública y dar su fallo de acuerdo con ella.

El aplicaba castigos morales y materiales a los delincuentes, llegando aunque en muy pocos casos, a imponer la pena de muerte. Cada hombre podía tener cuantas mujeres quisiera, siempre que las mantuviera. Las mujeres podían abandonar, si se fastidiaban, al hombre con quien vivían, para irse con otro, siempre que él lo aprobase después de una conversación con dios.

Olivorio daba el buen ejemplo: sus esposas permanentemente eran doce, fuera de las ocasionales, que eran casi todas las muges que le agradaban de la tribu; pero aquellas eran cosas sin importancia, caprichos del momento. Él, con las doce estaba satisfecho, con las doce y su pipa; pues si le hubieran dado a escoger entre las mujeres y la pipa, quien sabe qué hubiera resuelto aquel ser superior.

Un día se alarmó la curía. Avisado el cura párroco, resolvió enviar un sacerdote a que cristianizara a los recién nacidos, a que casara a los que vivían en concubinato; en fin, a que sometiera a aquellos seres mostrencos a la religión católica.

El sacerdote encontró la hostilidad que toda persona extraña encontraba; pero más valiente que los funcionarios públicos, resolvió arrostrar los peligros que se presentaran. Entonces Olivorio lo hizo conducir a su presencia y se informó de lo que buscaba por allí. El cura le expuso cuál era su misión. Olivorio le dio cita para el día siguiente, porque esa noche iba a ponerse en comunicación con Dios.

Al otro día, muy de mañana, mandó llamar al cura y le dijo: Dios me iluminó anoche; tienes que abandonar hoy mismo la región; te mandaremos, de cuando en cuando, para que digas misas por nosotros, unas gallinas, un cerdo, una carga de maíz, pero tienes que irte hoy mismo y si no obedeces a dios tendremos que castigarte con severidad. El sacerdote, además, no había conseguido que nadie lo tomara en cuenta. Partió para Azua, en una burra, que le facilitaron los hospitalarios vecinos.

Cuando invadieron el país los marinos americanos quisieron recorrer todo el territorio de la República . (*)Las fuerzas que intentaron pasar por aquellos lugares fueron cuantas veces intentaron hacerlo, rechazadas por las balas de Olivorio. Entonces, los americanos, impuestos de quién era el hombre, le enviaron a un oficial rubio que sabía un poco de español por haber estado muchos años en Filipinas. Olivorio, consecuente con la política que por toda una vida le había dejado brillantes resultados, recibió al huésped muy hospitalariamente . El oficial americano le ofreció cuanto Olivorio le pedía, que eran unos mauseritos que le hacían falta y que le dejaran conservar la tranquilidad de la región.

A pocos de partir el oficial americano empezaron a morir los de la tribu. Las primeras victimas fueron tres de las mujeres de Olivorio. Como éste era tambien el médico, a él ocurrieron casi a un mismo tiempo, innumerables enfermos.
Olivorio llegó a perder la serenidad. Creía que había algo sobrenatural en aquellos, y que estaba indudablemente la mortalidad relacionada con la visita del oficial gringo. Todos padecían sed; todos bebían agua (el agua era una de las medicinas más socorridas de Olivorio) y todos morían. Habían acampado años cerca de unos manantiales y allí habían echado los cimientos de una población, que ya contaba con innumerables bohíos.

Para Olivorio llegó el momento trágico, tremendos dolores de estómago y una sed insaciable. El espanto se pintó en la cara de todos. Mujeres y hombres rodearon la troje en donde el dios se retorcía presa del extraño mal, bebiendo el agua de los cercanos manantiales. Ululaban aquellos seres inferiores, como los toros mugen presintiendo los terremotos y las tormentas. El dios Olivorio, el fundador del lar, fallecía entre el desconcierto de sus súbditos.
Aun después de muerto Olivorio era el dios. El respeto de los suyos lo siguió más allá de la tumba.

Tomaron miedo a aquellas aguas que causaban tan rápidamente la muerte, y así fue como pudieron salvarse unos pocos.

El oficial rubio, que vivió muchos años en Filipinas había, en un descuido, según se averiguó después envenenado las vertientes.


(*) Blanco Fombona, intelectual y periodista venezolano que vivió en santo Domingo en la primera mitad del siglo XIX, se identificó con la dominicanidad y se destacó como periodista nacionalista soportando la represión del gobierno norteamericano de ocupación (116-1924). Por sus escritos nacionalistas, en su revista Letras (1917-1920), y por haber ocupado la presidencia del congreso de prensa (1920), jornada del periodismo nacional a favor de la desocupación del país, fue expulsado de la República Dominicana. La excusa del interventor fue su publicación en Letras, del retrato de Cayos Báez “mostrando las cicatrices que le causaron con hierros candentes soldados de las tropas interventoras”. La revista sometida a la ley de censura fue clausurada.
Al momento que se iniciaba formalmente la dictadura de Rafael L. Trujillo (agosto 1930), Horacio Blanco Fombona publica el primer número de la importantísima revista literaria Bahoruco (1930-1936), en la que se inició como cuentista el señor Juan Bosch en 1931.
En Bahoruco, que se atrevió a criticar al tirano, Blanco Fombona publicó “el marino y el dios negro”, relato basado en la vida del dios Olivorio Mateo , mejor conocido en la religiosidad popular dominicana como Papá Liborio, quien fue adivino, curandero y líder místico de la región de La Maguana.
Liborio Mateo desarrolló su culto entre los años de 1908, durante el gobierno de Mon Cáceres y 1922, cuando fue asesinado por las tropas de norteamericanas de ocupación. La importancia y persistencia en el país del culto a Liborio –que reapareció en Palma Sola en 1962 y fue detenido de inmediato por el gobierno del Consejo de Estado, el 28 de diciembre-, es notable. Sus hazañas, convertidas por la pluma de Fombona y la mentalidad popular en leyenda, son contadas en “el marino rubio y el dios negro” de Horacio Blanco Fombona, que publicamos aquí, tomado de la revista Bahoruco número 175, del 30 de diciembre de 1933.

Naturalmente hay que aclarar que esta versión sobre la muerte de Olivorio Mateo ha sido muy superada por la investigación histórica que posteriormente han aportado destacados estudiosos de la realidad dominicana. La teoría de que Liborio murió envenenado ha sido descartada por los estudiosos.

Alejandro Paulino Ramos
“Pasado por agua”
Vetas 58, Septiembre 2001
Santo Domingo, República Dominicana

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