El tío Juanito era el benjamín de la casa. Fue el noveno fruto del vientre cansado de la bisabuela, que cerró con broche de oro con un varón que llegó como una consolación para el bisabuelo. Seis mujeres y sólo dos hombres constituían la descendencia de la pareja.
Juanito creció como el juguete de sus hermanas, con el permiso para ser el cascabel que alegraba el ambiente familiar. Incluso el bisabuelo sonreía secretamente con las ocurrencias del dicharachero Juanito. Eso – como siempre recordarían mis tías y mi abuelo – era mucho decir, pues su padre era tan adusto y envarado como los cuellos almidonados que usaban los caballeros de entonces los domingos y fiestas de guardar.
Un hueso duro de roer, el bisabuelo. Había dejado su Líbano natal poco después de estrenar sus pantalones largos. Se embarcó para el Caribe siguiéndole los pasos a su hermano mayor, quien lo había hecho pocos años antes. Llegó a Santo Domingo cuando mandaba un tal Lilís, y buscando a su hermano encontró su propio camino. Explorando aquella isla silvestre y despoblada, tropezó por casualidad con el Valle de San Juan, donde decidió quedarse.
San Juan de la Maguana era un villorrio minúsculo sin mucho potencial para el comercio, por lo que tuvo que convertirse en buhonero. Con su recua de mulos, recorría el territorio a ambos lados de una frontera que no existía, buscando marchantes para la mercancía que ordenaba meticulosamente en los cerones. Fueron años duros, tanto que terminaron de templarle el carácter.
No todo, sin embargo, fue amargura. Sin darse cuenta, el verdor de aquel poblado en el que pernoctaba cuando regresaba de sus periplos comerciales se le fue metiendo en los huesos. Poco a poco fue adoptando algunas de las costumbres locales, y poco a poco fueron los lugareños adaptándose a las costumbres del extranjero. Así, aprendió el bisabuelo a apreciar el sentido de comunidad que primaba en el pueblo; y así, los sanjuaneros aprendieron que las berenjenas servían para muchas cosas además de alimentar a los cerdos.
Con los años, el bisabuelo logró montar una tienda en el centro de San Juan, que atendía mañana y tarde. Se había dado el lujo de instalar, al fondo de la tienda, un pequeño taller de orfebrería, para no olvidar el oficio que aprendió en su primera juventud. Allí reparaba por pasatiempo las prendas de su creciente círculo de allegados.
El comienzo de siglo coincidió con su casamiento con una muchacha del pueblo, que lo atrajo por pequeña y amable. Además de estas cualidades, la bisabuela resultó tan fértil como la llanura que tenían bajo sus pies. Cinco niñas tuvieron – seis, contando una que sucumbió a un brote de tos ferina – antes de que llegara el primer varón. Juanito nació dos partos después, la víspera de San Juan, justo antes de que los americanos decidieran cogerse el gobierno para cobrarse unas deudas que no eran de ellos.
Ya para esa época – tal vez para infundir disciplina a su numerosa prole – el bisabuelo se había encaramado en un pedestal de autoridad. Era delgado y nervudo, con un bigote de alambre que le ensombrecía el semblante. Raras veces reía. Por el contrario, su talante tieso lo hacía parecer como si estuviera siempre posando para una fotografía, esperando en cualquier momento por la explosión de alguna pantalla de magnesio.
Las comidas familiares, si bien ceremoniosas y sometidas a una puntualidad sagrada, eran las ocasiones en las que el bisabuelo más se distendía. El rito comenzaba con el cierre de la tienda, que estaba anexa a la casona de varios cuerpos que convergían en un patio interior. El bisabuelo se sentaba entonces en la terraza, se aflojaba las jarreteras y se refrescaba con agua de horchata, un hábito que le quedaba de sus días de buhonero. Entre sorbos, contemplaba el ir y venir de sus hijas entre la cocina, separada del cuerpo principal de la casa, y el comedor.
Una leve inclinación de cabeza de la bisabuela le indicaba que todo estaba listo. El bisabuelo se levantaba con parsimonia y se lavaba las manos con fruición en un aguamanil impecablemente dispuesto en la terraza. Se dirigía al comedor, donde debían estar sus ocho hijos – salvo enfermedad, castigo u otra razón de peso – y se sentaba en la cabecera de la mesa de campeche. Con su mujer a su derecha, su hija mayor a su izquierda y el resto de sus hijas e hijos sentados en estricto orden de mayorazgo, el bisabuelo se sentía como un jeque en una tienda del desierto.
Mientras los platones iban de mano en mano por la mesa, el bisabuelo comprendía que ése – y no otro – era su lugar en el mundo, y que había valido la pena recorrer la mitad de él para encontrarlo. Permitía entonces que la comida fuera acompañada por un parloteo vivaz que él contemplaba en silencio.
Cuando Juanito tuvo edad para sentarse en la mesa, le tocó, como es natural, el extremo opuesto a la cabecera. Desde allí, se encargaba de amenizar el ambiente con sus historias y sus preguntas.
Al bisabuelo le divertía Juanito más de lo que demostraba. Para él, que se aferraba a los usos tradicionales de su tiempo, su hijo más joven representaba el futuro.
Un futuro que prometía modernidades insospechadas. Mientras el bisabuelo todavía prefería cruzar la cordillera a lomo de mulo para visitar a su hermano menor en Santiago – quien fue el último en migrar desde el Líbano – los viajes en máquinas por las carreteras construidas por los americanos ya habían comenzado. Además, los habitantes de San Juan ya habían visto fugazmente las maravillas del aeroplano y del cinematógrafo, llevadas de visita por sendos aventureros para el delirio de la muchachada y el recelo de los curas.
