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miércoles, 15 de diciembre de 2010

San Juan de la Maguana

Autor: David Alvarez Martín


Yo nací en un valle donde todas las tardes llovía agua fresca y cristalina, que pintaba calles y casas de charol. Apetecía en esos atardeceres una taza de chocolate caliente y una frazada para dormir tibiamente. El tiempo corría al paso y desperdicié horas infinitas en contemplar la naturaleza y la gente. En las mañanas de invierno nos arropaba la neblina más espesa que haya visto, caminaba al colegio porque conocía la ruta y al cruzar por el mercado el aire se endulzaba de café y jengibre recién colados. De arrozales inmensos se llenaba la primavera, cual océanos amarillos, y el verde intenso de los laureles pintaba casi todas las calles. El sol nos visitaba siempre tarde, porque debía escalar nuestras lomas y de chiquito aprendí que el pico Duarte estaba en el norte de nuestro valle.

Yo crecí en un valle donde los cielos siempre fueron azules y limpios, y corríamos bicicletas en grupo, por estrechos caminos vecinales, entre los sembradíos, cruzando rigolas, explorando los charcos de los ríos y nos hartábamos de mangos bajo el zumbido de millones de mimes. Cada atardecer en el parque, nos deleitábamos del concierto de chicharras mas exquisito que oído humano pueda escuchar. Sincronizadas, ondulantes en su intensidad, siguiendo una partitura secreta que aprendimos a fuerza de repetición. Los bancos de granito, siempre fríos, donde echamos tantas plática mientras pasaban a nuestro lado todos los conocidos, porque allí en mi pueblo, todos nos conocíamos.

Yo viví en un valle que al levantar la mirada por cualquier punto cardinal veía montañas. Azules, marrones, verdes y superpuestas unas a otras, de pendientes suaves, como si todas estuvieran abrazándonos. Con calles formando rectángulos hasta el río que dibujaba los limites al oeste. Mas allá, la planicie elevada de Santomé, fermentada por sangre orgullosamente dominicana, en la épica independentista. De ese pueblo, en el que en su entrada un arco emblemático señala su inicio, vengo yo, donde la tierra es la madre. Agricultores por vocación, que generación tras generación se deshacen de sus juventudes más brillantes por no poder sostenerlas. Nido vacío que alberga ancianos o campesinos venidos de lugares más pobres. Pueblo con mucho pasado y un presente disperso. Terreno enpapado con la sangre de Francisco del Rosario Sánchez y sus compañeros, vanguardia de la Restauración. Valle donde Liborio Mateo enfrentó al marine invasor y resucitó en centenares de campesinos masacrados por el autoritarismo y la intolerancia en el llano de Palma Sola.

San Juan es mi origen y cuna espiritual de un gringo irlandés, obispo, varón valiente, que enfrentó al sátrapa Trujillo, cuando muchos dominicanos se postraban a sus pies. Ahora, acunado en el corazón del valle, en la Catedral, Monseñor Reilly es testimonio indudable de que la patria se gana, no se hereda. Pero antes que virreyes, gobernadores y presidentes, tuvimos una Reina. La más hermosa, la más valiente, mártir de la libertad del noble pueblo taíno. Anacaona, soberana del cacicazgo de Maguana, es símbolo ético de nuestra comunidad, legado único en todo el país.

Mi sueño siempre está en un valle, escondido en el laberinto de mi memoria, ajeno al paso del tiempo, con los amigos y amigas de entonces. Un pueblo que ya no es el mío, ni lo será de nuevo, aunque tenga el mismo nombre y esté en el mismo lugar. Matriz de orígenes y fundaciones existenciales, base de toda mi vida. Un San Juan que está en pedazos en la memoria de aquellos que vivieron conmigo. Cuna de Orlando Martínez, limpia voz de nuestra conciencia, y de Emilio de los Santos, el triunviro que prefirió renunciar al poder, y no a gobernar con las manos sucias de sangre de Manolo y sus compañeros de Manaclas. Por los antes mencionados y quienes no menciono, orgulloso me siento de haber nacido allí y no en otro lugar.

Yo soy de San Juan de la Maguana, valle enclavado en el mismo centro de la Isla Hispaniola. Paraíso natural y semillero de tantas mujeres y hombres, que por origen o adopción, han dado lo mejor de sí a la tierra de Caonabo y patria de Duarte. Y aunque el San Juan donde nací, crecí y viví no sea el mismo de hoy, en sus entrañas más profundas guarda la misma savia que alimentó a los que nos antecedieron y nos sucederán. Porque somos hijos de la tierra que nos vió nacer y sin ella somos plantas sin raíces.

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