A pesar del abuso al que fue sometida, la reina de Jaragua no derramó una lágrima
POR JOSÉ MIGUEL SOTO JIMÉNEZ
Santo Domingo.-
Con trescientos hombres y 80 caballos, sale Ovando de la ciudad de
Santo Domingo hacia “Jaragua”. La perfidia y la maldad siguen sus pasos,
como si se arrastraran fervorosos los “hijosdalgo” siguiendo el rastro
de estiércol que van dejando a su paso los corceles de guerra de los
conquistadores.
Ni
aun con la clarividencia esencial de la poesía de “Anacaona” y sus
“areitos”, puede adivinar, bajos los amplios cielos del Sur profundo, la
aviesa intención de esta columna asesina que se acerca.
Ni
siquiera con el presentimiento de la espuma, previene la ola homicida
que le viene arriba. Nada ni nadie, ni la casualidad ni el miedo,
previenen a la reina del desastre. Nada le anuncia ni la previene.
Ningún
augurio. Ningún pronóstico de los “behiques” o sacerdotes. Ningún signo
de mal agüero. Ningún “asomo”. Ninguna mariposa destripada, moribunda
sobre un “dujo”.
Ninguna
flor pisoteada sin querer, al borde del sendero. Ningún nublazón
inesperado. Ningún mal sueño. Ningún aullido de perro ronco “vagabundo”.
Ningún arcoíris fragmentado, ninguna señal en el cielo.
Ningún
pájaro protervo que cruza interdicto el horizonte. Ningún “cemí” que
rompa su silencio de madera o de piedra para decirle entonces, que por
ahí viene la muerte a caballo, con sus recias armaduras, con sus cañas
de fuego y sus malditas espadas que destrozan la carne.
Ella
tiene una gran admiración por los españoles y la superioridad de los
cristianos la cautiva. Pero sabe por la suerte de su esposo y las
fechorías de Roldan, que pueden ser aviesos y perversos. Pero no tanto,
como para imaginarse la maldad en esas dimensiones terribles del horror y
la desgracia.
Hasta
ahora pagar tributos ha sido una buena medicina, y ella solo ha hecho
justo lo que se ha pactado. No hay nada que temer, solo la maldad
inescrutable asecha escondida aviesa en la apariencia mansa, como una
fiera torva y espantosa.
Recibimiento
El
pretexto de la marcha con tropas que comanda Diego de Velázquez y
secunda Rodrigo Mejías es el retardo en el pago del tributo, por alguna
razón que no es la rebeldía.
“Anacaona”
se alegra inocente cuando se entera de la marcha, se embellece y en
seguida manda a sus correos a buscar a todos los “caciques” subalternos y
sus respectivas cortes de “nitaínos” 25, para hacerle un gran
recibimiento, con ribetes de apoteosis, sin saber que tal concentración
de júbilo, serviría para justificar los terribles planes de Ovando, el
constructor asesino.
Entre
alabanzas ceremonias, banquetes y “areitos”, recibe la reina al
“guamiquina” 26 Ovando. Trescientas vírgenes desnudas le danzan y le
cantan27 al gran “Matunheri” de los cristianos.
Nicolás
sonríe malevo, y se frota el bigote con una perversidad barbada que no
tiene nombre, apertrechada tras una frialdad “pechuda” de quien es capaz
de “tragarse una montaña sin eructar siquiera”.
Ovando,
fermentado en su malicia castellana, en retribución de honores y
alabanzas, invita a que se concentre toda la población en el “Batey”
para presenciar una maniobra militar a título de “juego de cañas”. La
reina y todos sus súbitos aceptan complacidos el convite en su propia
tierra.
Anterior
a ello, ha tenido el “Comendador”, entre susurros fementidos, una
reunión de capitanes con Velázquez y los demás para planearlo todo y
motivar el genocidio.
Ovando le dice a su “jauría” jadeante, que toda esta dulce bienvenida esconde una trampa mortal a la que hay que adelantarse.
Tragedia
Terror
y espanto, cuando “Anacaona” cae en cuenta es ya demasiado tarde.
Horror y tragedia, todo es una gran encerrona. A la señal convenida,
cuando Ovando se coloca pérfido la mano en una prenda de oro que le
cuelga en el pecho, suenan las trompetas y comienza la matanza
indiscriminada a espada.
Los
“épicos caballos andaluces” 28 atropellan multitudes y los mandobles
llueven de sus monturas sembrando la desolación y la muerte. Una
descarga cerrada de arcabuces y ballestas contra la multitud inaugura el
trágico carnaval de sangre de toda la jornada.
Ochenta
y cuatro “caciques” y “nitaínos” que han sido convocados en un gran
“canei”, fueron quemados vivos, cuando se le dio candela a la
edificación que se eligió para el efecto.
Los
señores que intentan escapar de las llamas, son desbarrigados o
alanceados sin piedad, mientras un olor dulzón a carne quemada humana,
envuelve el ámbito de la aldea, mesclado con una peste a pluma real
achicharrada, que denuncia la categoría de los “Matunheri” asesinados.
En
el “batey” o plaza, niños, mujeres, y ancianos son despedazados en
medio de una carnicería atroz, caracterizada por la falta de
conmiseración y piedad.
Los
hombres que no huyen despavoridos perdiéndose en la selva o en las
aguas del lago, son víctimas de la espada o los disparos de arcabuz.
Nadie
ni siquiera los de corazón más duro, podrán olvidar jamás los alaridos y
el griterío de aquellos infelices, que ante la desesperación y la
confusión clamaban diciendo “Daca naboría guamiquina”. Yo soy sirviente
de Dios, como si esa fórmula los fuera a librar del holocausto.
Escenas
dantescas se producen en medio del estupor y la barbarie, algunos
infantes son tirados al aire para ser alanceados por los lanceros, entre
risotadas burlescas.
Una
marejada de cuchillos asesinos se levantada por todo el “incahieque” o
población hasta que el silencio anuncia soberano que la muerte con su
cara huraña y fea de “Cemí” desgarbado, ha ganado la partida.
Prisionera
La
reina hecha prisionera, paralizada por el asombro y el terror, sin
comprender nada de lo que está pasando, temblorosa, al ver tanta matanza
de los suyos, es apresada desconsiderada, maltratada y humillada.
A
empellones y bofetadas es conducida la reina ante Ovando que apenas la
puede mirar de frente. La soldadesca aprovecha para con sus torpes manos
sucias palpar la desnudez y las curvas de la soberana, que a pesar del
abuso no derrama una lágrima, y solo se lamenta a veces con un grito
profundo de “cuyaya” mal herida, con lo que plañe las pérdidas de mucho
de los suyos.
Pálida
como un lirio de estanque, su boca no articula palabras. Solo su mirada
denuncia una tristeza inmensa que parece lastimar a sus captores y
denunciar sin quejas la impotencia y el abuso.
Caramba,
que fría es la muerte, además de triste y silenciosa, piensa desolada,
porque rodeada de corazas, cascos, espadas y alabardas, ha podido sentir
el frio gélido de los hierros que cercan los pormenores de su tristeza.
A
partir de ese momento de dolor, frustraciones y desengaños, solo piensa
en morir, sabiendo en su pesar que se irá sin “areitos”.
Encadenada
como una fiera, bella, salvaje y hermosa, es llevada a Santo Domingo,
ciudad del “Ozama” donde será ahorcada tres meses después en la plaza
mayor, hoy parque Colón, a la vista de su verdugo el constructor don
Nicolás de Ovando, fundador de la “Ciudad Primada”.
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