Y en Europa había terminado hacía unos años la Gran Guerra, de la que sólo se habían sentido en San Juan ecos lejanos e incomprensibles. Era cierto que al bisabuelo le había tocado echar mano de su hospitalidad para acoger a compatriotas que llegaron huyendo de la hambruna y del desorden que arroparon al Cercano Oriente después del conflicto. Pero se suponía que sería la última guerra que vería el mundo. Hasta los americanos parecían haber entrado en razón, y ya habían anunciado que se retirarían del gobierno y de las aduanas.
No tenía manera de prever el bisabuelo que se avecinaba una noche de treinta años. Las señales de la década indicaban que el futuro sería luminoso y Juanito lo encarnaba, con su optimismo y su frescura.
***
Además de alegre y bromista, Juanito era bastante comelón. Esto no tenía que ser un problema en la mesa de los bisabuelos – bien surtida de platos árabes y criollos – si no fuera porque Juanito ocupaba la silla más lejana a la de su papá. La bisabuela atendía el plato de su marido, atendía el suyo y sólo entonces cedía los platones para que comenzaran su paseo por el resto de la mesa. Cuando venían a llegar al puesto de Juanito, las mejores piezas de carne y de frituras ya habían sido tomadas, dejándolo con las ganas de llenar su plato a su gusto.
– Papá, la silla que me gusta es la suya – se atrevió a decir un día que no pudo hincarle el diente a un muslo de guinea. – ¿Cómo es eso? – preguntó el bisabuelo, con una mirada traviesa en su cara de machete. Juanito, gracioso como era, podía carear a su padre como ninguno de sus hermanos. – Lo que pasa es que su silla tiene todas las ventajas. En esa silla se bebe primero, y siempre se bebe agua limpia – dijo, estrenando un refrán acabado de aprender.
El papá calló, esperando la siguiente salida de Juanito. Sabía perfectamente que no se aguantaría. En efecto, la acometida de Juanito no tardó mucho. – Papá, yo quisiera que un día usted me deje sentarme en su silla para yo saber lo que es beber agua limpia – dijo el muchacho con osadía. Por un instante, todos en la mesa callaron, esperando la reacción del severo patriarca. La bisabuela enarcó una ceja en silencio y miró a su marido.
El bisabuelo terminó de masticar con toda su calma, mirando fijamente a Juanito, dejando a sabiendas que creciera el suspenso del momento. Finalmente habló. – Un día, Juanito – asintió, con la economía de palabras que le era característica y que esta vez trajo alivio a la mesa.
A partir de ese día, Juanito asedió al bisabuelo. – ¿Cuándo es que voy a beber agua limpia, Papá? – preguntaba insistente. El bisabuelo sonreía con los ojos. – Un día, Juanito – decía cada vez.
Pasaron las semanas y la escena se repetía en cada oportunidad. Al acercarse el día de San Juan – que además del santo de Juanito era el patrono del pueblo – el ánimo del bisabuelo se aligeró. Una noche de la semana anterior a las fiestas, en un arranque poco visto de locuacidad, el bisabuelo se dirigió a Juanito justo antes de la cena. – Juanito, hoy es el día. Como se acercan tu santo y tu cumpleaños, esta noche te sentarás en mi silla – dijo con pompa.
Juanito no cabía en sí. Finalmente podría servirse a sus anchas de los platones. Podría escoger de primero. Al fin bebería agua limpia.
La bisabuela tomó nota del cambio e hizo los ajustes de lugar. La mesa se puso como siempre, pero el bisabuelo y Juanito intercambiaron sillas. La bisabuela se sentó en el puesto a la derecha de su marido y la hija mayor lo hizo en el de la izquierda. Los demás se sentaron por orden de edad, de forma que la mesa quedó dispuesta como reflejo de espejo de su orden habitual.
Juanito se sentía dueño del mundo. Se sentó en la cabecera de la mesa con aire de autoridad, gozando cada segundo de aquella novedad. Pero el gozo no le duraría mucho.
Para su sorpresa, los platones no comenzaron a rodar por el puesto principal de la mesa. En cambio, se dirigieron hacia la esquina que ocupaban los bisabuelos. Y ahí estaba Juanito, en la silla de su papá, pero nada más había cambiado. Seguía siendo el mismo Juanito de siempre, el último de una fila organizada por tamaño.
Juanito fue lo suficientemente inteligente como para no protestar. Sabía que había perdido la partida y lo mejor era callar para minimizar las burlas. Empezó a servirse y a comer como si nada hubiera pasado.
El bisabuelo lo observaba divertido desde el otro extremo de la mesa. Cuando resultó evidente que Juanito no hablaría, lo hizo su padre. – ¿Ves, Juanito? No siempre está el poder en la silla. La mayoría de las veces está en quien ocupa la silla. Así pasa en esta casa y en muchas otras. Algún día tendrás tu propia casa y entenderás lo que te digo – le dijo con suavidad.
Ni el mismo bisabuelo podía sospechar cuánta razón llevaban sus palabras. Juanito no lo olvidó nunca. El poder sólo parece que está en la silla. Vaya si tendría ocasión de comprobarlo en los años que vendrían.
Por: Paulo Herrera Maluf /
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