Buscar este blog

viernes, 7 de agosto de 2015

PACTO EN VIERNES SANTO (Relato)



                     


Sobieski  De  León           

Cuando los Beatles revolucionaron el mundo los muchachos del barrio éramos monaguillos. Nuestras madres y la “otra”, la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana, nos enseñaron que la Semana Santa era algo sagrado que había que respetar y guardar. Bulla, no se podía hacer porque el Señor había muerto luego de haber sido hecho prisionero por el Imperio Romano, juzgado, torturado y crucificado. Tampoco se podía martillar ni clavar, aunque a los doce años de edad teníamos una vocación de carpintero hasta en Semana Santa que nuestra madre criticaba, reflejo de la imagen que nos enseñaron del humilde José, el padre de Jesús (después me daría cuenta que en realidad Jesús tenía otro padre, que José no era su verdadero padre y esto me traía mucha confusión en mi cabeza de niño).

No se podía pelear con los amigos ni mucho menos ir al río con ellos a espalda de nuestros padres y no sólo porque podíamos ahogarnos (a esa edad no sabíamos nadar) sino porque era un sitio habitual no sólo de pescado sino de pecado. En el río, siempre había muchos “cueros” (*) que se bañaban como Dios las había traído al mundo y a nosotros, adolescentes en crecimiento, nos podía perturbar el cuerpo desnudo de los cueros e inducirnos a pecar. Pero nos fascinaba lo prohibido sobre todo la desnudez del cuerpo de una mujer y nos extasiábamos en la contemplación de los vellos que poseían en su Monte de Venus; ah, pero los pechos de las mujeres, eso sí que nos atraía y  siempre nos deleitaba.

En Semana Santa, tampoco podíamos masturbarnos, cosa que nos era sugerida en un lenguaje que siempre entendíamos, además, ya lo habíamos descubierto en nuestros cuerpos. Lo que era un pecado venial, en esta fecha se transformaba en pecado mortal y nos iríamos derechitos para el infierno. Todo era represión, prohibiciones religiosas, tor-mentos irresistibles en los infernales días de nuestra adolescencia si transgredíamos lo que dictaba el catecismo de la Iglesia y las inefables  leyes de los curas; desobedecer era peligroso bajo forma de castigos inimaginables.

Ayuntar, es decir, cohabitar, yacer, cogerse a una mujer, no se podía; quien osara tener sexo quedaría irremisiblemente convertido en pez, o se quedaría pegado para siempre como ocurría ocasionalmente en los perros, o moriríamos en el acto. Crecimos con esto en nuestra mente, en nuestra alma. Desde entonces, yo hice un pacto conmigo mismo, con los curas, mi Iglesia, sus enseñanzas y sus creencias.



Cuando llegué a la casa, ya Eugenia me esperaba. “Desnúdate, me dijo, quiero hacer el amor contigo hoy Viernes Santo”. Eugenia, era una muchacha medio loca (al menos, eso solían decir sus amigas), pero no era verdad, eso sí, era una muchacha extraordinariamente inteligente hija de un militar que se encargaba de la seguridad de la ruta que seguiría el Presidente todos los días hasta llegar al Palacio. Esto a mí me impresionaba mucho. Estaba por encima de su medio cultural, leía mucho y asimilaba lo que leía y no tenía trabas mentales; los prejuicios se hacían añicos en su epidermis como burbujas de jabón; ella era diferente, no tenía miedo de nada ni de nadie y militaba en las filas del incipiente “Feminismo” del país, sobre todo en la universidad, siendo activista de la Revista “Pezones” que ella misma distribuía. Era blanca, muy blanca, tan blanca que a veces rayaba en una palidez  que contrastaba con su pelo de una negrura intensa y hermosa que le infundía vida y que mantenía recortado a lo macho. Sus senos eran dignos del Cantar de los Cantares. Oh, que sensual y frutal visión era la contemplación de sus senos, tan electrizante como el rayo que fulmina.


Cuando Eugenia me abrazó sentí que no llevaba “brasier”; en realidad a ella no le gustaba usar brasier (ni tampoco los necesitaba). Sus pechos era la memoria más esplendorosa del mundo que había podido grabarse en mi alma. ¡Que hermosos eran sus pechos veinteañeros! Tan pronto llegué me los ofreció como se ofrecen dos racimos de uva, bebiendo con ansiedad de su ambrosía pero sin maltratar aquellas delicadas frutas.

“Quiero hacerlo en el sofá”, me rogó. Y lo hicimos en el sofá. Ella adoptó una postura tan voluptuosa que con sólo mirarla llegué al clímax. Después nos tiramos al piso de la sala en una segunda vez; queríamos sentirnos como dos animales rastreros y libres.

Una de sus fantasías había sido probar “en una esquina de la cama de la habitación de su amiga” contigua a la suya.  Ella describió el procedimiento y funcionó. Fue el tercer logro del día. Agotada su fantasía fuimos a la cocina a prepararnos algo de comer obsequiándome con sándwiches y jugo. Eugenia era exquisitamente atenta y solícita conmigo; andábamos por la casa como recién clonados del paraíso terrenal y ninguno de los dos sentía ningún tipo de vergüenza con el otro; parecía realmente como si ambos hubiéramos sido concebidos sin mancha de pecado original.

Nuestro cuarto ayuntamiento fue en el baño a sugerencia mía en un intento de no quedarme atrás ante la inventiva y creatividad de ella. La fantasía del agua me envolvía. Una vez lo había experimentado en Playa Guayacanes y fue riquísimo. Pero bajo una ducha, aún permanecía como sueño de adolescencia, como una fantasía virgen inexplorada. Chorreándome las gotas de agua y deslizándose las manos de Eugenia por mi cuerpo (que todo lo podían), aquello era el sumun de la delicia terrenal. Yo era un Adán clonado y Eva estaba conmigo; el original había estado en la Mesopotamia, allí estaba su paraíso entre los ríos Tigres y Éufrates, entre Iraq e Irán, entre las dulces piernas de Eva, resumen de la dicha del Hombre; allí todo placer era posible y permitido, todo, excepto el placer de probar del fruto prohibido, del fruto del árbol del bien y del mal que pendía irresistible como si se tratara del Árbol de la Sabiduría. Eva misma era ese árbol y su fruto pendía en el mismo trayecto que iba desde su redondo ombligo justo hasta donde nace la vida. Eugenia era mi Eva.

No hay comentarios: